Despertó en mitad de la madrugada, con la chica que amaba dormida en su pecho. Acarició su mejilla con dulzura, no podía creer que por culpa de su inseguridad casi perdía un momento como ese. Ella se movió, saliendo del abrazo amoroso para acostarse de espaldas a su compañera de cama, dándole acceso perfecto a su tersa piel descubierta, que no tu voz reparos en besar y acariciar.
Descendió y ascendió las veces que quiso por su columna, deleitándose de los sonidos bajos que huían de sus labios entreabiertos. Con las manos descubrió nuevamente la extensión de su cuerpo, sus curvas perfectas.
La chica volvió a girarse, dándole acceso a sus pechos, sacándole a la chica morena una sonrisa. Se colocó encima suyo y regó besos húmedos por su cuello hasta su clavícula, cuyo saliente mordió con suavidad, degustando su sabor, el sabor de su piel.
Con delicadeza descendió su sujetador hasta los codos, liberando sus pechos del manto de tela que los mantenía en calor.
Ella seguía dormida, exhalando jadeos y gemidos insonoros, suspiros de un placer desconocido en ese momento.
Con la punta de la lengua acarició su dulce botón rosado, escuchando su respuesta en un gemido que además acercó el pecho a la boca dispuesta a darle placer. Su espalda arqueada le facilitó varias cosas: pudo desabrochar su sostén para eliminar esa tela innecesaria y molestosa, y, además, acabó de introducir el pezón en su paladar.
Con extrema ligereza comenzó a lubricarlo con su saliva, acariciándolo con la lengua hasta tensarlo, hasta dejarlo erecto. Era como una niña comiendo un dulce de su sabor preferido: lo lamía, lo chupaba, lo hacía rodar alrededor de su lengua, degustaba de él hasta no dejar nada más que el recuerdo de su dulce sabor.
La chica comenzó a respirar con más velocidad, así que esperó, se detuvo hasta que su respiración regresó a la normalidad y repitió sus juegos con el segundo botón. No quería despertarla.
Con ambos pezones lubricados y erectos se alejó para verla, brillando por el sudor y su saliva, jadeando todavía atrapada en un sueño que no era capaz de creer, retorciéndose debajo de la que había causado esos cambios en su placentera noche.
Como una sigilosa pantera descendió, llenando un camino sin marcar en su piel de besos húmedos que como pasos perdidos circularon por su vientre, hasta que todo él fue solo un gran camino de besos y humedad.
Todo el rato sus manos habían ido a explorar zonas nuevas mientras su boca se entretenía en las pequeñas montañas de sus senos, colmando de caricias suaves su cintura, sus caderas, sus lisos muslos, arrebatando el trono de sus bragas, descoronando a la fina tela.
Por fin la boca había llegado, marcando, besando la piel que antes sus manos disfrutaron. Sus caderas, ambas, quedaron llenas de caricias de sus labios, de suspiros que su boca liberaba del placer que le era tenerla, que le era saborearla.
Trató sus muslos como el mayor de los manjares, de sabor sutil, pero a la vez adictivo, uno que no se servía en el plato un rey, o en la calle un mendigo, un manjar que era la única que podría disfrutarlo.
La zona interior de estos era la más tierna, la más dulce, la que más tardó en degustar en su totalidad, la que más quiso disfrutar antes de llegar a lo más esperado, el postre sin igual, el único dulce del que era adicta.
Al fin llegó, el esperado platillo estrella. Lamió toda su intimidad, ese paraíso prohibido como a un helado que esperas que no se derrita jamás. Su lengua se había vuelto una esclava, esclava de la menor dormida que ya gemía altamente, retorciéndose como pez fuera del agua, sin saber a qué agarrarse mas que a las sábanas que el cabello moreno tanto envidió.
El cuerpo era maravilloso, aún dormido respondía a los estímulos que la morena le había hecho sentir, preparándose para el mayor climax, lubricado junto a la lengua traviesa el camino que sus dedos se encargarían de recorrer después.
Su músculo torturó el pequeño botón de nervios, su dulce clítoris, sacándole más gemidos, más jadeos, logrando que sus brazos se mecieran erráticos sobre las sábanas.
El festín debió terminar, su boca, aún reacia se apartó, dejando paso a sus dedos, introduciendo primero uno. Casi se corrió de sentir su interior, tan caliente, tan húmedo, mordiéndose el labio para no gemir del placer que le generó introducirse en ella.
Comenzó un pequeño vaivén en ella, jugando con su interior, con su cuerpo, con sus gemidos, disfrutando de toda ella, escuchándose a sí misma jadear del gusto, sumándose al coro de los gemidos que la chica dejaba escapar dormida aún.
Cuando consideró oportuno, añadió un segundo dedo, arrancando de sus labios más gemidos, de su cuerpo más placer.
Conocía muy bien ese cuerpo, sabía de él, lo había visto antes, saboreado antes, ya sabía cómo encontrarlo, dónde buscar, ese pequeño punto escondido, ese mundo de placer que ella encerraba.
Con la yema de los dedos comenzó a torturarlo, primero como suaves caricias, que luego se sumaron al vaivén torturoso, chocando contra él.
Su boca no esperó más, se hacía agua de solo verla, sudando, buscando inconscientemente por más, con las manos ya en lugares específicos. Una, la derecha, se había empeñado en su propio seno, la otra, la izquierda, en el punto de nervios que la lengua ajena había dejado de saborear.
Con los dientes, la morena alejó dulcemente la mano de la menor, que había comenzado a despertar por el calor de su cuerpo, y todavía desorientada, pegó un grito al sentir un tercer dedo unirse a la tortura, y la lengua al festín de nervios.
La chica terminó de despertar, con un nuevo grito, plagado de placer e impresión, llegando al clímax, impregnando de ella la mano y boca de la culpable quien no tardó en limpiar el desastre que había ocasionado.
Al terminar regresó a su lado, acariciando su mejilla para besarla, aprovechando que estaba despierta para saborear su boca, tanto como había saboreado su hermoso y dulce prado prohibido, susurrándole un "te amo" al oído, antes de que la chica volviera a dormir.
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