'Cause it's Saturday night and I just got paid
—¡Hola!
—Hola —dijo el anciano con irritación.
—Nos gustaría saber cuánto pide por el Plymouth.
Era un modelo Roadrunner del 70; decrépito, descolorido, cubierto de lluvia, manchado de sol, y lleno de polvo. Lo único que brillaba en él era el signo de venta color verde chillón que yacía sobre el resquebrajado parabrisas.
—Seis mil —gritó entre saliva y dientes el viejo.
Nos miramos y debatimos con muecas y movimientos de cabeza.
—Espero que lo que guarde este pedazo de metal oxidado desquite ese precio. —Dijo Bernie con el mismo tono autoritario que usaba para intimidar a los novatos de primer año.
—Puede que el tiempo haya podrido lo de afuera, pero la bestia sigue ahí, habitando en el motor.
El viejo, con movimientos increíblemente veloces para sus arrugadas manos, sacó una llave del bolsillo de su overol y me la lanzó a mí; al único de los cuatro cabrones que no sabía conducir.
—Te concedo el honor —le dije a Eddie mientras depositaba las llaves en sus manos.
—No mames que aun no sabes conducir.
—Cállate y prueba esa cosa.
Un rugido ensordecedor se esparció por toda la calle; sentí como si una descarga eléctrica me hubiese embestido en el pecho. Y por las extasiadas expresiones de mis colegas, supe que no había sido el único. Puse la mano sobre la carrocería; tiritaba provocadoramente, sexualmente. Eric posó una de sus orejas sobre la maquina y permaneció inmóvil por unos segundos.
—¿Qué te dice, muchacho? —le preguntó el viejo con súbito buen humor.
—Que por la mañana hasta los muertos van a tener resaca.
«Y se supone que yo soy el escritor», pensé.
Los cuatro abrimos nuestras carteras y las hicimos sangrar. Nos despedimos del viejo con un apretón de manos lleno de complicidad y nos montamos al Plymouth. Abrimos todas las ventanas para exorcizar el aroma a encierro y nos dispusimos a golpear la carretera.
Oh, sí; los caminos de los cuatro hijos pródigos se habían vuelto a cruzar después de tantos años.
Freedom
I'm takin' it back
I'm outta here, no turnin' back
Allí íbamos: un factótum profesional (Eddie), un hibrido de cajero y vendedor de hierba (Bernie), un estudiante de física con síntomas de alcoholismo (Eric) y un escritor publicado en una revista literaria extranjera (León... es decir, yo).
Los días de casquete corto, zapatos negros y uniformes de tres piezas habían quedado bien atrás para nosotros.
Ya no éramos los cuatro mocosos que habían formado una banda para joderse al mundo.
—¡Vete a la mierda, Fernanda! ¡Eres una vil perra arrabalera! —gritó Eddie al momento de sacar su cabeza por la ventana del copiloto.
—¡Sí, Fernanda! ¡Vete a la mierda! —coreó Eric de inmediato.
—¡Ni los vagabundos quieren manosear tu culo flácido, Fernanda! —ese fui yo.
—¡Los valientes que se atrevan a cogerte necesitaran ponerse al menos diez condones para que no les contagies alguna de las tantas enfermedades que residen en tu apestoso coño, Fernanda. —Concluyó Bernie, con la misma clase de siempre.
No tenía ni las más remota idea de quién era Fernanda, y estoy seguro de que era el mismo caso con Bernie y Eric; pero cuando uno de los tuyos necesita afrentar a alguien para deahogarse, tienes que estar ahí para secundarlo.
Nada personal, Fernanda.
—No mames, a esta cosa se le cayó un retrovisor —dijo Bernie cuando montábamos la avenida López Portillo.
Estallamos en una carcajada colectiva.
Habíamos cambiado, naturalmente. Pero la camaradería aun inflamaba entre nosotros.
—Carajo, que buena canción. Súbele al volumen.
Eric llevaba una pequeña, pero potente, bocina con entrada USB.
—Justo como en la prepa.
«De esto se trata la vida», pensé.
