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Tras el pronunciamiento de Martínez Campos y la Restauración de la Monarquía, Castelar se marcha de España, reside en París y viaja por otros países europeos. Publica con asiduidad: varias novelas entre las que se encuentra Ricardo —ambas de 1878 así como numerosos ensayos y discursos.


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Los vapores del vino y los vapores de la idea

Nuestro Madrid es pueblo esencialmente sobrio, y para persuadirse de que nuestro Madrid es pueblo esencialmente sobrio, no hay como pasearse por sus calles, y ver cuán desprovistas se hallan de aquellas fondas, de aquellas galerías, de aquellas tiendas por París esparcidas en abundancia, y que ofrecen al paladar toda suerte de licores y manjares. En el año de 1866 todavía era menor el número de establecimientos consagrados a lo que pudiéramos llamar comida pública. Exceptuando las tabernas, con sus fríos pedazos de bacalao frito, y sus tortillas pertenecientes a la edad de piedra; los figones, donde los mozos de cuerda restauraban sus fuerzas, con aquella olla tan provista de tocino como desprovista de carne; las fondas de rúbrica, en su mayor parte inhabitables, Madrid no tenía más comedores oficiales que cierto salon de los entresuelos del Café Suizo, completamente abandonado del público; la casa de Lhardy, que de uvas a peras mostraba en su escaparate algunas cabezas de jabalí, como disponía en sus cocinas algunas comidas de encargo; y el llamado, a la francesa, restaurant de Farrugia, sito a la entrada de la Carrera de San Jerónimo, casi en la desembocadura de la Puerta del Sol, donde un aficionado al bien comer se arruinaba, por dar platos buenos a bajo precio, y por fiar demasiado en las pagaderas, más estrechas ciertamente que las tragaderas, de sus comensales y parroquianos. Entonces, aunque el Café Español existía ya, y daba de comer en los cuartitos del callejón de Gitanos, todavía no se levantaban los salones de Fornos, que luego pasaron a socorrido asunto de arengas tribunicias y tema favorito de oposiciones políticas. Madrid mostraba su sobriedad histórica, que tanto disgusta a los extranjeros, y tanto cuadra a nuestro histórico carácter.


Mas la noche del 21 de Junio de 1866 varios jóvenes se habían reunido a cenar en el entresuelo de Farrugia, y habían prolongado la cena hasta la madrugada siguiente. No conozco pueblo alguno en Europa donde se duerma menos que en Madrid. a las doce de la noche, a la una, y aun las dos de la madrugada, están las calles céntricas concurridísimas, y concurridos los cafés, esas colmenas de murmuración, donde acuden las gentes en tropel, para aguzar sin duda los aguijones de la calumnia. El Casino prolonga sus veladas hasta el alba, y el Ateneo mismo, que de severo y austerísimo se precia, hasta mucho después de entrada la media noche. Comienzan las tertulias cuando en otras partes comienza el sueño; y concluyen los teatros cuando les da la gana a nuestros empresarios, los cuales emplean más tiempo en levantar un telón, que emplearían en levantar una montaña. Esta sobra de desvelos, esta falta de sueño, da a nuestro Madrid achaques quizá irremediables. La noche cuelga sus cobertores de sombras, para que bajo ellos nos entreguemos al reposo. Hasta las combinaciones químicas de nuestra atmósfera, hasta el ministerio que desempeña la luz en la elaboración de los gases vitales, convidan a unir las tinieblas interiores de nuestro sueño con las tinieblas que envuelven al hemisferio. El insomnio agita los nervios, y los nervios desvelan así la fantasía como la sensibilidad, exacerbándolas; y la exacerbación de la fantasía y de la sensibilidad concluyen por llevarnos, tanto en la vida pública como en la vida privada, a exaltaciones y a delirios, muy contrarios a aquella armonía entre todas las facultades, y a aquel equilibrio entre todos los humores, verdadero secreto de la robustez de nuestras fuerzas y de la salud de nuestra vida.


