Miré con suspicacia el grotesco líquido que contenía el vaso que mi amigo Carlos me ofrecía, con su pálida mano estirada en un gesto tanto de invitación, como de impaciencia. Era denso, con la tonalidad pardo verdosa del agua de pantano, y un asfixiante aroma a lodo mohoso. Mi sentido común me gritaba que era una total insensatez permitirme deglutir aquel asqueroso cocimiento del cactus de San Pedro, planta alucinógena que los indígenas de aquella región usaban en sus ceremonias ancestrales, para que, en alterados estados de conciencia, fueran conducidos en salvajes ensoñaciones y absurdos espejismos de los que obtenían mensajes de quien sabe qué entidades engañosas. Y, por supuesto, era una pésima idea hacerlo durante específicamente esa infame noche del año.
Así que ahí estaba yo. En lugar de asistir a alguna de las fiestas de disfraces o celebraciones en discotecas que se desarrollaban con motivo del Halloween, como hubiese preferido, me hallaba en aquella incómoda oscuridad, cercano a la cumbre de esa reducida montaña desde donde se divisaban las parpadeantes luces de la ciudad. Todo por culpa de mi amigo y sus absurdos desaciertos. No logro entender cuáles fueron los argumentos que me convencieron de compartir aquella locura, quizás se debía solamente a la fuerte amistad que nos había unido desde hace tantos años. Carlos me relató toda una historia, adornada con lo que sospecho son sus propios desvaríos, sobre los ritos paganos que los indígenas andinos celebraban en aquellas fechas con dedicación a sus muertos. Según él, en esas épocas del año la intangible barrera que separaba nuestro mundo de aquella sombría dimensión de ultratumba, se debilitaba de tal manera que tanto seres de carne como de sombra podían cruzarla. Y, siguiendo el razonamiento de su mente extraviada, el “san pedro” podría ayudarnos a lograr ese necio objetivo.
Derrotado por mis propias malas decisiones, y sintiéndome incapaz de arredrarme después de haber llegado a ese punto, apuré de un solo sorbo el desagradable elixir, después de que Carlos hiciese lo mismo. Ambos nos miramos un largo momento, con la expectación propia de quien espera que algo extraordinario sucediese, mas, al no sentir nada fuera de lo normal, nos concentramos en la observación de la escasa vegetación que nos rodeaba, totalmente gris a la exigua luz de las estrellas. No tengo plena conciencia de cuánto tiempo permanecí de esa manera, hasta que de improviso pude ver todo cuanto me rodeaba como si estuviese bajo una extraña luz crepuscular. Distinguía sin problemas la silueta de cada raquítico árbol y encorvado arbusto que clavaba sus serpenteantes raíces en el polvoroso suelo de la montaña. Acompañando a tan peculiar fenómeno visual, unos quedos sonidos que inconfundiblemente provenían de rondadores, flautas y tambores llegaron a mis incrédulos oídos, con mayor fuerza a cada momento, repitiendo de manera incesante una monótona tonada que parecía reverberar sin descanso en cada resquicio de mis canales auditivos. Poco tuve que esperar para descubrir a los insospechados músicos que emitían tales melodías. Una procesión de aproximadamente veinte personas entre hombres y mujeres se materializó frente a mí, dejándome la extraña sensación de que se encontraban allí desde antes de que yo llegara, y que simplemente un velo de mis negligentes ojos había caído para poder vislumbrarlos. Cada uno de sus rostros exhibía los rasgos indígenas propios de la zona, pero contrario a lo que hubiese esperado, sus vestiduras se me mostraban inverosímiles, totalmente ajenas a la época en que me encontraba, y sus características me hacían rememorar los ajuares conservados en museos, que habían sido rescatados de su letargo en tumbas milenarias. Ante mi asombro, el homogéneo grupo de aborígenes caminó a paso lento frente a mí sin dejar de entonar su fúnebre música, pero al parecer, sin percatarse de mi presencia.