When we was young, oh man did we have fun
Always
Always
Recuerdo que por aquel entonces una chica con nombre de ave me había escupido en el corazón. ¿Paloma, Alondra, Avestruz? No recuerdo, pero fue uno de esos casos en los que intentas sumergirte en un charco. Ya me entienden.
Así que la reunión de colegas me resultó particularmente vivificante.
—Al carajo con ella —dijo Eric después de que les contara mi triste historia—. Al carajo con todo el mundo. Esta noche se trata de nosotros.
El que iba al volante era Bernie. Cada vez que nos topábamos con un desfile de luces rojas, maniobraba con profesionalismo cada parte del Plymouth para colarnos al carril del Mexibus y pisar a fondo el acelerador.
—¿A dónde nos llevas? —pregunté.
—Tú no te preocupes por eso —me contestó sin añadir otra cosa.
De un tirón cruzamos Cosmopol, Plaza las Flores y todo lo que había en medio. Las luces blancas y amarillas se esparcían en nuestros brazos y caras; una fuerte sensación de invencibilidad me corrió por las venas.
En algún punto después de pasar Plaza Coacalco Bernie tomó un retorno y nos introdujo a una calle. Seguimos derecho por unos minutos hasta que el auto, por libre albedrío, decidió ya no seguir avanzando.
—Ay, mierda.
—¿Oye Bernie, dónde estamos?
—No lo sé —contestó sin un ápice de vergüenza—. ¿Coacalco, Ecatepec, Tultepec?
—Si estuviéramos en Ecatepec ya nos habrían asaltado cuatro veces y matado dos.
—Mierda —repitió Bernie—. Y estando tan cerca.
—¿Cerca de qué?
—No lo sé. Pero estamos cerca, puedo sentirlo.
Tuvimos que empujar la vieja máquina dos manzanas para encontrar un lugar dónde poder estacionarla. Durante el proceso se le cayó el otro espejo retrovisor.
Después anduvimos un buen rato merodeando por la noche calurosa. La frivolidad nos llamaba a gritos tan fuertes, que lograba opacar el peligro que pudiera acecharnos desde las cortinas de acero semi iluminadas o las sombras móviles.
Al fondo de una calle divisamos una luz blanca. Conforme nos acercábamos a ella podíamos escuchar con más nitidez una algarabía contagiosa.
La luz era un letrero de neón que decía: Noche de ronda; y debajo de él había una puerta rustica de madera.
—Ya llegamos —dijo Bernie, y acto seguido, entró sin mirar atrás. Y como en los viejos tiempos, lo seguimos sin cuestionarnos nada.
En mi corazón hay fiesta
Soy dichosa, soy feliz
Todos los grandes estaban ahí: Infante, Lamarque, Gardel, Negrete, Lara, Vargas, Félix, Solís, Jiménez, etc. Ocupaban cada centímetro de las cuatro paredes. Sonreían, coqueteaban, plañían, conquistaban. Observaban sin parpadear a una generación tan distanciada de ellos por el tiempo, pero a la vez tan unida por un sentimiento, una copa y una canción.
—Aquí hay una mesa libre.
Nos sentamos y me puse a contemplar el lugar.
Era magnifico.
Destilaba una elegancia natural. Todo me resultaba tan acogedor y alegre: las repisas llenas de botellas de licores añejos, la madera tenue y brillante que forraba los pisos, el cálido aroma del vino paseándose por mi nariz, la algarabía bien afinada que se interpretaba en cada mesa y en cada taburete, la mesera de piel morena envuelta en un delantal blanco que nos tomó la orden.
Todo era una ensoñación perfecta.
—¿Por qué miras tanto la puerta? —me preguntó Eddie.
—Estoy esperando a que entre Dolores del Rio.
Aparecieron las cervezas, el tequila y el ron con coca-cola.
Brindamos por una amistad inmortal y bebimos.
Y bebimos, bebimos, bebimos, reímos, charlamos de nada y luego del sentido de la vida, bebimos, escuchamos música de verdad, bebimos, bebimos, coqueteamos con las mujeres hechas y deshechas, bebimos, nos hartamos de recordar viejas glorias, gritamos, fuimos a orinar y a vomitar, bebimos y Bernie le vendió diez gramos a una vieja viuda para comprar más ron, bebimos, nos abrazamos empapados de lagrimas y bebimos, volvimos a ir al baño, bebimos, dormitamos, nos unimos a una fiesta colectiva, bailamos, y luego bebimos más.