Pero vaya usted con homilías, ni siquiera con ejemplos, a corregir las costumbres. Varios jóvenes velaban, pues, allá por la madrugada del veintidós de Junio, en el entresuelo de la fonda de Farrugia, prolongando excesivamente opípara cena, comenzada en la noche del veintiuno. Componíase aquella sociedad de pisaverdes madrileños, de algunos calaveras hastiados, de muchos estudiantes que habían concluido su licenciatura, de dos o tres literatos, los cuales movían las lenguas, mientras la generalidad movía y apuraba las copas. Aunque el aspecto del entresuelo, tan bajo de techo como todos los entresuelos madrileños, nada tenía, a la verdad, de espléndido, la mesa era esplendidísima: candelabros de bronce dorado, despidiendo mares de luz; guarnición de plata fina; vajilla de Sevres; cristalería de Venecia y de Bohemia; cubiertos de oro a los postres. Los trajes que vestía aquella juventud eran bien diversos y varios. Llevaban los unos el frac negro con que acababan de investirse en la Universidad para su profesión y su carrera; llevaban los otros sus relucientes trajes de paseo, que brillaban con esa profusión de cadenas, botones, anillos a la corbata y a los dedos, que tanto en extrañas tierras nos critican; y sólo dos o tres ostentaban las prendas raídas, propias de aquellos que comienzan la vida en lucha con la miseria. Como sucede en todas las reuniones, dos o tres parlaban, y los demás se avenían a las opiniones de los parlantes, o las desechaban y combatían por lo bajo con rumores y protestas. Los tres más decidores eran: Arturo Díaz, optimista decidido, a quien le parecía el mundo un edén verdadero; Federico Trives, desdichado pesimista, a quien le daba por filosofar a roso y belloso acerca de nuestros males irremediables, y de nuestros desengaños continuos; y finalmente, Jaime García, dado por completo a la política, con esa febril exaltación propia de sus veinticinco años. Los tres llevaban la conversación, y los demás, o reían, o aprobaban, o disentían por lo bajo, o lanzaban interjecciones a diestro y siniestro, echándoselas de hábiles interruptores. Ninguno de ellos frisaba en los treinta años; ninguno, pues, tenía motivo para mostrarse muy amargado de la vida, muy herido del desengaño, muy experimentado en nuestros dolores y tristezas, que se acrecientan, y se enconan, y se exacerban con el curso y el movimiento de esta nuestra desdichada y trabajosa existencia. Allá, a eso de las tres de la mañana, cuando comenzaban a despuntar los albores del día, la conversación tomaba entre los tres amigos un tono verdaderamente elevado, y un aspecto verdaderamente filosófico.


—Después de todo, decía Arturo, cuando se examina el mundo, hasta en sus cosas más nimias se echa de ver...


—Que no puede ser peor, le interrumpió Federico.


—Que necesita una reforma, dijo Jaime.


—Una reforma radical, radicalísima, gritaron todos.


—No, mil veces no, replicó Arturo. ç-¿Ya vuelves a tus halagüeñas fantasías, a tu embriaguez de felicidad? preguntó el descontentadizo al contento.


—Dejadme acabar, y veréis cómo os satisfago a todos. Cuando yo era muchacho tenía por único libro cierta obra, que se llamaba Almacén de los niños, obra preciosa.


—¡Preciosa! A este Arturo todo le parece bien. Si sale a la calle, y le echan sobre la cabeza el agua de las macetas, y lo manchan, dice: «perfectamente; después de haber bebido tanto, necesitaba refrescarme». Si le dan con una teja en mitad del cráneo, y lo descalabran, repite: «perfectamente también: necesitaba, después de comer tanto, esta sangría». ¡Obra preciosa! Madama Genlis, su autora, fue una cotorrona fastidiosa, hija de cierto noble arruinado, favorita de Felipe Igualdad, enemiga implacable de la pobre reina María Antonieta, quizá por odio a su belleza; escritora más pesada que un predicador cuaresmero, y sólo propia a disgustar a los niños de la lectura, y meterles en la cabeza mil rancias e insustanciales historietas.


