Recogí la carta del buzón y, sin abrirla siquiera, me dirigí con paso tambaleante hacia mi habitación. Cerré la puerta sin prisa alguna, abrí el sobre, extraje el escrito y leí su contenido. Acto seguido, y como si ya conociera de antemano el asunto que me confería aquella carta, me sentí inquieto, inseguro y disgustado, pero incapaz de tomar decisión alguna. No tuve valor para ello. Simplemente me dejé caer sobre la cama y clavé la mirada en el techo. No sé el tiempo que transcurrió hasta que de nuevo me vino a la mente el horrible mensaje mecanografiado sobre el papel que aún aferraba, con fuerza inaudita, en el interior de mi mano.
Comencé a rememorar sucesos agradables y también desagradables, que se agolpaban en mi cerebro con insensata y cruel rapidez. A pesar de la presteza con que se me presentaban las imágenes, procuré, aunque me costó conseguirlo, ralentizarlas a modo de diapositivas para intentar, si es que mi cuerpo aún me lo permitía, recrearme un poco más en ellas. Pero llegó un momento en el que me resultaba una difícil tarea retenerlas debido al estado febril en el que me encontraba, y desistí de ello. Entonces me dediqué, con más tranquilidad, a pensar en otras cosas… ¿menos dolorosas? Sí, quizá fuera la mejor opción. Quise recordar a la mujer que amé y aún amo, con la cual conviví durante varios años y que me dejó en la estacada por otro mozo más rentable que yo. ¿Rentable? Quizá solo lo fuera en lo referente a su juventud. A pesar de ello nunca se lo reproché. Imagino que estaría en su derecho. Yo conseguí reencarnarme en otro ser muy distinto del que fui hasta entonces, y ahora, mi vida, es una irreemplazable simpleza. El destino, cuando se comporta de esa manera, es hasta gracioso, pero siempre dependiendo de la apreciación de cada uno. Según mi criterio, resultaba puramente cruel.
Me pareció verla hace unos días. Me refiero a mi ex. Caminaba sola por la acera contraria. Giraba un bolso sobre su mano, al igual que se hace con una honda con la cual se dispusiera a arrojar una piedra, pero con la única diferencia de que, ella, lo exhibía de una manera muy peculiar y ambigua. Aquel hecho resultaba convincente ante los ojos de cualquiera. No fui a su encuentro, pero me apiadé de ella igualmente. La vida no le había hecho muchos más favores que a mí. De pronto y, por unos instantes, vi que desviaba su mirada hacia el lugar donde yo me encontraba. Sí, ciertamente era ella. Seguía siendo tan bella como lo fue mientras permaneció a mi lado. Luego creí, por unos esperanzadores segundos, que me observaba a mí, pero no, no se hallaba mi persona en su punto de mira. Me dio la ligera impresión de que buscara o esperara a alguien. Más tarde, volvió su vista al frente y continuó con su rimbombante contoneo.
La seguí con la mirada hasta que desapareció tras una esquina. Yo continué con mi procesional paso sin intención alguna de seguirla, pero el juguetón destino la volvió a colocar de nuevo ante mis ojos. Esta vez no estaba sola. Un señor, bastante maduro, bien parecido y canoso, entablaba una sonriente conversación con ella. El giro del bolso había cesado. No sé por qué lo hice, pero allí me quedé parado, en mitad de la acera, esperando nada o esperando que aconteciera algo, aunque no sabía ciertamente el qué. Ambos siguieron hablando hasta que sucedió lo inesperado, al menos para mí. El hombre rodeó con su brazo la cintura de mi ex, lo cual me estremeció y laceró, no cabe duda, mi interior. Más tarde se alejaron calle arriba hacia algún lugar desconocido. Al parecer, habían quedado de acuerdo en algo congruente, lo cual no era plato de buen gusto para retenerlo en mi mente. Hice caso omiso de aquel encuentro y me alejé del lugar, en esta ocasión, con demasiada y enojada premura.
Sí, es cierto. ¿Por qué lo iba a negar? Aquello me dolió. La escena que protagonizó mi ex con aquel desconocido se me grabó en lo más hondo de mi cerebro, y hoy sigo dándole vueltas. Pero más sufro al pensar en lo dramático de su oficio. ¿Cuántos hombres habrían pasado por su cama en todo este tiempo? Dos años habían transcurrido desde que me dejó, y yo seguía aturdido por su pérdida.
Me dirigí a casa a reprimir mi cansancio sobre la cama. Los recuerdos y las imágenes continuaban su ritmo apagado y perezoso, como si jamás tuvieran intención de alejarse. Decidí incorporarme, asearme y salir a dar una vuelta para airearme un poco. El infortunado mensaje, después de leerlo nuevamente para cerciorarme de su macabro contenido, lo guardé junto a unas ruidosas monedas que parecían jugar entre ellas en el fondo de mi bolsillo.