Para cuando recuperé medianamente el control de mi ser, me di cuenta de que estaba parado encima de una mesa, y que todos en el bar mi miraban expectantes. También noté que estaba cantando:
Esta vida mejor que se acabe
No es para mí
Pobre de mí
Y luego, el coro en las gargantas todos los presentes:
Ay corazón
Habría recibido una puñalada por cada uno de ellos, mis extraños y queridos hermanos.
Pobre de mí
Me sentía joven, y estaba disfrutando cada parte de ello en ese preciso momento.
No sufras más
Los aplausos y los chiflidos se atascaron en mis oídos. Respiré profundamente mientras me acurrucaba en mi asiento. La multitud se disolvió de vuelta a sus lugares. Recibí un par de palmadas en la espalda.
Eric y Eddie hablaban como si el alcohol no los hubiera alterado en ningún aspecto. Bernie estaba al otro lado del bar, besando la oreja de una mujer rolliza y colorada.
Yo volví a pasear la mirada por el lugar. Seguía siendo un Shangri-la.
Continué con la excursión visual hasta que un par de medias oscuras de seda exigieron mi completa atención.
Me trepé a las relucientes pantorrillas y emprendí un lento viaje hacía los abultados muslos. La falda de un vestido corto interrumpió el flujo de piernas; pero a cambio, me regaló una silueta redonda que glorificaba el culo. Escalé hasta los abundantes pechos, que reventaban en el ajustado escote.
Antes de llegar a la última estación bebí un trago de algo que era fuerte pero a la vez tranquilizador (no recuerdo qué era). Y, con temor a encontrarme con un bigotito sobre una boca podrida; o unas facciones horripilantes dignas de lo mejor de Lovecraft, escruté de un solo disparo el rostro de la dueña de ese metro setenta (si mis cálculos eran correctos) de paraíso.
«No mames», pensé. Y ese fue mi único pensamiento por un buen rato.
Yo la conocía. ¡Esa mujer había sido nuestra orientadora en la prepa! Y más que eso: también había sido la autora de una infinidad de mis erecciones adolescentes.
El paso de casi una década se veía reflejado únicamente en sus raíces blancas; fuera de eso seguía siendo la misma autoridad intimidante que transpiraba sensualidad.
Venía sola.
Tardé tres tragos del brebaje mágico y un parpadeo para plantarme frente a ella.
Aun usaba los mismos lentes de montura dorada.
—Orientadora Mariela, hola.
Me miró con satisfacción; como si por saludarla le hubiese otorgado alguna clase de victoria.
No dijo nada.
—Seguramente no me recuerda, soy...
—León Esparza García —completó por mí—. ¿Qué ha sido de ti? ¿Tú y los chicos siguen con la banda?
Me senté junto a ella.
—Oh, no. Eso jamás tuvo forma ni futuro.
—Seguramente no por padecer de pánico escénico —dijo; dándome a entender que había disfrutado de mi interpretación.
—Con unos tragos encima cualquiera puede ser Lola Beltrán.
Reímos. Y yo recordé cuando nos había cachado bebiendo cerveza detrás de las canchas de basquetbol; nos suspendió tres semanas por eso.
—Entonces, ¿a qué te dedicas?
—A lo único que sé hacer: atormentar a las profesoras de química de todo el mundo.
—Ni me recuerdes tus interminables rencillas con Julia. ¡Ustedes dos me sacaban de quicio!
—Era ella quien me provocaba. Su nombre era de amante veronesa, pero su carácter de perra rabiosa.
Rió. Nunca la había visto de tan buen humor.
—¿Qué está tomando? —pregunté.
Los tragos comenzaron a hacerme efecto otra vez. Pero me sentía lleno de confianza, mareado, aturdido, extasiado, y la tenía medio parada.
Impartí un cortejo magistral, eso creo.
Estuvimos hablando por lo que me pareció tres minutos o una hora.