—Pues mira, Federico, no te libras de la que voy a referir.


—Venga, venga, gritaron todos.


—Andaba un día cierto viandante por los campos, cuando vio las calabazas, fruta tan gorda, por los suelos, y las bellotas, fruta tan menuda, por las encinas. ¡Qué mal hecho está el mundo! exclamó enseguida. Esos hermosos frutos tan colosales, confundidos con la tierra, y esos otros, pequeñillos y ruines, al aire. ¡Cuánto más valía lo contrario; las calabazas arriba, y las bellotas abajo! Al poco tiempo, como hiciera mucho calor, entráronle ganas de sestear un rato, y se tendió a la sombra de la encina. Durmióse, y aún roncó largamente. Y, cuando más metido estaba en el sueño, le despertó una bellota, que, desprendida del árbol, fue a darle en la punta de la nariz. ¡Oh! Bien hecho está, sin duda alguna, el mundo, exclamó. Si las calabazas hubieran estado arriba, y me caen sobre la faz, como me han caído las bellotas, ¡ay! me aplastan y desnarigan. Bien está el mundo, tal como es. No pretendamos en manera alguna arreglarlo.


—¿Veis que insustancial historia? — ¿No tenía yo razón? ¡Te parece el mundo muy hermoso! La vida, que nadie explica y que nadie comprende, es un dolor eterno. Estamos sujetos a llevar la cadena perpetua de nuestro organismo como el condenado perpetuamente a presidio. Todo placer acaba en pena: el amor en hastío, el beber en borrachera, la comida en hartazgo o indigestión, el goce de las artes en cansancio, la juventud en alteradas pasiones, la pasión más pura en amargos desengaños. De cada satisfacción cumplida nace una necesidad nueva; y de cada necesidad nueva una aspiración incontrastable; y de cada aspiración incontrastable un nuevo dolor acerbísimo. Desde el mineral frío e inerte hasta el hombre, a medida que crece el sentimiento, a medida que crece la inteligencia, crecen también las tristes aspiraciones sin satisfacción posible en la tierra. No queráis ser grandes hombres, no lo queráis, jóvenes que veis ahora el dintel hermoso de la vida al través de las primeras ilusiones y de los primeros amores del alma; si llegáis a poetas, a filósofos, a oradores inmortales, ¡ah! las penas de todos los seres creados se prenderán a vuestro corazón; las lágrimas que desde el principio al fin de los tiempos vertieran o viertan todas las generaciones, se condensarán en vuestros ojos; las espinas sembradas en todos los planetas se pegarán a vuestros corazones; y concluiréis por renegar de vosotros mismos y por maldecir al Ser que os ha creado. Cada animal tiene satisfechas sus necesidades. En el círculo donde vive, el radio de su deseo no va más allá del cumplimiento y satisfacción de sus instintos. Pero nosotros debemos desear siempre algo que jamás pueda cumplirse. No tenemos alas, y quisiéramos volar; volaríamos, pues desearíamos salir de nuestra atmósfera; salíamos, pues necesitábamos ir a otro sistema planetario; íbamos, pues querríamos abrazar y contener en nosotros mismos el Universo; lo conteníamos y lo abrazábamos, pues ya no podíamos satisfacernos sino en Dios; llegábamos hasta Dios, pues habíamos de estar inquietos por algo más allá; que nadie ha visto aún donde se encuentran trazados los límites de nuestras constantes aspiraciones y de nuestros inagotables deseos. Así nadie tampoco ha sondeado el dolor ni ha adivinado su pavoroso fondo. Vivir es batallar. El arte mismo que se ha inventado para consolarnos, jamás nos habla sino de penas, de pasiones desgraciadas, de tragedias horribles o de ridiculeces cómicas, provocadoras de una risa cien veces más amarga que todos los dolores juntos. Mirad por todas partes. Para comer, una carnicería, donde se degüella a seres inocentes que ningún mal os han hecho. Para vestiros, el despojo de millares de animales sensibles o el deshile de millares de sensibles plantas. Aquí un esbirro, allá un cuerpo de guardias, acullá un hospital, más lejos una casa de socorro, al fin de tal calle la cárcel, un poco más léjos el presidio, en este extremo el manicomio; en aquel otro el garrote y los jueces mezclados en su ministerio con los sayones y con los verdugos...