La tarde era fresca, pero adecuada para pasear. El mismo recorrido que efectuaba en aquel momento, lo había hecho cientos de veces en compañía de mi ex. ¡Maldita sea! Nunca me hago a esa repelente palabra. Es odiosa como la vida misma.
Mi quiosco favorito aún permanecía abierto. Compré una revista y, mientras reptaba por una estrecha acera, pues mi caminar era un desastre a la par que estridente, ya que iba arrastrando los pies, abrí el folleto por una página cualquiera. Ante mis ojos apareció un artículo que trataba sobre las enfermedades del corazón. ¡Bah! No me preocupaba en absoluto. Ese trasto nunca me falló, y además me hallaba en la flor de la vida con mis cincuenta años recién cumplidos. Continué revisando el almanaque cuando, de pronto… ¡zas! ¡Vaya encontronazo! Por supuesto que toda la culpa fue mía por no prestar atención por donde iba.
—¡Perdone, señora! —Sólo alcancé a decir, mientras ayudaba a levantarse a la buena mujer que yacía en el suelo—. Lo siento, no me di… ¿Eh…?
Me quedé paralizado al verla. Ella también se llevó un buen susto al reconocerme. La última persona, en la que, supuestamente pensé que me encontraría en mi aburrido mundo, era mi ex. De nuevo la dichosa palabra. Prometo no volver a pronunciarla jamás.
Lo primero que se le ocurrió a mi… bueno, en realidad no sé cómo llamarla, aunque su nombre tampoco viene a cuento. En fin, lo que sí es cierto es que aún sigue siendo mi mujer, qué caramba. Como iba diciendo, en cuanto se vio frente a mí, me soltó tal bofetón que, además de invitarme a ver las estrellas, me hizo, literalmente, besar el suelo, pues mi nariz también sangró al despachurrarse contra la acera. Siempre se ha dicho que no hay mal que por bien no venga, y en este caso me benefició tal refrán, pues sentí cómo alguien tiraba de mi brazo con intención de ayudarme a abandonar el duro pavimento. Era la mano de mi mujer que sujetaba mi dolorido cuerpo con el fin de auxiliarme, aun después de haberme golpeado.
—¡Eres un idiota! —Me dijo, airada—. ¿Por qué no miras por dónde vas?
Yo esperaba un efusivo abrazo, un cariñoso saludo o algo parecido, pero no la coz de un caballo y una sarta de insultos. De todos modos, mi mujer siempre fue de la misma forma en que se mostró ese día. Toda “cariñosa y retozona”. No podía ser otra. Pero aquella tarde, no me la esperaba tan irascible.
—¿Te he hecho daño? —Me preguntó después, mientras colocaba sus delicadas y menudas manos sobre mi dañado rostro—. Me hiciste enfadar, aunque siento haberte pegado.
Aquellas palabras fueron el linimento esperado para mi dolorido carrillo.
—No te preocupes, ya no me duele —contesté, intentando sonreír, y no porque me faltaran ganas de hacerlo, sino porque el corazón me oprimía como nunca lo había hecho hasta ahora. Tal era el afecto y cariño que aún sentía por aquella mujer. Retiró sus manos de mi cara y me quedé extasiado mirándola. Todavía ignoro si ella lo hizo también.
—¡Eh, que te estoy hablando! —Me decía, al tiempo que me zarandeaba del brazo—. ¡Despierta de una vez!
—¿Eh…? Lo siento, no me di cuenta —contesté, aunque a mí me pareció que seguía encontrándome en una nube—. ¿Me decías algo? —Acerté a cuestionar.
—Te preguntaba que por qué razón ibas tan distraído.
—Es que iba leyendo… —contesté sin ningún convencimiento.
—¿Te dedicas ahora a leer mientras caminas? Tú nunca hiciste tal cosa.
—Hoy me sentía ilustrado y…
—Déjate de bobadas y dime qué es lo que te ocurre si es que realmente tienes algo que contar.
—Pero, ¿por qué me ha de ocurrir…?
—Te conozco, y por ello puedo asegurar que a ti te preocupa algo.
Estaba siendo sincera, lo sé, y eso me emocionó.
—Si no me lo cuentas ahora mismo, me voy —continuó diciendo—. Te aseguro que tengo muchas cosas que hacer.
Yo sabía perfectamente que de las dos amenazas de las que se pavoneaba, ninguna era cierta. Ni se marcharía sin enterarse de cuál era mi problema, ni tenía nada pendiente que solucionar, pero aquella era su mejor arma para aniquilarme y dejarme sólo en mitad de la calle.
—¡No, espera! —Simulé que me tenía asustado con sus bravatas—. Te lo diré, pero… ¡No te vayas, por favor! —Le supliqué—. ¿Tienes tiempo para tomar un café? —Pregunté, inquisitivo.
