lloretsirerol Carlos Lloret y Sirerol

No pudiendo conciliar el sueño y víctima de un rapto de frenesí que bordeaba la locura, el protagonista siente la irremediable necesidad de abandonar la seguridad del hogar y de hender la obscuridad de la noche. En mitad de su desnortado periplo nocturno, y sin pretender verse inmerso en semejante situación, acabará iniciando una búsqueda desesperada que le llevará a pasearse sin rumbo ni destino por las callejuelas de su desértica ciudad… Lloret & Sirerol (2019)


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La última estrella de la noche

Aunque coloque entrambas manos sobre mis sienes y las apriete con inusitada fuerza para tratar de desencadenar con presteza aquello que tanto se me resiste, soy incapaz de recordar con claridad la última vez que dormí con tranquilidad, ya que, de usual, o bien imágenes turbulentas y desangeladas me turban y confunden, o bien, aunque me esfuerce en ello, no consigo sino conciliar un sueño evanescente que tan pronto me acompaña como me abandona. No obstante, pese a que sea la infortunada víctima de esta vaciedad en mi mente por mor del sinnúmero de noches concatenadas que he pasado sin dormir a solaz, sí soy capaz de recordar que los orígenes más íntimos de estas malandanzas se remontan hasta mis tiempos en la universidad, época vital que recuerdo con una felicidad barnizada de con algunos sinsabores. En aquel tiempo, sin que sea nuevamente capaz de especificar las causas últimas de mis sufrimientos, ciertas dudas que, a falta de una palabra mejor, me veo obligado a tildar de «existenciales», empezaron a estragar paulatinamente los laberínticos derroteros de una mente aun susceptible de semejantes banalidades, y, al poco, sin que pudiera hacer nada por evitarlo – aunque, para franquearme enteramente, he de admitir que poco o nada hice por desembarazarme de ello –, dichas preguntas fueron ocupando el lugar que otrora estaba reservado para el sueño. En un principio, persuadido vanamente de que la mejor actuación pasaba por una resignación estoica ante mis torvos sentimientos, cerraba los ojos y, tras haber realizado algún que otro ejercicio de respiración, dejaba que mis pensamientos fluyeran libres de objeciones por los espinosos ambages de una filosofía carente de sentido, si bien, por más que me consagré a esta banal práctica, jamás logré hilvanar respuesta satisfactoria alguna. Después, al punto la falta de sueño derivada de las largas veladas en que las hueras ensoñaciones ocupaban la totalidad de mis divagaciones empezó a hacer mella en mi rendimiento académico – que ya de suyo distaba de ser excelente a pesar de que me permitía desenvolverme en el ambiente universitario con cierta despreocupación –, lejos de convencerme de que la única solución era motejar aquellas dudas de hueras e irresolubles, las mismas invadieron mis horas diurnas, y acabé convirtiéndome en una suerte de filosofastro desventurado que, en vez de disfrutar y de exprimir la libertad que solo nos es otorgada durante nuestra efímera juventud, andaba vagaroso entre unos compañeros de clase que, consientes de su incurable enfermedad, empezaron a rehuirle cual si fuera un apestado.