—Chico, chico, dijo Arturo riéndose, tienes la borrachera muy triste, Federico.


—Olvidas, añadió Jaime, que a todos esos males opone la ciencia moderna profundísimas reformas.


—¿Reformas dices,— preguntó Federico,— reformas?


—Sí, reformas, gritaron todos.


—¡Reformas! ¿Para qué estudias tú, Ramiro? preguntó, dirigiéndose a uno de los que llevaban su flamante frac de ceremonia.


—Estudio para abogado.


—Y tú, Luis, ¿para qué estudias? Le preguntó a otro vestido también de etiqueta.


—Estudio para médico.


—¿Y qué quieres decir con esas preguntas? —Le dijo Arturo.


—¿Y qué quieres indicar con esas reticencias? —Le volvió a decir Jaime.


—¿No lo comprendéis?


—No. —Respondieron ambos a una.


—Pues tenéis bien pocas entendederas. Les pregunto eso para demostraros que siempre el mundo será lo mismo. Hay médicos, como en tiempo de los Faraones; hay abogados, como en tiempos de Sila o de Mario. Es decir, las mismas enfermedades que había hace cuarenta siglos. Nuestro cuerpo está hoy, después de la redención universal, tan sujeto a constiparse como antes de que apareciera ningún Redentor. Nuestra voluntad está sujeta también a los antiguos achaques, puesto que hay abogados. Se codicia la mujer del prójimo, se captan las herencias, se me niega lo mío, se roba lo tuyo, se calumnia, se mata como en el primer momento en que aparecimos sobre la faz del planeta. No me habléis de progreso, mientras haya médicos y abogados en el mundo.


—Vamos, misantropía, pura misantropía, gritó Jaime.


—Romanticismo trasnochado, añadió Arturo.


—Misterios del alma, aseveró Ramiro, por aseverar algo.


—En nuestra edad, dijo Luis, se ven las cosas de esa suerte cuando nos ha faltado la mujer que amábamos, o nos ha vendido el amigo con quien compartíamos toda nuestra vida.


—¿Y sabéis a qué se reducen esos abandonos de la mujer amada, y esos desengaños del amigo preferido? Preguntó solemnemente Arturo.


—¿A qué?


—A que el amigo no ha contestado en la cátedra a la lista por vosotros, o que la mujer amada no ha salido a misa en la hora conveniente, por dolerle las muelas o los callos a su bendita mamá, la aborrecible futura suegra.


—Justo, dijo Jaime, y en cuanto sucede esto, el cielo parece de papel ahumado, las estrellas como la ceniza del cigarro frío, el Universo entero como una casa de dormir a dos reales.


—Para mí las acciones más desagradables tienen los orígenes y los móviles mejores, dijo Arturo. Yo nunca echo las cosas a mala parte. Todo me parece bien, y estoy contento hasta cuando tengo dolor de muelas; porque bien pudiera tener otra cosa peor. Tú, ¿quieres saber otro cuento?


—Por Dios, Arturo, que no sea tan desustanciado como el cuento de las bellotas y las calabazas.


—Lo peor es, dijo Ramiro, que al hablar de calabazas nos ha entristecido este optimista, pues nos ha recordado nuestras angustias antes de los exámenes, y nuestra incertidumbre el día que escribimos la primer carta a la novia.


—Vamos, gritaron los demás, refiere tu cuento.


—Cierto día entraba un musulmán muy piadoso en mezquita consagrada por la devocion de su gente. Llevaba el propósito de quejarse porque no tenía babuchas, cuando se encontró con un desgraciado que no tenía piernas. Desde entonces ya no volvió a quejarse.