—Sí, por supuesto —contestó sin dudar, aunque se me quedó mirando con cara de extrañeza.
No le di demasiada importancia a su gesto. Esa tarde, mi mujer estaba conociendo nuevas facetas de mi vida que, en realidad, tampoco andaba yo muy relacionado con ellas, pues sí era cierto que nunca se me ocurrió leer por la calle mientras caminaba ni, por supuesto, tampoco se me hubiera pasado por la cabeza invitarle a un café, ya entrada la tarde.
Le ofrecí una silla para que se sentara y me dio las gracias. Yo asentí con la cabeza, pero no dije nada. Ella pidió un café, y yo, a pesar del fresco que reinaba en la calle, pedí una cerveza.
—¿Me vas a contar, entonces, ¿qué es lo que te ocurre? —Me apremió.
—Preferiría que antes me hablaras un poco de ti, si no te importa.
—¿De mí…? —Preguntó a su vez, frunciendo el entrecejo—. Estuvimos casados o, ¿no lo recuerdas? Me conoces de sobra, y yo a ti también.
—Te conozco, sí, pero me encantaría saber qué has estado haciendo durante estos dos años que no nos hemos visto —insistí para conocer hasta qué punto podía llegar su sinceridad, a pesar de que yo sabía que nunca me mentiría.
Ante mi perseverancia, volvió a enarcar las cejas, aunque esta vez lo hizo con desconfianza, sospechando quizá que yo supiera a qué dedicaba su actual vida. Por desgracia, yo lo sabía, pero ella no intuía ese conocimiento mío. Eso me ayudó bastante para conducir la conversación adonde a mí me interesaba. Más tarde, si llegaba el caso, ya le contaría la causa de mis males.
—Pues… —Comenzó diciendo.
No me miraba. Ni siquiera fijó su vista al frente. Su taza de café parecía ser la única superviviente en el fatídico mundo que se presentaba, en aquellos momentos, ante sus ojos. Sentí verdadera angustia al verla en tal situación, y ella no se merecía aquello.
—¡Espera! —La atajé, poniendo una mano sobre su brazo. Al momento alzó su rostro y… Pude observar algo que me erizó el vello de todo el cuerpo. En sus ojos se apreciaban unas diminutas lágrimas que, de haberlos cerrado, habrían descendido vertiginosamente sobre su café, que aún humeaba.
—Vaya, me da la ligera impresión de que los dos andamos con problemas.
—¿Problemas… dices? —Inquirió ella.
—En fin, vamos a dejarlo —argumenté, con el fin de calmarla—. Yo solo quería hablarte de algo que nos concierne a los dos.
—Tú dirás —alegó con cierta cautela.
—Hoy he recibido una carta —comenté mientras extraía de mi bolsillo el arrugado papel y se lo mostraba—. Te dejaré que la leas, pero antes de ello, me gustaría pedirte un favor. No quiero condiciones, por supuesto, ni por tu parte ni por la mía. Sólo quiero hacerte una simple pregunta antes de que procedas a su lectura.
Mi mujer se encogió de hombros como dándome a entender que me escucharía, que ya era algo, lo cual no incluía que me fuese a hacer tal favor.
—¿Estarías dispuesta a convivir conmigo durante un período de seis meses?
Mi extrañada esposa no supo qué contestar. Se había quedado tan embobada a raíz de mi súplica, que no hacía otra cosa que mirarme de hito en hito. Por fin, después de haber tragado saliva una y otra vez, se decidió a contestar, pero lo hizo con un nuevo interrogante.
—Esa petición, ¿no tendrá trampa, por casualidad? —sonrió, sarcástica.
—Pues sí y no —sonreí a mi vez.
—¿Me quieres aclarar la adivinanza, por favor?
Daba la impresión de que anduviéramos jugando de pillo a pillo. Yo sabía qué era lo que me apetecía, pero en realidad, me daba una vergüenza terrible. Me había quedado estancado en la conversación y no conseguía salir del atolladero. Mi mujer seguía esperando una respuesta, pero mi garganta no respondía a mi llamada.
—¿Nos vamos a quedar aquí hasta mañana? –Se apresuró con la voz y con los ojos, al tiempo que inclinaba su cuerpo hacia adelante para impresionarme.
—Toma, lee —le dije, extendiéndole el papel ya bastante manipulado de mantenerlo tanto tiempo en el bolsillo.
