Es un reto intelectual averiguar cuál fue la primera palabra que verbalizó e intercambió un humano.
¿Un gruñido? ¿Un sollozo? Los sonidos iniciales buscaban el significado de un no. Noo vivía entre nosotros. Un sonido simple con la intención de enseñar la advertencia. Emitíamos gruñidos, que no lograban interesar a nadie, convirtiéndonos en una irritante panda de tarados chillando. Todos teníamos guardados sonidos que se nos escapan involuntariamente en situaciones de fuerte exaltación sorprendiendo al emisor y desconcertando al resto. La comunicación además de confusa resultaba desesperante. Intentamos darle consistencia al –No- incorporándole una rotundidad que nos permitiera identificarlo para conservar la vida.
––No toques el cocodrilo. ––No te sientes en el fuego.
En la esencia del No, en su inactividad protectora, estaba el origen de nuestra supervivencia. Un sonido imprescindible que garantizaba la continuidad actuando como un monosílabo ángel de la guarda. En un principio nuestros noes eran aspirados y ligados guturalmente a la garganta, salían como una advertencia entrecortada. El sonido parecía estar dentro y lo dejábamos escapar.
El No estuvo ligado al Ay. –Tal vez, no podrían existir separados–. Se exclamaba uno y se obtenía la respuesta del otro. Nuestro oído fue perfilando las diferencias entre los dos sonidos para sacar sus conclusiones.
Nuestra horda, incluida
en la dieta de los leones, llevaba meses cebándolos.
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