—Insulseces tuyas.


—Id a saber en qué consiste la felicidad. Para el pobre, en tener dinero; para el rico, en tener salud; para el hambriento, en el hartazgo; para el harto, en el hambre. Y vaya de cuento...


—Arturo, Arturo, exclamó Federico, basta, basta.


—No; cuenta, cuenta. Ya sabes que a Federico todo lo parece mal, así tus cuentos como tu silencio, dijo Luis.


—Véngate, gritó Ramón.


—El que no haya estado en Londres, y no haya conocido aquella sociedad, jamás podrá medir la distancia existente entre un Lord de los palacios aristocráticos y un pordiosero de las sucias calles. Cierto ricacho inglés padecía la enfermedad corporal de su raza, la desgana, como el hastío es la enfermedad íntima y espiritual. Acababa de asistir a un gran banquete; y habiéndole pasado bajo las narices toda suerte de platos apetitosos y de olorosísimos vinos y licores, ni unos ni otros le provocaron el menor deseo. Si quería llevarse un bocado a la boca le venían náuseas; si una copa al labio, invencibles manos. Por fin se fue, desesperado de su suerte y dolorido de su enfermedad, cuando al llegar a la calle, tropieza con un pobre, haraposo, descalzo, macilento, demacrado, con todas las señales de la miseria, el cual le, dice: «Una limosna, señor, que tengo hambre». El lord le miró de arriba abajo, y le echó al rostro esta exclamación: «Tienes hambre, ¡y te quejas!»


—No negarás, Arturo, que este cuento tiene gracia, dijo Ramón.


—No negarás que tiene filosofía, añadió Luis.


—Dejadme en paz con vuestra gracia y vuestra filosofía. Lo que no tiene maldita gracia es la vida; lo que no tiene ninguna razón suficiente que lo justifique es nuestro picarísimo mundo.


—Pues mira, Federico, mis tesis optimistas se hallan completamente justificadas.


—¿Cómo?


—De esta suerte: Un hambriento puede ser más feliz que un harto.


—Si tu lógica no fuese tan arbitraria, deducirías otra consecuencia más legitima, Arturo.


—¿Cuál?


—Que hambrientos y hartos en este pícaro mundo son por igual desdichados.


—No lo creas. Voy a referirte otro cuento.


—Mira, tus cuentos son tan inoportunos como los refranes de Sancho. -Y tan sabios.


—Alábate, que no tienes abuela.


—No me alabo en verdad.


—No haces otra cosa.


—Si los cuentos fueran de mi invención, me alabaría alabándolos. Pero como son de ajena invención, si alguna vanidad tengo, proviene del arte de saberlos aplicar oportunamente.


—Tus oportunos cuentos resultan importunidades continuas.