No recuerdo que palabras salieron de mi boca, o en qué tono; no recuerdo cuál fue mi lenguaje corporal, pero cuando Mariela se pegó a mi oreja y me susurró: ¨Ve al baño de hombres y espérame en un cubículo¨ noté que mi mano derecha estaba acariciando uno de sus cálidos muslos.
Sin que mi cerebro me lo ordenara me paré y fui al baño. A medio camino recordé que no había llegado allí solo y busqué con la mirada la mesa dónde estaban mis amigos. Los tres me miraban estupefactos, con la boca abierta, llenos de orgullo.
Maybe I should go to hell, but I'm doin' well,
Teacher needs to see me after school
—Cálmate, cálmate —me repetía mientras esperaba sentado en el excusado.
Los lavabos se abrían, el agua corría por las cañerías, y los pasos se desvanecían.
—Enorgullece a tu yo de quince años, se lo debes.
Una sombra se filtró por debajo de la rendija de la puerta y se quedó inmóvil por unos segundos. Después intentaron abrirla, pero le había puesto el pasador.
—Ocupado —dije.
—Jovencito, usted está en muchos problemas. —Era Mariela.
Quité el pasador y entró con un movimiento felino. Volvió a cerrar la puerta.
Estábamos de pié, respirándonos mutuamente el aliento. Me dió un ligero empujón y caí con el trasero en el excusado.
—¿Crees que no me daba cuenta, mocoso pervertido? —dijo utilizando su célebre tono severo. De repente volvió a ser la temible orientadora.
—¿Cómo?
—¡A todas horas! ¡En la entrada, en el receso, durante los honores a la bandera! ¡Hasta en mi propia clase!
—¿De qué habla?
—¡No te hagas! ¡Hablo de cómo me desnudabas con la mirada!
No me voy a declarar inocente de esa acusación, pero seguramente tampoco lo haría ninguno de sus otros ex-alumnos.
—Ahora que tengo la oportunidad —dijo mientras me desabrochaba el pantalón— voy a aplicarte un castigo ejemplar.
Removió mi bóxer deshilachado y mi erección se elevó hasta su nariz.
Lo que siguió fue rosado, húmedo, acolchonado, y con un ritmo perfecto.
—Eres repugnante —me dijo y luego continuó trabajando con su boca.
Antes de que me hiciera explotar se levantó, se arremangó la falda hasta el vientre, se bajó las pantaletas hasta las rodillas y, sin ninguna delicadeza, dejo caer todo su peso sobre mí.
Deduje que tenía práctica en aquello, porque había dado justo en el blanco.
Me estaba aplastando con la titánica fuerza de sus sentones.
Intenté tocar sus senos, pero en cuanto sintió mis manos las retiro con violencia.
—¡No me toques, niño asqueroso!
Y procedieron los sentones.
«¿Estaré siendo violado?», me pregunté.
Siguió dándole, y dándole, y dándole; hasta que, literalmente, partimos el excusado en dos.
Caímos de trancazo al suelo.
—¡Mira lo que hiciste, pequeño pervertido! ¡Esto te va a costar una buena suspensión!—me recriminó.
El cúmulo de diversas sensaciones me había despabilado el alcohol, y ni aun así sabía qué hacer.
—¡Vete a tu salón! —me gritó mientras se bajaba la falda del vestido.
No sabía si estaba jugando, o si estaba loca.
Me lo debatía en la cabeza cuando el inconfundible ruido de un vidrio haciéndose pedazos sonó en el bar.
—Esos delincuentes del grupo dos están haciendo destrozos otra vez —dijo Mariela—. ¿Todavía no te vas? ¡Largo!
Me pareció que lo más sensato era hacerle caso. Así que me subí los pantalones, abrí la puerta y salí del cubículo.
El rumor de una discusión llegaba al baño procedente del bar.
—¡Y quiero a tus papás en mi oficina mañana a primera hora! —gritó Mariela antes de que saliera del baño.
—¿Qué chingados está pasando?
Oh, don't give us none of your aggravation
We had it with your discipline
Oh, Saturday night's alright for fighting
Get a little action in
Bernie estaba en el centro de la pelea.
