La mañana en que recibió aquella carta, Matthew Cowart se despertó en
un atípico ambiente invernal.
La noche anterior se había levantado un viento del norte que no dejaba
de soplar y parecía desplazar la noche, tiñendo el amanecer de un gris
oscuro que desvirtuaba la imagen de la ciudad. Al salir de su
apartamento, vio cómo la brisa sacudía una palmera y hacía que sus
hojas sonaran como un montón de espadas.
Se encorvó y lamentó no haberse puesto un jersey bajo la gabardina.
Cada año se daban unas cuantas mañanas como ésa, que prometía cielos
grises y vientos borrascosos. La naturaleza gastaba una broma pesada y
hacía rezongar a los turistas de Miami Beach que caminaban por la
arena. En Little Havana, las ancianas cubanas llevaban gruesos abrigos
de lana y maldecían el viento, sin pensar que en verano llevaban
sombrilla y maldecían el calor. En las barracas de Liberty City, el
frío silbaba y los yonquis, temblorosos, lo combatían con sus
cachimbas. Pero en poco tiempo la ciudad recuperaría su sofocante y
bochornosa normalidad.
«No será más que un día —pensó mientras caminaba con brío—, puede que
dos. Entonces el aire cálido del sur soplará con más fuerza y nos
olvidaremos del frío.»
Matthew Cowart iba por la vida ligero de equipaje.
Las circunstancias y la mala suerte lo habían privado de muchos
ingredientes de la inminente madurez; un simple divorcio lo había
separado de su mujer e hija y la injusta muerte le había arrebatado a
sus padres; sus amigos habían seguido caminos diferentes marcados por
carreras prometedoras, cuadrillas de hijos, letras del coche e
hipotecas. Durante un tiempo habían intentado que se sumase a las
fiestas y excursiones que organizaban, pero, como su soledad fue
creciendo y a él no parecía molestarle, las invitaciones fueron a
menos y acabaron interrumpiéndose. Su vida social se distinguía por
esporádicas fiestas de oficina y conversaciones de trabajo. No tenía
amante y no acertaba a comprender muy bien por qué. Vivía en un
modesto apartamento de los años cincuenta, en lo alto de una empinada
colina con vistas a la bahía. Lo había llenado de muebles viejos,
estanterías con novelas de misterio y obras policíacas basadas en
hechos reales, una batería de cocina desportillada pero práctica, y
unos cuantos grabados enmarcados que colgaban discretamente de la
pared.
A veces pensaba que cuando su esposa logró la custodia de su hija, la
vida había perdido todo el color. Satisfacía sus propias necesidades
con el deporte (los diez kilómetros al día de rigor en un parque del
centro, algún partido de baloncesto improvisado en la YMCA) y el
trabajo en el periódico. Se sentía poseedor de una considerable
libertad, aunque le preocupaba tener tan pocos compromisos.
El viento, que seguía soplando fuerte, agitaba las tres banderas de la
entrada principal del Miami Journal. Se detuvo un momento para
contemplar el impasible edificio amarillo. En la fachada figuraba el
nombre del periódico estampado en enormes letras rojas de neón. Era un
lugar famoso, conocido por su dinamismo y su poder. Por el otro lado,
el periódico dominaba la bahía. Desde allí podía ver cómo las aguas
embravecidas rompían contra el muelle donde se descargaban enormes
rollos de papel de prensa. En cierta ocasión, mientras estaba en la
cafetería comiendo un sándwich, había divisado una familia de manatíes
que retozaban en el agua, a no más de diez metros del muelle de carga.
Sus lomos marrones emergían en la superficie y luego desaparecían bajo
las olas. Buscó a alguien a quien comentárselo, pero no encontró a
nadie; durante los días siguientes, pasó la hora de comer observando
la cambiante superficie turquesa en busca de los animales. Eso era lo
que le gustaba de Florida: parecía sacada de una selva, que siempre
amenazaba con apoderarse de la civilización para devolverlo todo a un
estado primigenio. El periódico no dejaba de publicar historias sobre
caimanes de tres metros y medio que se quedaban atrapados en las vías
de acceso a la interestatal e interrumpían el tráfico. Aquellas
historias le encantaban: una bestia primitiva contra una bestia
moderna.