Yo, empero, siendo solo consciente en pequeña parte de que mis vanas disquisiciones sobre la existencia misma – si es que la mente conturbada de un desarrapado estudiante que se hallaba en la angosta callejuela que transita desde la adolescencia hasta la adultez puede encumbrarse hasta semejantes reflexiones – me estaban alejando irremediablemente del contacto de la realidad – por entonces, y a consecuencia de los libros en los que solía enfrascarme, estaba persuadido de que solo a través de la razón pura se podía llegar hasta la más diamantina verdad –, no traté de oponer resistencia, sino que me conformé con sestear con por las tardes tumbado en el mullido césped de los alrededores del campus, lugar que suele hallarse siempre desértico ya que mis compañeros, mucho más pragmáticos que yo, preferían enclaustrarse en la biblioteca para estudiar, y con dormitar malamente durante las frías noches. Eso sí, siendo enteramente franco, he de admitir que, pese a las perniciosas consecuencias que se siguieron de la falta de sueño, como fueron un resentimiento académico y una desbarajustada retrotracción social, que me llevó a sumirme en una crasa soledad autoimpuesta que no hizo sino redoblar mis insanos abrojos, y la consiguiente desazón con mi propia existencia, sentía cierto placer sapiencial en embeberme entre los intrincados derroteros que se me abrían ante los ojos una vez empezaba a divagar. ¿Cómo sino habría podido asumir la carga de la pérdida de los que suelen ser tildados de usual como «los mejores años de la vida»? Con la cabeza enteramente hundida en la comodidad de un cojín y con la mirada perdida en la negrura de la noche, que podía atisbar a través de la ventana de mi por entonces habitación gracias a la colocación casi estratégica de mi cama, dejaba que mis pensamientos divagaran libérrimamente por las callejuelas del saber, indiferentes a las consecuencias que pudieran materializarse el día siguiente. Digo más, al punto aquellas fútiles filosofadas comenzaron a infiltrarse sibilinamente en mi día a día, mis poemas y relatos se vieron también afectados, si bien, tal y como me es connatural, no le concedí demasiado crédito al asunto, y seguí zangoloteando por los pasillos de la universidad cual si nada pasara y dejando que el tiempo fluyera y se me escurriera cual si fuera fina arena entre unos dedos entreabiertos que son incapaces de contenerla. Tal que así, aun plena y trágicamente sabedor de que nunca llegaría a encontrar una respuesta que, por su brillante naturaleza, me condujera desde la obscuridad a la feliz sabiduría, seguí dilapidando aquel precioso tiempo en semejante menester.

Progresivamente, sin que llegara a ser sabedor de ello, al menos, eso sí, a un nivel de conciencia cabal y vívido, las dudas se fueron disipando hasta dirimirse por entero y dejar paso a otros asuntos más perentorios, como lo fue en su momento – diré a guisa de ejemplo – la ansiedad por encontrar un trabajo en el que asentarme que se siguió después de mi casi milagrosa graduación – de la que mismo empecé a dudar que sucediera algún día dada la precariedad de mi rendimiento –. De este modo, no obstante de que las vacuas reflexiones se desvanecieron no bien empecé a madurar, la incapacidad para conciliar el sueño cristalizó con harta facilidad y, a pesar de que mi mente permanecía inmersa en una extraña vacuidad cuando me iba a dormir y me hallaba arrebujado entre finas mantas, el insomnio insistió, contumaz, en no abandonarme. (He de decir – si es que me está permitido introducir en este punto una lacónica apostilla – que el insomnio es un fenómeno un tanto extraño, al menos para aquellos que hemos sido condenados, por motivos ignotos y enrevesados, a sufrirlo de continuo, y es que, pese a que el embriagador sueño amenace en apoderarse de la sostenida vigilia, justo cuando uno cierra los ojos para sumirse en el orbe de lo onírico, cual si se tratada de un luminiscente relámpago surgido de la nada, un súbito quásar de energía mental arrolla la entonces muriente consciencia y la ilumina, ocupándola con nimiedades y con las fantasías tenidas a lo largo del día, hasta llevarla nuevamente a una ingrata turbación; impidiéndose así el anhelado descanso nocturno. Y hete aquí que, más allá de lo comentado y para mayor inri, existe un fenómeno, directamente derivado de este primero, un tanto más rebuscado, y es que, una vez se ha quedado inmerso en este terreno baldío que mora entre la luz y la sombra, se desencadenan efectos paradójicos que provocan tanta más lucidez cuanto más se intenta dormir. ¡Porca miseria!) En este punto de ímproba inflexión, viendo, pues, como las consecuencias de no dormir – o de hacerlo con suma precariedad – empezaban a cobrarme una inasumible factura que yo no estaba dispuesto a sufragar, cual era un paulatino malogramiento de mi ya de per se mala memoria, decidí adoptar, aun por mi cuenta y riesgo – como suele decirse ramplonamente – una serie de medidas profilácticas que me ayudaran a paliar mi manifiesto problema. No teniendo ninguna familia de la que ocuparme y poseyendo por única afición la plácida lectura – uno de los pocos hábitos laudables que desarrollé tiempo atrás –, disponía de suficiente libertad como para consagrarme a hacer ejercicio, mas – dejando de lado que nunca he conseguido hallar disfrute en semejantes empresas – de nada sirvió a la hora de desembarazarme de mi plúmbea condena de no dormir. En añadidura, aun siendo una persona que, desde siempre, ha desdeñado aquellos remedios que pasan por el irresponsable consumo de una ingente cantidad de fármacos que no consiguen si no embriagar momentáneamente la ajada consciencia, probé algunos remedios naturales, como, por ejemplo, masticar raíz de valeriana, pero, al igual que mis anteriores intentonas, los resultados también fueron frustráneos.

