La puerta de la oscura celda emitió un gemido al abrirse, mientras la exigua luz proveniente de una vela hacía retirar en parte a las sombras que dormían en su interior, con timidez, casi con miedo, como si en cualquier momento la poderosa oscuridad pudiese rebelarse y con un movimiento extinguir la temblorosa llama. A paso lento, la figura que portaba la vela ingresó en la habitación, cerrando la puerta detrás de sí. Al colocar el cirio sobre un soporte de barro, el fuego tomó fuerza y su luminosidad fue suficiente como para descubrir las facciones de aquel hombre.
Su posición encorvada hacía que su estatura se viese aún más reducida de lo que realmente era. Su cuerpo muy delgado estaba cubierto por un hábito marrón de tela tosca, que le quedaba demasiado grande, de tal manera que sus enjutas manos cubiertas de manchas quedaban cubiertas por sus enormes mangas. Con cada movimiento de su cuerpo, el borde de sus vestiduras arañaba el suelo de piedra produciendo el único sonido que rompía el silencio del lugar. Retiró la capucha de su cabeza, revelando un rostro arrugado, con piel blanca colgante, unos pequeños ojos grises con un leve tono lechoso, y una escasa cabellera totalmente blanca que crecía de forma irregular sobre el cráneo apenas cubierto por una delgada piel deshidratada.
Se dirigió hacia una rústica mesa de madera negra que se hallaba al alcance de la luz, y sentándose frente a ella en un banco que amenazaba con desbaratarse en cualquier instante, juntó las manos, cerró los ojos y empezó a murmurar una serie de oraciones en latín. Su voz gangosa emitía en ocasiones unos leves silbidos, y a veces era interrumpido por toces casi guturales que resonaban desde el interior de su tórax.
Al terminar sus oraciones, con excesiva parsimonia, inició a recuperar de una serie de viejas estanterías empotradas en las paredes, frascos, vasijas y pequeñas cajas, sin detenerse a buscar o a mirar en sus contenidos, como si lo hubiese hecho cientos de veces y efectuase cada movimiento de forma mecánica. A continuación, una serie de dibujos se fueron formando en el suelo por obra de su temblorosa mano, símbolos con apariencia de letras y figuras geométricas que los vinculaban.
Poco a poco, añadió nuevos materiales al extraño diagrama. Tres compactos círculos concéntricos de pequeñas piedras negras de bordes irregulares, como si se tratasen de fragmentos de rocas más grandes; pequeñas acumulaciones de polvos rojizos y blancuzcos en ciertos ángulos de algunas figuras, placas de diversos metales en forma de ruedas de varios tamaños y espesores.
La obra final fue un peculiar mandala, en donde el exceso de elementos rompía toda armonía y belleza, formando tal confusión de formas y colores que a primera vista nadie hubiese imaginado su función. Como si se tratase de una acción de lo más rutinaria, con ayuda de una vara de madera, trasladó el fuego de la llama de la vela hacia algunos montículos de polvo, que, al encenderse, brillaron con tonos verdes, rojos y azules. El efecto irreal de toda esta ceremonia se vio acentuado por el extraño canto monótono que el monje inició.
Sus palabras no sonaban como ningún lenguaje conocido por el hombre, y por momentos tenían similitud con siseos de reptiles o gorjeos de aves. A medida que la secuencia de letanías avanzaba, una extraña sensación se asentaba en toda la celda, como si el aire se transformase en algo más sólido y se respirase en la forma de un coloide que no pertenecía al mundo material. Los sonidos emergían de la gastada garganta del anciano cada vez más rápido, a una velocidad que no se correspondía con las funciones normales de la laringe humana.
Un ligero zumbido casi inaudible se dejó escuchar, al parecer siendo producido por los discos metálicos, y su volumen fue en aumento hasta llenar el reducido espacio, rebotando en las paredes y cada uno de los objetos, formando ruidos diferentes cada vez que las ondas sonoras chocaban entre sí. Cuando el cántico finalizó, el monje fijó su mirada en el centro del diagrama que había elaborado, en donde de alguna extraña manera se había acumulado el humo que era expelido por los polvos llameantes, formando algo como un cilindro blanco que se movía como si se estuviese desintegrando y volviendo a crear a cada segundo.
Ante los ojos del hombre, una figura empezó a materializarse entre el humo, algo semejante a un ser humano, pero muy alto, cubierto por lo que parecían jirones de tela que colgaban de sus miembros, pero los ocultaban por completo.
—Ángel misericordioso… —exclamó con un hilo de voz el monje, mientras inclinaba la cabeza como gesto de reverencia.
—Frater Ioannes… —respondió una voz que semejaba venir desde muy lejos, pero que reverberaba entre las frías paredes de piedra, con un sonido que parecía ser emitido por una boca carente de labios.
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