Abre los ojos y fija la pared blanca detenidamente, disperso pero atento, nada más importa.
Tom se despertó tras la pesadilla que mantenía su respiración en vilo. Decidió dar cuatro pasos, y recoger el arma de plástico módico que le regaló su padre policía para defenderse de los monstruos del crepúsculo. Un revólver que, esta noche, le pareció más pesado.
Tres pasos más le acercaron a la escalera, la luna era la única que proyectaba luz en aquella noche oscura. Tom llamó a papá, pero papá llegó tan tarde que cayó rendido en el sofá; y de todos modos mamá se había marchado, desheredándole de su fuente materna y de su protección. Tom no se atrevía a bajar el peldaño, pero su hermano mayor, despierto como otros anocheceres abstraído por las redes sociales, no tuvo otra idea que dar dos zancadas, empujarle y asustarle. Tom se enfadó, y atemorizado pegó un grito y apretó el gatillo de aquella arma tan pesada.
El chillido del hermano, terminó de darle color a la nube polvorosa que encubría la luz brillante de la luna. El grito se ahogó entre la explosión del cañón, y contrastó el clamor del niño inocente frente al sigilo del primogénito. El padre, todavía con legañas en los ojos, dio un último paso y reconoció entre jadeos la estridencia del detonador. Comprendió que aquella noche su niño no volvería a amanecer.
Abre los ojos y fija la pared blanca detenidamente, disperso pero atento, nada más importa.
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