Durante unos años, resignado tras haber aceptado abnegadamente la insolubilidad de mi nada envidiable situación, me resigné, siendo una persona que nunca ha sentido filia alguna por la televisión, a ocupar las horas muertas antes de que el abatimiento me venciera – permitiéndome dormir algunas horas de forma entrecortada y nada placentera – en la lectura, obteniendo de ello cierto placer rendido. Prosas emperifolladas y poemas excesivamente conceptistas para mis modestas dotes intelectuales empezaron a ocupar los alongados momentos que precedían el sueño, y al poco, para empeorar la ya de por sí convulsa situación, ese nuevo hábito de lectura se fue consolidado con alígera presteza, tal que, consumidos unos pocos meses desde su inicio, ni si quiera era capaz de dormitar unas horas si no había leído, aunque fuera, unos pocos versos. Sin embargo, con el devenir de los años – por entonces ya frisaba la treintena –, esta última medida de desesperada contención también se quebró en mil pedazos, y nuevas noches en vela, irremediablemente seguidas de días que descollaban por mi evidente carencia de todo viso de productividad, se sucedieron ante mi inerme mirada. Y así, sumido en un absorbente vórtice de desidia que no era capaz de revertir, las veladas de plácida lectura se tornaron desaboridas y carentes de sentido, dando paso a dilatados lapsos de absoluta turbación en que sueño y vigilia se sumaban y confundían para dar lugar a una malhadada vaciedad. Ya desesperado y creyendo que mis días transitaban sobre una cuerda floja endeblemente suspendida sobre las profundidades de un abismo sin fondo, un nuevo hábito se abrió paso en mi camino, y solo en él logre encontrar cierto remilgo de redención. Cierto día, mientras observaba la techumbre del comedor mientras me hallaba apoltronado en el desvencijado sofá que ocupa mi comedor – he decir, para ofrecer un prolijo relato de los acontecimientos, que a veces, inmerso en una desesperación casi tangible, optaba por acomodarme en el salón mientras alguna olvidada sinfonía resonaba desde los altavoces de mi viejo equipo de música –, un súbito hálito de consciencia invadió mi frente, haciéndome víctima, no obstante de que debían ser ya las dos o las tres de una fría madrugada – no recuerdo bien este detalle de poca relevancia para el caso – de una irrefrenable necesidad de abandonar la seguridad del hogar que no pude desinflamar. Viéndome presa de semejante impulso, y no siendo capaz de sojuzgarlo bajo el yugo de la razón, corrí casi despavorido hacia mi habitación y, después de haberme vestido con presteza sin prestar excesiva atención a mi atuendo – que ahora mismo tampoco soy capaz de recordar no obstante de estar bastante seguro de que escogí un abrigo de cuello alto y unos guantes de cuero barato que protegieran mis finas manos del penetrante relente –, traspuse al galope la puerta de casa y, tras haber descendido las escaleras, me interné en la oscuridad de la noche.

