Lo que estoy a punto de contar usted no me lo va creer. No me mal interprete, no lo digo por usted, quiero decir nadie me lo podría creer. Es ilógico, qué digo ilógico, quiero decir irracional, incluso irreal. Para empezar, qué chances había que mi esposa luego de tantos años a mi lado se le ocurriría decirme que había enviado una carta a qué se yo cuanto Ministerio de Educación de no sé que provincia y que se iría siete días de perfeccionamiento docente a Miramar. Y ni le cuento lo que estaría pensando el día que le dije que sí, que si le parecía que eso era lo mejor para su profesión que lo hiciera, que la apoyaba en todo lo que ella decidiera. Me quiere decir por qué extraña razón no le paré el carro en seco.
Resulta que hacía ya dos días estaba solo a cargo de la estación de servicio, no pasaba nada, como de costumbre, estaba dormitando al sol en una silla de fierro apoyada contra una llanta de camión vieja, con agua de lluvia en la parte que daba al suelo, cuando de repente veo un auto como del futuro, azul metalizado y con los vidrios polarizados, ingresando a toda velocidad. El auto se estacionó al lado del surtidor del árbol. Algo entre dormido veo descender una rubia despampanante, me despabilé de golpe. Debo confesarle que aquella mujer me miró a los ojos como nunca nadie lo había hecho antes, y como nunca nadie volverá a hacerlo. Tenía los ojos brillosos, vidriosos, algo tristes pero se delataban relajados, como si hubieran acabado de sacarse un peso de encima. Lo único que recuerdo es que la mujer hablaba demasiado para un pueblo como éste, no paraba de decir palabras. En un momento dado el sonido se aplacó y me dijo: “Cuénteme su historia”. ¿Mi historia? ¿Qué historia? ¿Sería un chiste? Por qué razón una mujer de ese estilo se interesaría en una historia ordinaria como la mía. Una historia tan ordinaria como una receta de cocina, un trámite bancario o una charla sobre el clima de la semana.
Mi relato versó sobre la herencia paterna de esta estación inmunda, de las circunstancias en que conocí a mi esposa, de lo felices que fuimos al principio con la llegada de los niños, de lo espantosamente rutinarios que se volvieron nuestros días, de lo acostumbrados a estar acostumbrados que nos volvimos en los últimos años, y aun así, de lo inmensamente orgulloso que estoy de mi compañera. Una cosa llevo a otra, como sin darnos cuenta, una mirada guió a la otra, una mano condujo a la otra. Cuando me quise percatar estábamos acurrucados detrás del lavadero, entre bidones de gasoil vacíos, acostándonos como dos adolescentes. Incluso hoy me parece sentir ese olor a nafta que se nos metía por las fosas nasales, ese olor que llevo conmigo como marca de mi error. Mire que me he bañado cientos de veces pero ese aroma lo siento como apuntándome con un arma.
En fin, aquí me tiene, como le decía, qué probabilidad había que yo esté aterrado, en ésta estación esperando el tren que me la traerá de vuelta, el mismo tren que se la llevó con su bolso repleto de sandwichs de milanesa, una botella de agua y un libro para el viaje. Ese mismo tren que me tiene pensando y ensayando nuestros primeros diálogos, intentando evadir el único pensamiento que me perturba desde que aquella dama pagó el tanque lleno de su auto...dígame ¡¿cómo hago para que su vuelta no me de vuelta?! ¿Cómo hago?
Vielen Dank für das Lesen!
Wir können Inkspired kostenlos behalten, indem wir unseren Besuchern Werbung anzeigen. Bitte unterstützen Sie uns, indem Sie den AdBlocker auf die Whitelist setzen oder deaktivieren.
Laden Sie danach die Website neu, um Inkspired weiterhin normal zu verwenden.