—Veámoslo. Cierta vez se encontraba enfermo un rey de la India, en tal grado, que languidecía a la vista, y casi, casi, llegaba diariamente a trance de muerte. Sus padres, sus hermanos, sus ministros, sus próceres, sus cortesanos clamaban a todos los médicos del reino y de los reinos circunvecinos, sin hallar jamás quien acertase con aquella extrañísima enfermedad de languidez y desmayo, no obstante las continuas consultas y las sapientísimas disertaciones. Al fin supieron que lejos, muy lejos se encontraba un médico sabio, muy sabio. Mandaron por él a toda prisa, y lo trajeron al cabo con todo cuidado. El médico miró la lengua del enfermo, le tomó el pulso, le palpó el cuerpo, observó todos los fenómenos de su vida y todas las funciones de su organismo, llegando, por último, a decir, que para aquella extraña enfermedad sólo existía un remedio posible, a saber: que el rey se pusiera por la noche la camisa de un hombre feliz. oír esto y buscar por todas partes el precioso remedio, fue cosa de un abrir y cerrar de ojos. Soldados, ciudadanos, embajadores, pregoneros, comisarios de todas clases y categorías corrieron desalados en busca del hombre feliz que a toda costa necesitaban. Anuncios por aquí, pregones por allá, reclamos de este lado, ofertas del otro, y no aparecía un hombre feliz por ninguna parte. Ya las esperanzas se agotaban y el pobre enfermo se moría. Desesperando de encontrar dechado tan raro en las ciudades, decidieron correr por los campos donde habita toda tranquilidad y donde se allega fácilmente ese reposo tan fácil de confundir con la ventura. Nada, nada, nada. Cierta noche, corría por las orillas del Ganges uno de los comisarios gozándose en el seno de aquella hermosísima y exuberante naturaleza, extrañado de que por allí no reinase la felicidad. El río repetía las infinitas bellezas del cielo; exhalaban los bosques embriagadoras esencias; y lucían en tanto número las luciérnagas aladas, que semejaban un diluvio de estrellas. Y tanta vida, tan exuberante, tan prodigiosa, no producía ninguna felicidad, ninguna en e1 mundo, ni siquiera una apariencia engañosa. Dirigíase ya hacia la ciudad el emisario, caballero en su jaco, maldiciendo de su mala estrella, llorando la suerte de su patria, destinada a verse tan pronto destituida de aquel rey sin rival en la tierra, y oye una voz que decía: «Cuán feliz soy». Al momento de oír esto, se exalta de alegría, gira a todas partes como arrebatado por una tromba, se orienta con cuidado, se endereza al sitio de donde partía la voz, y da con una cabaña bajo cuyos juncos se encontraba de rodillas un penitente perdido en sus místicas contemplaciones y en sus éxtasis religiosos. ¿Es V. feliz, le preguntó, para cerciorarse de tanta ventura? Completamente feliz. ¿Lo es V.? volvió a preguntar. Le digo a V. que lo soy, que me siento feliz, feliz, feliz en absoluto. Entonces, pronto, pronto, déme V. su camisa. ¡Ay! El hombre feliz no tenía camisa.


—Vamos, Arturo, todos tus tiros te salen por la culata.


—No te parece perfectamente demostrado...


—Que los reyes se mueren sin remedio; que los humildes no tienen camisa; que el mundo es suplicio continuo, y la vida continua muerte.


—No bromeemos, dijo Jaime. No digamos cosas impropias del tono con que departimos desde el principio de esta conversación.


—Si querrás que lloremos. Le observó Ramón.


—Tanto como llorar, no; pero digamos gravemente cosas graves.


—Pues oigámoslas de tus labios, Jaime, ya que tan ligeros te parecen mis cuentos, replicó Arturo picado.


—Y tan siniestros mis pensamientos, dijo Federico.


—Nosotros tenemos una fuerza tan grande como las fuerzas del Universo.


—Oigamos.


—Nosotros podemos, a nuestro arbitrio, ser los motores de la sociedad como Dios el motor de los cuerpos celestes.


—¡Ilusiones, murmuró el pesimista!


—¿Dónde está esa fuerza? ¿Cómo se llama?


—Está en nosotros, y se llama voluntad.


—¡Ah! ¡Ah! Gritaron algunos como desencantados.


—Todo depende de todo. La voluntad no depende absolutamente de nada ni de nadie.


—De los motivos que la determinan, gritó Federico.


—Y que puede contrariar a su arbitrio, replicó Jaime.


—¡Bravo! ¡Bravo! Gritaron los licenciados.


—La voluntad resulta de la fuerza universal. Es el Cosmos amor u odio. Podríamos vivir sin pensar y no podríamos vivir sin querer. Todos los seres se mueven al impulso del deseo. Todos los seres, hasta los más ínfimos, aman o aborrecen; el infusorio y el león. Digan lo que quieran los humanos, la máquina de vapor que conduce la vida es el corazón. La voluntad; hé ahí 1a causa de las causas. Agucémosla, impulsémosla, dirijámosla; y habremos conquistado el mundo.