Permítame, silente lector, que tenga la imperdonable osadía de preguntarle lo siguiente: ¿alguna vez ha tenido la oportunidad – no sé si por suerte o por desgracia – de vagar en sepulcral soledad por las calles de su cuidad (o pueblo, quizá) en el justo momento en que la mayoría de sus iguales se hallan sumidos en el melifluo mundo de los sueños nocturnos? En mi caso, merced del ingobernable insomnio que aun a día de hoy no he conseguido controlar, sí he podido disfrutar, por así decirlo, de semejante experiencia, por lo que me hallo en franquía de poder ofrecerles una aunque sea breve relación a ese respecto, sin embargo, habiéndome adelantado a los acontecimientos, permítanme que retome el relato en el punto en el que lo acabo de abandonar. Bajé, como ya he referido, las escaleras con extraña celeridad, cual si una voz susurrante me hubiese recordado de improviso que llegaba tarde a una cita con una persona importante, y, hallándome en el portal, me quedé varado allí mismo como si un ancla intangible me impidiera hender el mar de la noche. Desorientado y desconociendo los motivos que me habían compelido a abandonar la comodidad sofá – «¿Había apagado la música o, por el contrario, seguiría sonando dulcemente hasta que volviera a prorrumpir en mi hogar?», recuerdo haber pensado fugazmente –, contemplé cuanto quedaba a mi alrededor, y obtuve cierto deleite viendo como el vaho dimanado por mi aliento se elevaba formando densas volutas que se perdían en su lento ascender hacia el cielo. No entendía en absoluto cuáles eran mis propósitos, si bien, habiendo comprobado que el frío reinante me proporcionó un despejo que, a no dudar, ya me había robado toda esperanza de descanso, comencé a andar sin rumbo alguno detentando tan solo perderme a mí mismo mientras vagaba por las dédalo de calles que conforma la esplendente urbe en la que vivo. Avancé con rapidez sin prestar atención alguna al silencio que, por doquier, me rodeaba y que solo era perturbado por el hueco resonar de mis zapatos al chocar con el frío suelo, no obstante, doblados unos pocos recodos que seleccioné al amparo del más puro azar, osé levantar la mirada, topando ésta con sinfín de quedos edificios que, fantasmales, se elevaban en mitad de la noche. Presa de una curiosidad casi infantil y habiendo llegado a ser consciente de que, no habiendo ningún vehículo en circulación, mi empecinamiento en seguir respetando la norma de andar por las aceras carecía de justificación racional, me desplacé hasta el centro de una ancha avenida – a la que había llegado sin saber cómo – y me dediqué a observar la miríada de edificios que me circundaban.

De forma casi instintiva, oteé las tenebrosas fachadas en busca de alguna ventana que, dotada de radiante luz, se erigiera cual un faro en la cima de un escarpado y amenazante acantilado, si bien, frustrados mis desesperados intentos, y víctima de pensamientos absurdos que tampoco fui capaz de entibiar cuando me asaltaron, me sentí cual si fuera la única persona despierta del planeta, y esta nueva impresión, por ajeno que pueda parecer, me consoló en cierto modo. No puede evitar la sensación de contemplar aquellas gélidas construcciones cual si fueran gigantes dormidos a la espera de que el calor manado del Sol les reavivara, y, después de haberme deleitado con esta tan mágica como necia visión de la ciudad y de las inánimes construcciones que la constituían, excesivamente mojigata hasta para un asiduo consumidor de poesía como yo, bajé la mirada y, siguiendo el decurso de la avenida, proseguí con mi avance sin saber exactamente dónde dirigirme. Habiendo alcanzado una zona de la urbe que, hallándose casi en el extrarradio de la misma, da paso a que los amenazantes rascacielos se conviertan en casas señoriales que datan de un tiempo inmemorial y que, lejos de estar dotadas de fríos frontispicios nacidos de la austeridad de la actual arquitectura, están dotadas de fastuosas fachadas engalanadas con mil y un detalles, me detuve con estrépito, ya que una fragancia que no pude reconocer a priori choco contra mi rostro embelesándolo sin remedio. Me detuve instantáneamente y, tras observar que, en efecto, me hallaba ante las herrumbrosas y olvidadas rejas de un gigantesco caserío abandonado cuyo antemural había sido invadido por musgo y las enredaderas, inspiré una honda bocanada de aire, y dejé que un penetrante y embriagador olor a flores de jazmín invadiera mi ser, conjurándolo y haciéndolo flotar. Solo entonces llegué a comprender la sobrepujanza de los olores en el sí de la noche, momento en que, después de que la luz sea vencida por la sombra, los aromas son dotados de una importancia casi primordial. Ciertamente, y a pesar del volátil embeleso causado por el jazmín, me sentí desprotegido y me invadió la necesidad de retirarme nuevamente hacia el centro de la ciudad; y, limitándome a obedecer los designios inconsciente que afloraban desde lo más hondo de mi ser sin oponer resistencia alguna, eso hice.