«Bueno, algunas cosas nunca cambian».
Un gigantón, regordete por donde se le mirase, sujetaba a Bernie por el cuello de su camisa. Todos miraban impasibles, temerosos de desbalancear el conflicto. Hasta Eric y Eddie se limitaban a observar; eso sí, con un pie al frente, listos para saltar al ataque en cualquier segundo.
—¡¿A quién crees que estás estafando?! —le escupía en la cara—. ¡¿Qué no sabes quién soy?!
—¡Eres una ballena hija de puta que no pude colocarse porque el efecto de la hierba no puede penetrar tantas hectáreas de grasa!
La ballena hija de puta sacudió a Bernie como si estuviese lleno de algodón y lo arrojó contra una mesa.
Eric y Eddie se le treparon a la ballena pero esté también venía con refuerzos. Otros dos gordos, aunque no tanto como la ballena, se subieron al ring y libraron a su amigo de los míos como si fueran imanes de refrigerador.
Mis piernas seguían adormecidas por los sentones de Mariela, pero no podía quedarme ahí con los brazos cruzados. Me abrí camino al centro de la pelea y solté la mejor patada voladora que pude.
Carajo, me sentí como el maldito Bruce Lee volando por los aires.
Aunque, naturalmente, el resultado de mi acto valiente terminó siendo adverso, porque mi patada rebotó en la gelatinosa barriga y salí disparado, cayendo de espaldas contra el suelo.
Ya sé que suena como de caricatura, pero así fue.
La ballena me levantó con suma facilidad y recargó su puño.
El golpe era inminente, estaba listo para recibirlo. Los chicos intentaron sujetar a la ballena, pero era inútil.
Una tonelada de carne impactó en mi rostro. Todo mi cuerpo se retorció hacía la derecha; no caí al piso solo porque el bastardo me seguía sujetando de la camisa.
La sangre comenzó a emanar de ambas fosas nasales.
Sonreí. De alguna manera, ese golpe había activado algo en mí. No sentí dolor, no sentí enojo; no. Lo que sentí fue una descarga de adrenalina que agudizó todos mis sentidos.
La ballena me soltó pero pude mantenerme vertical.
Creyó que todo había acabado, que nosotros estábamos acabados. Pero en cuanto se volteó, agarré una silla con ambas manos y la alcé con tanta facilidad que hasta me sorprendí.
—Oye —le dije.
Volvió a darme la cara.
—Con esto la pelea está más pareja, ¿no crees?
Y sin esperar alguna respuesta o reacción, le aticé en la cabeza.
Una llovizna de astillas flotó en el aire. El verdadero desmadre empezó ahí.
Los chicos se agruparon a mi lado para preparar la ofensiva.
Uno de los gordos socorrió a la ballena, que yacía en el piso, y el otro se nos echó encima.
Todo el bar, por algún motivo que se me escapó, se convirtió en una zona de guerra.
Y derepente, todo se pudrio
Las botellas vacías se estrellaban en todas partes; las mesas se volcaban para formar trincheras; todos gritaban y peleaban.
Varios golpes de procedencia desconocida aterrizaron en mi cuerpo, y yo repartí algunos de igual manera.
—¡Hijos de puta! ¡Apuñalaría a cada uno de ustedes! —grité entre carcajadas.
Miré de soslayo a mis amigos; se divertían en medio de la contienda violenta y sin aparente sentido. Y para ser honestos, yo también me estaba divirtiendo. Todos lo hacíamos, pude notarlo en las ensangrentadas caras llenas de regocijo. En aquella batalla no había malicia.
Una buena pelea puede hacerte sentir vivo.
Saturday, Saturday, Saturday
Saturday, Saturday, Saturday
Saturday, Saturday,
Saturday night's alright, ooh
Vielen Dank für das Lesen!
Wir können Inkspired kostenlos behalten, indem wir unseren Besuchern Werbung anzeigen. Bitte unterstützen Sie uns, indem Sie den AdBlocker auf die Whitelist setzen oder deaktivieren.
Laden Sie danach die Website neu, um Inkspired weiterhin normal zu verwenden.