El verano era extraño en casa de Adelaida. Era como si los árboles te observaran en silencio, esperando a que tu falsa calma colapsara dentro de tu cuerpo, disimulando su presencia con el suave susurro del aire entre las hojas. Parecen mariposas verdes que intentan escapar, que no quieren morir cuando se acabe el verano. Eso me decía Adelaida. Pasábamos el rato sentados en el muelle, metiendo los pies descalzos en el agua del lago y mirando a las libélulas deslizarse sobre la frágil superficie. Hablábamos sobre la escuela, sobre cosas mundanas y etéreas, como si ambos supiéramos que vernos a los ojos era ya un acto de excesivo peso para los dos. A mi me gustaba quedarme ahí, sintiendo el roce del agua sobre mi piel y mirando disimuladamente los tobillos delgados de Adelaida.
Cuando éramos pequeños, solíamos aventar piedras en el agua y ver quién las arrojaba más lejos. Ya estábamos grandes para eso. Pero en ese momento, a Adelaida no le importó; no le importaba nada. Lancemos piedras, Tristán, me dijo. Nos paramos en el muelle, y lanzamos piedras toda la tarde, en silencio, esperando a que atardeciera y el día se esfumara en el tibio ardor del crepúsculo. Los pájaros comenzaron a cantar, frenéticos, anunciando su despedida. O tal vez, anunciaban algo más; tal vez, los pájaros sabían. Un calor pesado comenzó a llenarme de sopor, de un extraño impulso en el vientre. Aventé mi última piedra lo más fuerte que pude. Había caído tan lejos que apenas pudimos escuchar su borboteo. Adelaida miró el agua agitada por la piedra, quieta, como una estatua hipnotizada. Se paró frente a mí, al ras del muelle, tapando la última mitad del sol con su cuerpo. Se mordió los labios húmedos, y me miró a los ojos antes de hablar.
— Aviéntame.
Sentía las manos sudadas. Sentía que el calor me relamía el cuello y la nuca. Tomé sus hombros desnudos con ambas manos. Y luego me miró con unos ojos desconocidos, acuosos. Anhelantes. Adelaida despegó los labios, tomando aire.
— Hazlo.
Le apreté los hombros con firmeza. Respiré hondo. Me tragué mi saliva. Y la aventé. La aventé con fuerza, con violencia. Pero más que nada, con satisfacción.
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