Hablando en puridad, soslayando lo hasta ahora relatado – espero que con la justa prolijidad como para haber dado cuenta de mi situación sin haber aburrido a nadie –, no recuerdo demasiados detalles de lo que se siguió de lo hasta ahora dicho salvo lo que sigue: desamparado y habiendo abandonado toda esperanza infundada de ser abrazado por los níveos y consoladores brazos de la divina Hipnos, acabé sentado en uno de los muchos bancos que, en un orden aparentemente aleatorio y caprichoso, se distribuyen a lo largo y ancho de una de las principales plazas de mi pueblo. No queriendo otra cosa que dormirme, y aun sabiendo que ello no era sino un deseo infecundo, me arrellané desinhibido y carente de la preocupación de ser espiado por alguna mirada que, colmada de curiosidad, se preguntara por la esencia de mi errático comportamiento, sobre los álgidos tableros de un asiento elegido sin criterio. Hallándome en tal posición, y ajeno a cuanto pudiera estar desarrollándose en derredor de mí, elevé mis ojos hacia el cielo y, tratando de hacer penetrar mi mirada por entre la frondosidad de las copas de los árboles que jalonaban indolentes la totalidad del espacio, intenté fusionarme con la negrura de la inmensidad sideral. Estuve un rato de esa guisa y sin sentir, para mayor mortificación, ni la menor pesantez sobre mis cansados párpados, empero, sin que sea capaz de especificar muy bien el porqué, cual un relumbrón manado de una fuente incierta, una epifanía me asaltó las mientes: concluí, sin albergar el menor atisbo de duda a priori, que la luz emitida por la suma de las farolas de moteaban la ciudad era suficientemente brillante como para opacar por completo el brillo de las estrellas. Espoleado por esta idea, que titilo en el centro de mi mente cual si se tratara de una verdad en sí, me incorporé de un brinco y apreté el paso hasta hallarme en el centro de una calle despejada, y pude comprobar que, en efecto, estaba en lo cierto. En un principio, en parte invadido por la banal alegría que a todos nos afecta cuando llegamos a la feliz conclusión de que teníamos razón en algo, y en parte triste de no poder contemplar el amplio firmamento, traté de no concederle demasiada importancia al asunto, no más de la poca que había que otorgarle, sin embargo, habida cuenta de que no disponía de ningún otro menester del que ocuparme y sabedor de que volver a casa no sería sinónimo de descanso, al poco emprendí una búsqueda casi frenética de algún punto de la ciudad desde el que se pudieran ver las estrellas.