Al principio lo miró con despreocupación, pero al cabo de unos instantes, su lectura cobró rapidez e impaciencia. Sus ojos, ya desorbitados, devoraban las últimas líneas de aquel escrito. Luego, como si hubiera visto la cara al mismo diablo, fijó en mí una mirada aterradora en principio, que poco a poco se fue disolviendo en su rostro, y a continuación una calma inaudita se apoderó de ella. Entonces me observó como una madre mira a su pequeño hijo cuando este le sonríe. Yo no sonreía, pero tampoco permanecía abstraído. Estaba muy pendiente de los cambios intermitentes que se manifestaban en el semblante de mi mujer. Daría lo que fuera por saber qué era lo que transportaba su mente en aquel momento. De todas formas, lo supe enseguida, pues su demostración no se hizo esperar.
Se le notaba un poco tensa, nerviosa quizá, pues comenzó a girar su cabeza de un lado a otro, lentamente, como dando la impresión de buscar a alguien. No demostré intención alguna por saber qué era lo que le ocurría, pero de pronto tomó mis manos entre las suyas y me miró enternecida. Juro que me emocionó.
—Acepto —dijo, sin más.
Yo, ante aquella simple palabra que salió de su boca como una especie de soplido, enarqué las cejas en señal de mi desconocimiento sobre lo que me quería realmente expresar.
—Me quedaré contigo todo el tiempo que tú desees —intentó explicarse para hacerse entender con más claridad.
—Gracias —balbuceé, al tiempo que me quedaba absorto, observándola.
Nos quedamos mirándonos durante unos instantes sin decirnos nada. Su mirada denotaba ternura, incluso me atrevería a conjeturar que se apiadaba de mí.
—¿Me dirías lo que piensas? —Pregunté sin dilación.
—Me encantaría abrazarte ahora mismo.
—Y, ¿por qué no lo haces?
—Porque prefiero hacerlo cuando nos encontremos solos.
—Gracias por tu sinceridad —le respondí, complaciente.
Ella no dijo nada más, y yo aproveché la coyuntura para hacerle una nueva pregunta, cuya respuesta me preocupaba severamente.
—¿Sientes lástima por mí, ahora que sabes…? —Lentamente colocó su dedo pulgar sobre mis labios con la sana intención de no dejarme terminar la frase cuyo final ya suponía.
—No, en absoluto, y te diré algo más. Si durante este último año me hubieras buscado y pedido que volviera contigo, me habría echado a tus brazos sin dudarlo ni un momento. Por ti, solo siento amor.
—Y, ¿por qué no has vuelto antes a mí? —Pregunté, intrigado.
—Mi orgullo y mi soberbia me lo impidieron.
—Pero fuiste tú quien… —De nuevo me impidió acabar la frase.
—Lo sé. Hay momentos en la vida en los que tus recónditos pensamientos te indican el más legal de los caminos, pero es el propio yo el que se encarga de resolver tu problema de una manera más drástica. Eso es justamente lo que me ha ocurrido a mí. Pensé volver junto ti, pero mi interior no me lo permitió. Lo siento.
Me quedé observando mi botella de cerveza cuando, de pronto, sentí una presión anormal sobre mis dedos. Desvié la mirada hacia mi mujer, y entonces fui yo quien retuvo sus manos entre las mías.
—¿Esas lágrimas son… por causa mía? —Quise saber, mientras un nudo me atenazó la garganta al formular aquella extraña pregunta.
—¿Me creerías si te dijera que así es?
Mi voz estaba atorada, y solo pude manifestar mi respuesta con un gesto afirmativo de mi cabeza, mientras volvía a depositar mi vista sobre la mesa.
Transcurrieron unos minutos durante los cuales, el apuro causado por la emoción, me impedía mirarla de frente. Ella soltó una de sus manos de entre las mías, y la llevó a mi barbilla, obligándome, sin mucho esfuerzo por su parte, a mirarla.
—¿Ocurre algo? —Me preguntó, enarcando las cejas.
—No, no ocurre nada. Solo que… —No pude seguir. Una insistente lágrima se deslizó por mi mejilla para caer sobre su muñeca.
—No te preocupes, amor mío —como siempre había hecho en su vida pasada, intentaba consolarme—. Yo estaré contigo mientras esto dure. Te lo prometo.
La noche se cernía lentamente sin darnos cuenta. El calor de los buenos sentimientos nos impidió percatarnos de la hora. Decidimos dirigirnos a casa a disfrutar de nuestro inevitable encuentro.
Transcurrieron tres meses. Lo más importante, de momento, era saber cómo estaba aconteciendo mi vida a partir de entonces, acarreando sobre mis espaldas el diagnóstico de cáncer que me habían pronosticado, con el cual podría sobrevivir, según el doctor, seis meses o quizá menos.
La vida no daba para más.
Vielen Dank für das Lesen!
Wir können Inkspired kostenlos behalten, indem wir unseren Besuchern Werbung anzeigen. Bitte unterstützen Sie uns, indem Sie den AdBlocker auf die Whitelist setzen oder deaktivieren.
Laden Sie danach die Website neu, um Inkspired weiterhin normal zu verwenden.