“Todos los días amanezco deprimido”.
Mi mente no deja de pensar en la profundidad de esas palabras y en las innumerables ocasiones que lo habrán rondado en estos ocho años y es que debo decir que siempre lo sentí etéreo, como una hoja de otoño que cae ligeramente sobre el césped.
Mi relación con Aaron se inició en la adolescencia. Vivíamos en una zona pintoresca que estaba en la periferia de la Ciudad de México. Resulta que nuestros padres eran protestantes y nos llevaban cada fin de semana a la “Congregación de los Santos”. Mi madre era muy creyente, aunque mi padre no tenía preferencia (pues pensaba que todas las religiones eran iguales), sí creía en Dios. Y había decidido seguir a mi mamá en su fe, siempre que la creencia no afectara mi desarrollo intelectual y cultural, así como la libertad de elegir otra religión. Durante toda mi niñez fuimos a diferentes congregaciones, sin establecernos en ninguna por la movilidad del trabajo de mis padres pues ellos habían decidido probar suerte en el centro de la ciudad y hasta mis quince años regresaron a lo que alguna vez había sido un pueblo, pero que con los años ya se estaba modernizando. Entonces decidieron regresar y nos establecimos en la casa que le fue heredada a mi padre. Para ese entonces, mi tío materno ya se había convertido en pastor y muy cordialmente nos invitó a reunirnos con él, todos los domingos, así fue como mis padres comenzaron a asistir.
Allí fue donde nos conocimos. Un domingo, cuando el pastor daba el sermón en la iglesia; me fuí a escondidas al tocador para matar el tiempo y mientras caminaba escuché unas risas entre los árboles del huerto, que se encontraba al lado de la escuela dominical. Así que, subí las escaleras de piedra verde, crucé el holgado encino, cuya sombra magnífica me cubrió y dí con las voces.
Todos éramos adolescentes, ellos me miraron con extrañeza pero pronto me aceptaron en su grupo, creo que buscábamos escapar de las reglas. A partir de ese domingo, cuando la maestra nos llamaba a la clase, le decíamos que preferíamos la predicación y cuando el pastor nos llamaba al sermón, respondíamos que estaban bien las lecciones dominicales. De cualquier modo, nos veíamos entre los árboles del huerto; manzanos, duraznos, ciruelos, nísperos, naranjas, limas y limones, también sembraban té para las abuelitas. Y en un pedazo insignificante de tierra al que casi nadie iba, nosotros plantábamos marihuana. Cuando veíamos que ya había floreado se la dábamos a Richi, sin saber cómo le hacía, cuando llegaba, tenía unos churros preparados y listos para ser fumados. “Aspira-retén-exhala” me decían todos. Era agradable recostarse en el pasto y poder observar; el tiempo entre las hojas de los árboles, que pasaba demasiado lento. Ver, las diferentes tonalidades del verde que se me revelaban como la gloria del Señor. Oler el molesto aire de la yerba. Y de pronto el olor a lima que me penetraba más intenso. Y sentir esa hormiga caminando sobre mí, que me ponía a pensar en lo endeble de la vida. Entonces por fin entendía que todo estaba conectado entre sí y aunque alguien quisiera romper el orden de las cosas, no podría huir de su destino.
Fue en aquél momento que lo ví. Estaba sentado frente a mí, aunque se encontraba con nosotros, su mirada se perdía en algún punto de la tierra, como si sus pensamientos quedaran suspendidos en el oscuro espacio entre el mundo y el abismo. Nunca antes lo había mirado con atención; era un joven serio, de ojos cafés y mejillas delgadas, quijada sutilmente salida. Me parecía semejante a la canela.
Yo en cambio me asimilaba más a la nieve. Cuentan mis padres que cuando nací; sintieron frío de tan solo verme, porque las venas se veían a través de mi piel, pero mis cabellos azabache sugerían una pizca de equilibrio. Mi madre decía que yo sería de “una pasión vertiginosa”. Concuerdo a veces con ella por eso no debe ser cuestionada mi lucidez sobre lo bueno o malo de aquél tiempo, pues, no dependía tanto de mi moral, sino que tenía otros estándares de aprobación, como conocer lo aburrido o divertido de las cosas. La felicidad del momento superaba cualquier lección de vida que nos hubiera dado antes el pastor (cuando no lográbamos escapar de sus enseñanzas).
Aaron pocas veces se reía de nuestros chistes. A pesar de su destreza mental, pues el sarcasmo que ocupaba para hacernos reír de todo lo políticamente incorrecto, o la osadía para ponernos retos cada vez más interesantes y placenteros, ya todos sabíamos que nos metería en problemas en la iglesia, y a nadie le importaba, dado que eso le daba sentido a nuestra existencia. Parecía que para él todo carecía de sentido.