Haciendo gala de mi impulsividad, o, lo que es lo mismo, dada mi eterna incapacidad de estudiar mis posibilidades – una práctica que, pensándolo bien, me habría ahorrado un sinfín de desventuras –, elegí una singladura cualquiera y empecé a andar sin despegar la mirada del cielo. Me gustaría ser capaz de poder especificar de forma circunstanciada, sin elidir detalles nucleares, cuánto tiempo insumí tratando de encontrar una luz en el firmamento, mas, hallándome en un estado casi delirante en que mis capacidades mentales se atoraron sin remedio – posiblemente a consecuencia de la notoria falta de sueño en combinación con una empresa absurda –, desconozco si fueron unos pocos minutos o varias horas. Lo que sí puedo asegurar de cierto es que recorrí varias calles antes de, persuadido de que mi embajada era fútil, detenerme en el justo centro de una de las múltiples callejuelas que dibujan el plano del centro de la ciudad. Inútilmente, una vez dejé de andar mientras lanzaba miradas desorientadas a la par que furtivas hacia un cielo desértico contaminado por la impenitente lumbre de un mar de farolas, me quedé varado en mitad de la calle con los ojos aun orientados hacia el crisol de las lejanas galaxias, si bien, perdida todas esperanza, al poco acabé orientando la cabeza hacia el suelo. Fue entonces cuando un inaudito ataque de furia desatada – algo impropio de una persona que, de suyo, permanece inmutable ante semejantes fruslerías – se adueñó de mis entrañas, haciéndome sentir la impostergable necesidad de cargar violentamente contra una de esas impías cerillas que, pese a que me permitían deambular sin objeto al alumbrar mi camino, impedían contemplar una de las mayores maravillas de la naturaleza: el universo estrellado. Empero, volviendo a mis cabales tan rápido como los hubiera perdido, logré calmarme, y la ira se trocó en una honda tristeza aderezada con no poca decepción.


Deflagradas todas mis esperanzas tras haber protagonizado – quizá – uno de los arrebatos más ridículos de mi vida, me resigné a volver a casa y tenderme en el sofá para esperar la llegada del alborear – «¿olvidé la música encendida?», volví a pensar sin saber por qué –. No obstante, justo cuando traté de dar el primer paso para alejarme del punto en que me había quedado anclado, desde el primer piso de una ventana de una de las casas que me circundaba se iluminó súbitamente, dejando dimanar un rayo de claridad que penetró impunemente entre las oscuridad de la noche. Atolondrado por una curiosidad aniñada y no queriendo, en el fondo, retirarme a mi solitaria morada a sabiendas de que el sueño no me acompañaría aunque lo tentara valiéndome de una sinfonía de fármacos, avancé cual fiera acechante y, tras haber alcanzado una posición privilegiada desde la que podía espiar sin ser observado gracias al amparo de la penumbra, empequeñecí colocándome a horcajadas, minimizando así las posibilidades de ser ridículamente descubierto, y, quedándome tan quieto como me fue posible no obstante del penetrante frío, que me hacía tiritar por momentos, me limité a contemplar la escena que se me ofrecía. Sentí una gran incomodidad al estar procediendo de semejante modo, mas, siendo la curiosidad harto superior a la vergüenza desatada, permanecí inmoble allá donde me hallaba a la espera de que alguna amenidad lograra adulterar mi existencia.


Con la imaginación encendida por el cariz de los acontecimientos, los resortes y engranajes de mi mente nefelibata empezaron a fraguar diferentes teorías, cada cual más peregrina y singular que la anterior, en aras de explicar la razón de lo acontecido. Teorías que iban desde un hombre que, despertado en mitad de la noche por un motivo incierto, se levantaba a tomar un vaso de agua hasta una amante que se colaba a hurtadillas en busca de su Dulcinea después de haber dejado atrás una familia supuestamente feliz. Sin embargo, siendo consciente de que solo una paciente espera acabaría revelándome la verdad de los hechos, y teniendo en cuenta, ítem más, que ya había dado mi estelar búsqueda por perdida, esperé pacientemente trabado donde me hallaba, y, al poco, la luz se apagó. Desazonado ante la mera posibilidad de no poder satisfacer mi curiosidad, resollé de puro desabrimiento, y, estúpidamente, observé como la vaharada dimanada desaparecía tan presto como era liberada. Levanté la mirada una vez más y, para mi sorpresa y dicha, una luz cenicienta y mortecina iluminaba la estancia, cual si fuera la emitida por una vieja pantalla de televisor; aunque también podría deberse – me dije a mí mismo tratando de hacer vales mis oxidadas habilidades de pensamiento holmesianas – a un flexo de lectura. En otras circunstancias, después de haber concluido las bajas probabilidades de otear algo interesante me habría retirado, antes bien, en este caso, arponeado por una fuerza atractiva y subyugadora que aun a día de hoy sería incapaz de definir, seguí postrado sin ser capaz de agolpar las fuerzas necesarias como para retirarme, y, al poco, la desconsoladora y solitaria espera me dejó recoger dulces frutos…, pues, al igual que si se tratara de una figura fantasmagórica o de una aparición mítica, una silueta se delineó encastrada en el marco de la ventana.

