Todo acaeció por los años sesenta, en una templada noche de estío, cuando se engendró el rorro aquel. Ahora convertido en un adulto ignaro, ingenuo, tontorrón; casi bobalicón.
—Ja, ja, ja, mira como escribe Al. Supone que así va a sonar un poco más inteligente.
—No tiene idea que pronto empezará a repetir las mismas palabras una y otra vez. —dijo riendo a carcajadas Zheimer—. Espera, espera un poco, aquí va —dijo inflando sus carrillos como aguantando una segunda carcajada.
Ya era el ocaso de ese día, debía haber ido a mercar el sustento, pero se sentía obnubilado, cansado, aburrido, atónito de su átona vida. Impertérrito avizoró como se soslayaba cada día un poco más su paupérrima, miserable y bascosa existencia.
—¿Qué mierda está escribiendo este tarado?
—Ni la mas exigua idea Al.
—Creo que está borracho, o casi al menos.
Rememoraba el melifluo de su voz, la ataraxia de su carácter, la bonhomia de ella. Permanecía arrebatado en la limerencia de sus afectos, en el arrebol de las mejillas de su, tal vez, efímero amor, no obstante para ellos, sempiterno y perenne.
Juntos tuvieron la asaz resilencia para apechar con todo, aunque tal vez ya no fuera la aurora de la epifanía del porvenir anhelado, sino más bien un desenlace extemporáneo para una época inmarcesible y acendrada que fue su nubilidad, cuando la avizoraba al ópalo noble de las ventanas de su alma, no obstante quedaba mamihlapinatapai al otearla.
—¡No aguantó más! —dijo Zeihmer.
—Eh, tú, el que escribe esto, ¿sabes que cagada dices?
Barruntaba que se había vuelto orate, cuando advirtió el plañido de esa voz. ¿Venía de la diégesis, era eso plausible? ¿O era por ser un nefelibata que no podía poner los pies en la gleba?
—Terminen con su coprolalia —contestó a las voces.
—¿Sabías que ese es un síntoma? ¿El escuchar voces? Te has vuelto loco viejo —dijo Al, riendo.
Ernesto asió las holandesas del escrito. Asomó al pórtico. Era el alba, olisqueó el petricor después del reciente sirimiri.
—Percibiré lobreguez, pero requiero vislumbrar la incandescencia de estos escritos cuando los escalde—manifestó para si.
Así, al fin, concluiría su entendimiento de vagamundear, cómo sonámbulo en axiomas perdidos, y podría alcanzar la concordia y dejar la melancolía.
Roció con carburante rebosando los opúsculos con el, hasta que vio la iridiscencia del humor. Lo abrasó luego con la luminiscente lumbre de un chisquero a gas. La fumarada etérea, le daba un encarnamiento inconmensurable a la aurora, eximiendo su espíritu de lo superfluo. ¿O tal vez era la secuela del pimple de su cóctel? El mondo de ese periquete fue el corolario de su desamparo.
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