Y es que creo que él nunca fue convencional, como si no perteneciera al rebaño, pues tengo que decir que ninguno se destacaba por ser buen estudiante, ni siquiera buen hijo. Su madre siempre decía: “Aaron es el mejor hijo que una madre pudiera desear”. Nos presumía todos los logros que había tenido durante su infancia y su asombroso talento para la música. Los demás jóvenes lo miraban con envidia porque sus madres se quejaban con el pastor de lo testarudos que ellos eran. No se resignaban a la idea de pensar que, a pesar del arduo trabajo con el que se esforzaban en el campo, nunca lograban tener la tecnología que ya existía para el nuevo milenio. En cambio él, no tenía que hacer ningún esfuerzo para tener lo que quisiera, porque sus padres le procuraban todos sus caprichos, y aunque parecía que debían de odiarlo, en realidad les convenía tenerlo como amigo, porque no era presumido ni egoísta. No ocurría lo mismo conmigo, yo no tenía la necesidad de estar bien con él, ya que mis padres también me habían dado la ventaja de tener todo tipo de tecnología en mis manos, comprar ropa de marca, incluso cultivarnos en el gusto de las Bellas artes. A mi hermana y a mí nos instruían culturalmente, llevándonos al teatro, conciertos de música clásica, jazz, ópera y ballet, así como a eventos literarios o museos.
Los padres de ambos, a diferencia de los demás, tenían un trabajo gubernamental donde se les pagaba bastante bien, eran universitarios con título, solo que los míos se consideraban de una mente más “abierta”. Aunque parece que a pesar de los estudios habían encontrado en la religión cristiana el equilibrio emocional y espiritual, así como una forma de inculcarnos valores y principios.
Y es que, cuando Aaron tenía algo nuevo, diferente a la vida del pueblo, sin dudar lo compartía con todos, pero mostraba apatía con todo lo que se dijera “fabuloso”. Bueno, es que hay que reconocer que a todos nos impresionaba que en un aparato tan compacto como el iPod shuffle pudieran caber cientos de canciones, cuando apenas unos meses atrás necesitábamos tener un Discman y multitud de CD´s para poder escuchar la música que desearamos. Nos encontrábamos parados en la montaña del milenio, vislumbrando la revolución tecnológica que cada día se elevaba como el amanecer. Así como cada uno de nosotros, que al crecer íbamos tomando diferente forma. Por ejemplo Ana; nunca conocí a una joven que pudiera beber tan rápido cerveza. Su tiempo récord era 15 segundos, supongo que fue precisamente así, que en una fiesta cuando jugaba sin sentido, se embriagó. Y así como el zorro acecha a su presa y la caza cuando se descuida, de tal manera un abusivo se aprovechó de su condición y le preñó un hijo. Ella tuvo que salirse de la escuela y se retiró del grupo. O también Marcos que descubrió su preferencia sexual con un joven de otra congregación, mientras que a la pobre de María la dejaba emocionada por lo caballeroso y varonil que era con ella. Otro fue Rodolfo que era bastante bueno en Matemáticas. Él era del tipo de persona que solo con mirar una vez la resolución podía comprenderla, luego memorizarla y con unos cuantos cálculos ya estaba listo, siempre respondía correctamente los exámenes. Él nos ayudó a muchos de nosotros a pasar, pero no tuvo tanta suerte, porque lo suspendieron en la escuela por consumo de drogas y comenzó su rehabilitación, trabajando en un Ciber Café, deprimiéndose más y en la primera oportunidad que tuvo se fue de indocumentado a los Estados Unidos. Desde entonces, no hemos sabido nada de él.
Conforme la vida iba pasando, nuestros amigos también. De tal forma que parecía que solo habíamos quedado él y yo en el huerto, ahora frío por su naturaleza airosa y carente de sentido porque los congregantes que estaban allí no lo apreciaban tanto como nosotros. No podían ver que se trataba de algo más que solo árboles y frutos. Era un refugio, un hogar, un lugar apartado del mundo invadido por la modernidad y la civilización del siglo XXI, donde podíamos alcanzar un poco de aire, de ese aire que no te cuesta, que es gratuito, que te insita a pensar en tu existencia y te dice: come de mis frutos, siente el dulce néctar en tu boca, duérmete, descansa. Como ya nada era igual, decidí irme por un tiempo y no volvimos a vernos más.
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