Pasmado por aquella abrupta aparición, di un brinco que, de no haber podido controlar casi al instante, habría revelado por de contado mi posición, sin embargo, enseñoreándome de mis impulsos, al poco me acomodé de forma subrepticia allá donde me hallaba y… ¡oh! ¡allí estaba! Observé como una figura femenina dotada de unas facciones casi divinales amanecía en el sí de aquella desvencijada ventana tras haber apartado con suma gracilidad unas cortinas casi diáfanas, adueñándose sin remedio de la evolución de mi pensamiento. Cual si me hallará ante una obra de arte, mis ojos, guiados ahora por una actitud contemplativa enraizada en los más hondo de mi fuero interno, la estudiaron como si trataran de inmortalizar en mi fraccionaria memoria todos y cada uno de los rasgos más sobrepujantes: su piel, casi ebúrnea aunque barnizada con un color acaramelado y brillante, podía competir con el marfil, y toda su figura, dotada de la esbeltez de las estatuas cinceladas por los escultores más duchos en su arte en el apogeo de la inspiración, dibujaba unas líneas sinuosas e hipnóticas que eran solo parcialmente traslucidas a través de un albornoz de seda blanca que, cual si fuera parte de ella misma, le envolvía en un melifluo abrazo. Miré yo entonces, obnubilado y presa de un frenesí desesperante, los delicados contornos de su nariz, que no habrían podido ser perfilados sin la intervención de una consciencia divina que, inspirada, los hubiese diseñado con sumo esmero, y no menos impresionante eran los finos y rosáceos labios que contorneaban su boca, crisol del triunfo de todas las cosas celestiales que, según pude constatar cuando ella suspiró, contenían en su tesoro una dentadura relampagueante y perfecta. Y sus ojos, ¡qué decir de sus ojos! Aunque desde la lejanía no era capaz de apreciar su vívido color, y pese a que mi imaginación – o quizá una clarividencia angelical emanada a través de un iris pintado – me dictaminó que eran de un verde esmeralda que no iba a la zaga frente a los que pudiera presentar una deidad helena, eran pura expresividad, y, contorneados por una expresión patricia e imponente, escrutaban, henchidos de curiosidad, cuanto quedaba frente a ellos sin detenerse en ningún detalle en especial. Su cabellera, de un color marrón azabache y engalanada con una brillantez antinatural, le caía libre y sin ataduras por el flanco izquierdo de su pecho hasta deslizarse hasta la parte más baja su cadera, como si se tratara de una cascada de fina seda arabesca cuyas hebras se desplegaban libérrimas atraídas por el influjo de la gravedad y mecidas suavemente por el garboso movimiento de su cabeza. En su mentón, diré al no poder evitarlo, que no era menos deseable que ninguna de sus otras partes, se podía observar una pequeña hendidura, la cual, lejos de erigirse como un fallo del artífice que lo había tallado, se mostraba como un detalle de innegable nobleza. Su cuello, largo como el de un cisne, estaba engalanado con una gargantilla de encaje que, magistralmente colocado, le confería un aire principesco que la elevaban como una figura altanera e inaccesible, y su torso, solo parcialmente descubierto por la tímida apertura de su atavío, ofrecía a la vista un paisaje diamantino en que la mirada del amante desenfrenado se perdía, absorbida y entrampada, sin remedio alguno. En suma, concluiré en honor a la brevedad y a pesar de que podría detallar sus augustas facciones hasta ofrecer una prolija descripción, tuve el simpar privilegio de hallarme ante la más bella de las damiselas que jamás pudieron mis ojos profanos haber observado.