Su lenta marcha los condujo hasta un alto montículo de piedras que se encontraba a mi derecha. Puedo jurar que no tengo ningún recuerdo de haber visto tal estructura antes. Como si de un primitivo mausoleo se tratase, las rocas formaban una abertura lo suficientemente grande como para permitir el paso de una persona de mediana estatura. Es así que cuatro indígenas que a mi parecer mostraban la constitución más fornida, se deslizaron por la entrada perdiéndose en las tinieblas que contenían, para después emerger con un objeto que seguramente recuperaron de las entrañas de la insólita cripta. Llevaban sobre sus recios hombros unas rústicas andas de madera oscura, sobre las cuales se apoyaba una pequeña figura en actitud de reposo. Mi primera impresión producida por los pocos detalles que tenía al alcance de mi vista desde donde me encontraba, me hicieron pensar que se trataba de una mujer de menudas proporciones, que se encontraba sentada con las piernas cruzadas. Estaba cubierta por un oscuro poncho de lana gruesa y aspecto viejo, cruzado sobre el pecho y sostenido en su lugar por unas enormes agujas de metal brillante, que ostentaban algún tipo de adorno en sus cabezas. Su frente estaba ceñida por una cinta de tono dorado, en la que se veían engarzadas diferentes gemas de variados colores y tamaños. De su parte superior, se desplegaba un conjunto de plumas rojas que completaban el tocado, el cual contrastaba con el largo cabello deslucido que se derramaba por los hombros, similares a las fibras de una corteza deshilachada. Debido a la posición en que se encontraba el anacrónico grupo al salir del montículo, no pude distinguir las facciones de su rostro inmediatamente, algo que solo logré cuando la procesión retomó su pesado andar al insoportable ritmo de su música cacofónica, esta vez portando como si se tratase de un objeto de veneración, a la figura sobre las andas. Deseé no haber posado mis ojos sobre ella. Donde esperaba encontrar la lozana faz de una princesa indígena, o el rostro pétreo de algún feroz ídolo, se hallaba un horrible cráneo. Llevaba tensos sobre sus huesos retazos de lo que alguna vez fue piel, y que ahora se aferraban oscuros y secos, a las protuberancias del rostro cadavérico donde aún no brillaba el repugnante blanco apagado de la osamenta. Sus vacías cuencas oculares parecían haberse trocado en pozos insondables que reflejaban la oscuridad de lejanas zonas del cosmos cruzadas solo de estrellas muertas. La delgada mandíbula se hallaba semiabierta, como a punto de dejar salir algún insoportable sonido desde su pútrido pecho. El horror me invadió hasta dejarme paralizado ante aquella visión surgida del mismo hades. Sin embargo, mi mente analítica se impuso, a pesar de que todo cuanto vivía en aquellos momentos carecía de la más básica lógica. Es así que, de la angustia propia del miedo, pasé a una insaciable curiosidad por conocer el significado de aquella ceremonia fúnebre que alguna incomprensible providencia me permitía observar. Haciendo un esfuerzo por mantenerme en una posición de riguroso análisis racional, seguí con mis ojos al cortejo de ultratumba, hasta que detuvo su paso muy cerca de mí. Los sonidos de los instrumentos cesaron, y con movimientos mecánicos y cuidadosos, los hombres que cargaban al cadáver quitaron las andas de sus hombros, colocándolas con sumo respeto sobre el suelo. Como obedeciendo a una orden inaudible, cada individuo se situó alrededor de la venerada figura, formando un círculo. Las mujeres se acercaron a esta, y con reverencia, despojaron rápidamente a aquel despojo humano de todo cuanto lo cubría, dejando a la vista la espantosa imagen de una encogida momia desnuda, que prefiero no recordar, tanto como preferiría borrar totalmente de mi atormentada memoria lo que aconteció a continuación. Uno a uno, los indígenas se acercaron al antiguo cadáver y, como quien quiebra la rama podrida de un árbol antropomórfico, arrancaron cuidadosamente cada miembro, cada parte de la decrépita figura, aumentando a cada momento la violencia con la que actuaban, hasta llegar a un frenesí casi orgiástico, en el que se llevaban a la boca cada parte cadavérica, desgarrando con sus dientes la poca carne seca y polvorienta que cubría los huesos, y luego masticándolos con furia hasta triturarlos entre grotescos crujidos. Sin poder salir del asombro y el pavor que me causaba aquella visión propia de alguna bacanal del averno, miré aterrado que uno de los hombres se dirigió hacia mí para ofrecerme un deforme pedazo de mano, en el que aún se distinguía un par de dedos. Temiendo que me obligase a formar parte de aquel abominable festín, recuerdo que grité con toda la fuerza de mi pecho, antes de sumirme en las misericordiosas nieblas de la inconsciencia.
Cuando al fin desperté, noté que el sol apenas se había elevado sobre el horizonte, borrando toda huella de cuanto había experimentado la noche anterior. Me hallaba tendido sobre el duro suelo, y pese al mareo que me afligía, pude incorporarme pesadamente, haciendo acopio de las pocas fuerzas que me restaban. Noté aliviado que Carlos dormía profundamente a unos cuantos pasos de donde yo me encontraba, y quise caminar hacia él para despertarlo. Sin embargo, al tratar de moverme, un agudo dolor de estómago me obligó a desistir de mis deseos, seguido de una opresiva sensación de náusea que golpeó mi maltrecho cuerpo, obligándome a vomitar todo el contenido de mis entrañas. Creí que, al hacerlo, experimentaría alivio, que me liberaría de la sensación de angustia y repugnancia que me tenía atado. Pero el tormento al cual estaba sometido solamente se incrementó cuando pude distinguir entre los restos de mi propio vómito, lo que parecía ser un conjunto de pequeñas falanges humanas…
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Vielen Dank für das Lesen!
Un relato en donde el misterio, el horror y lo ancestral se funden en una narración bastante profesional. Muy recomendable para los amantes del género (e incluso para alguien que no le atraiga tan a menudo).
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