Hacía mucho frío esa madrugada, como nunca antes en la ciudad, Argus podía ver el color grisáceo de su respiración y la niebla era bastante que casi podía palparla, tenía completamente borroso el campo visual. Se sentía cansado, más de lo habitual, había cabalgado toda la noche sin mucho descanso, su caballo relinchó al parecer de miedo o quizás de frío, pero siguió galopando no muy rápido, él iba meditando en varios asuntos y en la alegría que le causaba lo que encontraría cuando llegase a la ciudad vecina a su pequeño pueblo.
Nadie lo sabía. Ni sus caballeros más confiables, nadie se había percatado de que el rey había dejado su pueblo por una noche.
Sabía que faltaba poco, en Ugarit se llegaba en algunas horas sin descansar, y Argus para mantener sus fuerzas, dejó al caballo a un lado y caminó hacia una pequeña laguna que tenía cerca; dejando caer el yelmo que sostenía en su mano cerca de la laguna. Lo mismo hizo con su espada, la tenía al otro costado, se puso de rodillas mirando el agua y sumergiendo sus manos en ella, sintió mucho más frío, sus labios temblaron por unos segundos. Juntó sus manos en el agua helada, como para mojar su rostro y estar todavía despierto, acercó sus manos a sus mejillas y de un susto giró la cabeza dejando caer las grandes gotas de agua a la laguna nuevamente. Había oído algo.
Miró a ambos lados y no había nada, se levantó y giró para asegurarse de que no había nadie allí, era solo una falsa alarma, quizás un animalillo que andaba por ahí. Estaba muy cerca de su destino, dejó al caballo justo donde estaba y caminó en dirección a la entrada de Ugarit, muy sigilosamente se acercó a la primera casa que había al llegar, la ciudad no era muy grande, pero era bastante rica y poseía un excelente ejército con solados bien formados, con muchos otros atributos igual que los otros asentamientos de Kaná, una tierra llena de poder.
Golpeó la puerta de madera, por poco y no caía de un pequeño golpeteo, el rey esperó solo unos segundos a fuera con la respiración entre cortada, enseguida una mujer de ya varios años abrió la puerta y lo invitó a pasar reconociéndolo, los ojos de Argus eran brillantes y profundos hasta en la noche más oscura. Aquella mujer había pasado largos minutos llorando, sus ojos se veían cansados y su aspecto era totalmente dejado, con el rostro muy pálido y las manos temblorosas.
— Apareció justo a tiempo señor, ha sucedido lo peor— Otra lágrima llena de dolor salió de sus ojos. Tomó asiento en un pequeño tronco de madera y se envolvió con una tela que tenía en sus brazos.
— ¿Le ha pasado algo al niño? ¿Dónde está? ¿Es niño verdad? — miraba de reojo el pequeño espacio buscando a la criatura con la mirada.
— No mi señor, el niño duerme ahora mismo — la mujer tragó saliva, no conseguía articular bien sus palabras — su madre murió ayer, al dar a luz mi señor — se echó a llorar desconsoladamente.
— Como lo siento, como quisiera darle las gracias en estos momentos — una lágrima se escapó de sus ojos, le debía todo a aquella mujer, extranjera, hetea, sin nombre y sin familia.
— El niño necesita ser amamantado, y como ve, yo estoy vieja y seca, es mejor que se vuelva ahora mismo con el niño a su reino y haga que una de sus siervas jóvenes de leche al niño, a su hijo mi rey.
Argus asintió mientras seguía lamentando la muerte de la madre de la criatura, que a partir de esa noche ya era su heredero.
— Envuelve al niño en pañales y telas, a fuera esta helado y lo llevaré en mi caballo — le ordenó y ella obedeció de inmediato.
La mujer se dirigió hasta el otro pequeño cuarto donde se encontraba la criatura durmiendo, con mucho dolor y miedo, lo envolvió con telas calientes y lo colocó en una canasta.
— Espero que tu padre tenga misericordia de ti, y después también de mi — susurró dándole un beso en la frente. Ella solo deseaba que su secreto dure hasta que el rey llegue al palacio, se dirigió otra vez hasta la presencia del rey con la canasta y se lo entregó de inmediato.
— Llévate pronto a tu hijo, antes de que se haga de día y te vean los soldados, váyase mi señor, váyase — imploró la mujer con un tono casi desesperado — Y no regrese nunca más a verme, olvide que existí alguna vez, olvide que un amorreo y una hetea son los padres de este niño, hágalo suyo y tenga misericordia — fueron las últimas palabras de aquella mujer y el rey no contestó, solo asintió y se fue deprisa como un ave veloz.
Con su capa había envuelto también al bebé, ni lo había mirado mucho, se dirigió montando el caballo hacia el palacio, antes de que salga el sol y alguien note que el no está en sus aposentos. Pasó un tiempo y ya casi llegaba a su reino, oyó que la criatura despertó y empezó a llorar.
Siguió cabalgando, pero más deprisa, había llegado rápido, bajó del caballo y con la canasta en sus manos fue hasta una pequeña puerta al costado del castillo, entró por un pequeño pasillo totalmente oscuro y caminó con cuidado. Una doncella se encontraba al final del pasillo con una antorcha encendida esperándolo.
— Señor — susurró la doncella al verlo y sonrió fijando su mirada en la canasta.
— Llévate al bebé y amamántalo, ponle ropa y luego dirígete a mis aposentos — habló deprisa Argus —iré rápido a cambiarme, antes de que todos despierten.
— Si señor lo haré — asintió y se llevó al niño.
Argus subió a sus aposentos y se cambió, lavó su rostro y se puso una nueva capa para ir a la sala del trono. Haciendo así, esperó que pasarán y se aseguró de que nadie lo viera llegar, todo había marchado bien. La doncella que se había llevado al bebé apareció en las puertas y se acercó a él con una reverencia.
— Mi señor, la niña que me dio está muy bien, ya la he amamantado como me pidió — sonrió mirando a Argus.
— ¿Niña?, ¡es un niño mujer! — exclamó extrañado.
— No señor, es una niña.
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