Atenazado y sin poder moverme ante la presencia de aquella sublime visión que, en principio, no pude juzgar sino como un espejismo nacido de la febrilidad de una mente incontrolable como la mía, me dije a mí mismo que, siendo yo una persona indigna de semejante portento, debía acopiar cuantas fuerzas me quedaran para, valiéndome de un último y adocenado esfuerzo, arrastrarme para abandonar la escena que, sin pretenderlo, estaba mancillando. Me repetí esto mismo varias veces, y me exhorté a huir cobardemente, si bien, tal era el talismánico influjo que aquella muchacha ejercía sobre mí, por más que me esforcé, no conseguí desenraizarme de donde me hallaba. Resignado, y sin poder evitar concluir que algún hado nos había conducido hasta aquel encuentro, no pude evitar pensar que, como si fuera uno más de sus pretendientes, debía postrarme ante su ventana para galantearla con palabras arrulladoras, mas, por dicha, la timidez me venció con presteza y, callado, decidí limitarme a seguir observándola. Nuevos pensamientos, empero, invadieron mis huecas reflexiones, y, creyendo que me hallaba ante un evento imposible – «¿Cuál era la probabilidad de que nosotros dos fuéramos las dos únicas personas despiertas? ¿No era ello el innegable signo de que estábamos predestinados a vivir y morir juntos, o, a caso, debería admitir que no era sino el fruto de una feliz pero trivial casualidad? ¿No sería ella una doncella que, tan perdida como yo en el sí de la oscuridad, deseaba fervientemente que un noble caballero se apersonara ante su eminencia para prestarle sus más nobles servicios? ¿No podía ser yo, al menos por una vez, el héroe que, haciendo su triunfal entrada, salvara a la dama en apuros para después desposar con ella?», pensé absurdamente y sin poder decidirme a cerca del rumbo que debían tomar mis actos –, valoré la posibilidad de emerger entre las sombras para presentarle, no mi amor, pero sí mis más sinceros respetos. Hice el amago de levantarme, tal que mis piernas, entumecidas después de tanto rato en aquella posición indecorosa, vacilaron al tratar de incorporarme, mas, otra vez, me sentí incapaz de proceder con derechura al valorar que mis actos, pese a románticos, podían ser fácilmente tildados de completa locura. Incapaz de decidirme, seguí observando lo que me era ofrecido sin poder dejar de pensar que no era la tormentosa casualidad la que nos había hecho coincidir allí, ya que ella, como yo, era una criatura noctámbula cuyos párpados – ¡qué decir de sus majestuosos párpados! – tampoco se habían rendido al dulce canto de la noche. Concluí, entonces, que, independientemente de que fuera, o no, la fuerza del sino la que nos condujera a entrambos hasta este punto, la compañía de una rara avis que, como ella, volaba al amparo de un cielo sin estrellas, debería hacérsele grata; pero, no bien me disponía a prorrumpir en escena dispuesto a asumir cuantas desventuras pudieran avenírseme por mor de la ímproba osadía de mis actos, todo estalló de repente cual si fuera una evanescente pompa de jabón…

Uno hombre hercúleo y fornido, cuyo rostro aquilino y señorial lucía una barba hirsuta que le confería un aire aguerrido, abrazó a la damisela tomándola por la espalda, y ella, aceptando su presencia como si se tratada de la culminación de sus más recónditos deseos, se contorneó complacida y, estirando su palmípedo cuello y dejándolo expuesto al apoyar su cabeza contra el hombro de su amante, se dejó acariciar y besar con inusitada dulzura. Al poco, él la arrastro con tiento hacia la parte interior de la casa, y, tras apagar la luz y dejar que la calle se sumiera en su connatural obscuridad, tan solo salvaguardado por unas pocas farolas, se la llevó hacia un mejor destino del que yo le podría haber prometido. Merced del estallido de mis sueños infundados, quedé al filo de un llanto patético que apenas logré contener y que, en el fondo, carecía de todo sentido, y, al punto conseguí aquietar mi solitaria alma, me erguí tan presto como me fue posible y, resignado a no volver a pisar aquella calle nunca jamás, reemprendí el camino hacia a casa consolándome al saber que, con independencia de los resultados, en el rostro aquella beatífica mujer había conseguido hallar la última estrella de la noche.

FINIS OPERIS

9. März 2019 14:42 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Das Ende

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