—Maldición. —La lata solitaria de arvejas me saludaba desde adentro de la alacena —Se nos está acabando la comida.
— ¿Vamos a tener que ir a comprar? —preguntó Sofía quitando su atención del televisor para mirarme a mí.
No quería que las niñas me escucharan.
— ¡Ah, no! ¡Yo no quiero salir! —protestó Juli.
Ni me había dado cuenta que abrí la boca para hablar. Cerré la puerta de la alacena, bajé la silla y miré a mis hermanas, sentadas en el sillón viendo pelis por Internet.
La pandemia tuvo el poder de cambiar todo y nada a la vez.
— ¿Preferís quedarte con hambre? —Le puse mi mirada retadora, esa que tantas veces vi poner a mi propia madre. Juli frunció sus labios y cruzó sus brazos.
Casi no había adultos. O para hacer más específicos, casi no había mujeres adultas. Pero seguíamos teniendo todos los comercios y servicios. Aunque todo estaba liberado.
Durante la cuarentena, se corrieron muchos rumores:
Enfermedad creada en laboratorios para deshacerse de los viejos.
Vacuna con microchip para controlarnos a todos.
Furia divina.
Venganza de la naturaleza.
Resulta que ninguna era la correcta. Aunque alguna que otra tal vez no estaban tan alejadas.
—No —dijo Juli bajando la cabeza, pero sin dejar de mirarme con ese fuego de rabia que los niños pequeños pueden poner en sus ojos.
—Entonces no tenemos otra opción.
El virus simplemente existía y factores como la superpoblación, el avance del hombre en la naturaleza, la globalización y la misma evolución, hicieron que el bicho se esparciera por todo el mundo en un abrir y cerrar de ojos.
Eso me dejo a mí, una chica de 12 años, cuidando de mis 2 hermanitas menores. ¿La razón?
O no. No fue la pandemia en sí. Fueron los desinfectantes.
Las empresas empezaron a incentivar el uso excesivo de estos productos. Si fue algo a propósito o no, no lo sé. Pero tanto alcohol y tanto cloro empezó a afectar el “no sé qué” en los cerebros de las personas. Algo de la química y no sé qué más.
Como las principales expuestas eran las mujeres y amas de casa, digamos que la población femenina se transformó. Literalmente.
Todo comenzó con cambios pequeños. Irritabilidad, sensibilidad a la luz, ese tipo de cosas. Hasta que empezó a ponerse verdaderamente feo.
Tomaron 3 días, con sus noches, para retirarlas de las casas y volver a tomar el control. Ahora viven bajo tierra.
¿Que si son sólo mujeres?
No. También hay hombres y niños. Pero si me lo preguntás a mí, yo creo que la razón es la “mirada asesina”.
Seguro que la conocés. Es la mirada que daban las madres cuando te parabas en la frontera entre piso seco y piso recién trapeado.
—Están ahí —dijo Sofi.
Salir, teníamos que salir. Así que las tres sacamos las cabezas por la puerta y miramos calle abajo. Porque sí, vivimos calle arriba, en una pendiente para la que necesitás una soga para poder subir. También, eso ahora es literal.
Y Sofi tenía razón. Estaban ahí. Esperando. Atentos. Fuera de la vista. Era difícil darse cuenta. Pero la tapa de la boca-calle estaba unos milímetros levantada. Eso quería decir que nos estaban olfateando.
—Miren, hay una piedra enooorme —Juli extendió sus brazos a sus costados — ahí.
—Sí —le dije viendo el pedazo de roca que estaba a pocos metros de la boca-calle. —Tal vez alguien intentó ponerla encima.
—Deberíamos hacerlo nosotras —propuso Sofí.
Cruzamos miradas. Las dos me dieron sus caras decididas y volvimos adentro para armar un plan.
Un rato más tarde, las tres salíamos con máscaras, sogas y, las dos más pequeñas, con palas adaptadas a su tamaño y yo con un simple palo de escoba.
Nos veíamos como las chicas superpoderosas a punto de salir a salvar la ciudad.
— ¿Listas?
—Listas —resonaron las dos a cada lado.
Con música de Mátrix en nuestra cabeza, nos pusimos en acción.
Salimos corriendo con nuestros gritos de guerra. Yo iba a la delantera. Y justo antes de llegar a la boca-calle, di un salto que merecía una toma en cámara lenta. Levanté mi palo de escoba en el mismo momento en que la tapa comenzaba a levantarse, para que la bestia gris, sin pelo y de ojos casi blancos me atrapara. Pero lo clavé en el pequeño orificio.
La rapidez con la que calló la pesada tapa y el bufido agudo de la bestia, me hicieron creer que el palo entró en su ojo y que ahora corría desesperada por las alcantarillas más limpias del mundo, al mejor estilo Los tres chiflados.
Caí justo encima de la tapa.
— ¡Ahora! —dije mientras me acomodaba en cuclillas, sosteniendo el palo, listo para volver a usarlo de ser necesario.
Sofi y Juli se acomodaron al otro lado de la roca y comenzaron a hacer palanca con sus palas. Sus caras de pusieron rojas como un tomate antes de conseguir que la roca diera su primera vuelta.
Sólo faltaba una más y las bestias no podrían volver a atormentarnos en esta calle. Pero la tapa empezó a balancearse debajo de mí.
— ¡Chicas, apúrense! —grité metiendo una y otra vez el palo por el mismo orificio a intentando no caerme de mi lugar.
Sofi y Juli estaban cansadas. La piedra era muy pesada para ellas. Nos miramos las tres y nos dimos cuenta que no iba a funcionar.
Miré a mi alrededor en busca de algo que me ayudara a salir de mi lugar. Pero no encontré nada. No que me asegurara que mis hermanas estuvieran bien. Las miré a los ojos y sentí un mar de lágrimas formándose en mis ojos.
— ¡Sofi, Juli! Vuelvan a la casa, cierren la puerta y no salen hasta no ver algún adulto.
Todo había salido mal.
— ¡No, Cami! —gritó Sofi.
Ella tenía una sola tarea. Mantenerlas a salvo.
— ¡No tienen otra opción! —grité sintiendo que ya las gotas corrían libremente.
Fallé. Y ahora las dejaba sola. Las probabilidades de que un adulto las adopte, eran difíciles. Y de suceder, que eso saliera bien, lo era todavía más.
El mundo estaba superpoblado de niños. La mayoría, en la misma situación que nosotras. Solas. Sin nadie con quién contar.
Las dos comenzaron a llorar. Pero no había otra salida. Era yo o las tres. Así que tenía que ser yo. Era la única oportunidad que tenían.
Tendría que haber buscado una familia nueva en el segundo en que quedamos solas. Pero no quería extraños con mis hermanas. Con la vista empañada, asentí a mis hermanas y cerré los ojos. Me concentré en los ruidos que venían de debajo de mí. Les di unos minutos para asegurarme de que estaban en la casa. Escuché una puerta cerrándose, respiré hondo y salté.
Abrí los ojos justo para ver una mano saliendo por la boca- calle. Gris, arrugada, buscándome. Y entonces la piedra gigante rodó encima del disco metálico, volviendo a colocarla en su lugar y cortando el brazo gris.
Con la mano muerta a pocos centímetros de mi pie, levanté la mirada y vi las sonrisas de mis hermanas.
Y no sólo las de ella. Todos los niños de las casas vecinas estaban a su lado. Mirándonos y sonriendo a su vez.
Entonces me di cuenta. No tendremos muchos adultos. Pero no los necesitábamos para formar nuestra nueva familia. Todos nosotros éramos una gran familia. E íbamos a cuidar los unos de los otros.
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