Una salva de aplausos respondió a estas palabras de Jaime, y el eco de esos aplausos le entusiasmó en términos, que le obligó a encarecer sus ideas, a reiterar sus sentimientos, a insistir sobre el tema capital de sus disertaciones.


—¿Podéis negarlo, vosotros que tenéis por amigo el héroe de la voluntad? ¿Quién no le admira? El que no le conozca. Nacido en la opulencia se levanta como el trabajador, al mismo tiempo que se levanta la aurora. Corriendo a hacer el bien de los demás, se recata y se oculta como si fuera a perpetrar una mala acción, a cumplir una mala obra. Le hemos visto pasarse días enteros cuidando como una mujer al niño de una lavandera ausente; recluírse como un médico en hospital infestado con los enfermos y contagiosos; gastar como una hermana de la caridad sus rentas en socorrer esta desgracia, acudir a aquella necesidad, devolver la paz a una familia desgraciada. ¡Cuántas veces ha recogido el suspiro último de un colérico abandonado por todos los suyos, y lo ha amortajado y lo ha conducido al cementerio sin separarse de él hasta haberle arrojado la última paletada de tierra mezclada con oraciones y con lágrimas! ¡Cuántos matrimonios le deben la paz que disfrutan, porque él, de sus ahorros, ha fabricado su nido, dando al novio pobre útiles para el trabajo y a la novia dote y ajuar! ¡Cuántos jóvenes, pervertidos por la vagancia en estas grandes capitales, han salido de la cárcel merced a sus predicaciones, con el ánimo fortalecido para emprender el camino de la virtud y recabar un nombre sin mancha en una vida sin ninguna sombra! ¡Qué vocación la suya! Muchas tardes hemos ido de paseo al Prado y a Atocha.


En el montecillo que divide este último lugar de los altos del Retiro, toman el sol gran muchedumbre de vagos, y al par juegan a las cartas. No había medio de detenerlo. Su empeño constante es luchar constantemente con el vicio. Se insinuaba entre ellos como un mero curioso; les dirigía algunas preguntas sobre las combinaciones de sus cartas; les hablaba de sus familias y de sus obligaciones; y concluía por apoderarse de ellos en tales términos y persuadirlos con elocuencia tan persuasiva que dejaban el juego y seguían todos sus consejos. Acabado esto, les repartía algunos pescozones y algunas pesetas, y les amenazaba con una inquisición continua de sus actos, y les decía que iba a probar en lo porvenir su arrepentimiento y su enmienda. Cuántas veces me ha dicho que no comprende cómo las misiones allá entre los indios pueden tener más mérito que las misiones aquí entro los cultos y civilizados europeos; mayores peligros que entre los salvajes y en los bosques se corren aquí, en el descenso a los infiernos de este mundo europeo, en el contacto con sus llagas interiores, en el contagio con sus terribles pestes morales capaces de apagar hasta la luz de la conciencia y corromper hasta el fuego más puro de la vida.


Yo nunca olvidaré el pasado cólera, el día en que Madrid, angustiado, parecía próximo a desaparecer todo entero, en aquella enfermedad recogida de la atmósfera, del seno mismo de la vida. Han trascurrido seis meses y no se ha olvidado el terror. Las calles desiertas o llenas de luto y duelo, los ataúdes cruzándose por todas partes, los médicos rendidos a la enfermedad o al cansancio, las familias dispersas, los moribundos sin auxilios materiales ni religiosos, los enterradores sin fuerzas para dar sepultura a tantos montones de cadáveres; la capital. agonizando bajo aquella pesada losa de su atmósfera irrespirable en que se ahogaban hasta las aves del cielo; y entre tanta angustia, él, de pie constantemente, como si el sueño y el hambre no dominaran su naturaleza, despojando su casa de la última sábana y del último colchón, corriendo a pedir limosna cuando tenía agotados todos sus recursos; verdadero genio de caridad a la cabecera del moribundo, verdadero ángel de la muerte al pie de los cadáveres.


—Hélo ahí, gritaron todos.


Y, en efecto, apareció Ricardo.

19. August 2020 21:19 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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