Cowart apuró el paso para franquear la puerta giratoria de entrada a
la redacción del Journal, y saludó a la recepcionista, que quedaba
medio escondida tras la consola del teléfono. Cerca de la entrada
había una pared reservada para placas, menciones y premios: una
exposición de Pulitzers, Kennedys, Cabots, Pyles y otros nombres de
menor categoría. Hizo un alto ante una hilera de buzones para recoger
el correo de la mañana, echó un rápido vistazo a las habituales notas
y docenas de comunicados de prensa, proclamas políticas y propuestas
que llegaban cada día de la delegación del Congreso, la alcaldía, la
administración del condado y diversas comisarías de policía; todos
ellos le avisaban de algún suceso que creían merecedor de la atención
periodística. Suspiró, preguntándose cuánto dinero se iba en esos
inútiles esfuerzos. Sin embargo, un sobre captó su atención y lo
separó del resto.
Blanco y delgado, llevaba su nombre y dirección escritos en mayúscula
y con trazo fuerte. En la esquina había un remite: un apartado de
correos de Starke, en el norte de Florida. «La prisión estatal»,
pensó.
La colocó encima de las otras cartas y se dirigió a su despacho,
maniobrando entre las mesas, saludando con la cabeza a los pocos
periodistas que habían llegado temprano y que ya hacían trabajar los
teléfonos. Saludó con la mano al redactor jefe, que leía la última
edición con los pies apoyados en su mesa del centro de la sala. Luego
traspuso unas puertas que había al fondo de la sala de redacción, en
las que se leía EDITORIAL. Se hallaba a medio camino de su cubículo
cuando oyó una voz cercana.
—Ah, nuestra estrella llega temprano. ¿Qué te trae ante la multitud?
¿Nervioso por los conflictos de Beirut? ¿Desvelado por el programa de
reactivación económica del presidente?
Cowart asomó la cabeza por un tabique.
—Buenos días, Will. Sólo quería usar la línea de larga distancia para
llamar a mi hija. Las preocupaciones profundas e inútiles te las dejo
a ti.
Will Martin soltó una risita y se apartó de la cara un mechón de pelo
cano, con un movimiento más propio de un niño que de un adulto.
—Menuda cara tienes. Cuando acabes, echa un vistazo al artículo de la
sección local; parece que uno de nuestros togados llegó a cierto
acuerdo para poner en libertad a un viejo amigo acusado de conducir
bebido. Podría ser el momento de emprender una de tus archiconocidas
cruzadas de crimen y castigo.
—Le echaré ese vistazo —prometió Cowart.
—Menudo frío esta mañana —se quejó Martin—. ¿De qué sirve vivir aquí
si tienes que llegar al trabajo tiritando? Podría ser Alaska.
—¿Por qué no sacamos un editorial contra el mal tiempo? Después de
todo, siempre estamos intentando influir en el cielo. Tal vez nos
oigan esta vez.
—Tienes razón. —Sonrió Martin.
—Y tú eres el hombre indicado para hacerlo —dijo Cowart.
—Cierto. No vivo en pecado, como tú; tengo mejor relación con el
Todopoderoso. Eso ayuda en este oficio.
—Porque estás más cerca de unirte a Él que yo.
Su vecino refunfuñó.
—¿Qué tienes contra los veteranos? —protestó agitando el dedo—. Y
puede que también seas un sexista, un racista, un pacifista… y todos
los demás «istas».
Cowart soltó una risita, se fue a su mesa y puso la pila de correo en
el centro; aquel sobre quedó encima. Fue a cogerlo mientras con la
otra mano marcaba el número de su ex mujer. «Con un poco de suerte,
estarán desayunando», pensó.
Sujetó el auricular entre el hombro y el oído, liberando así la mano
mientras se establecía la conexión. Cuando el teléfono empezó a sonar
abrió el sobre y sacó un único folio amarillo de papel pautado.
Estimado señor Cowart:
Actualmente, espero el día de mi ejecución en el corredor de la muerte
por un crimen que YO NO COMETÍ.
—¿Diga?
Dejó la carta encima de la mesa.
—Hola, Sandy. Soy Matt. Sólo quería hablar con Becky un minuto. Espero
no interrumpir nada…
—Hola, Matt. —Cowart notó que titubeaba—. No, es sólo que estábamos a
punto de salir. Tom tiene que estar en el juzgado a primera hora, así
que la llevará al colegio, y… —Hizo una pausa—. No, no pasa nada. De
todas maneras, hay unas cuantas cosas sobre las que necesito hablar
contigo. Pero ellos tienen que irse, así que se breve.
Cowart cerró los ojos y pensó en lo doloroso que le resultaba no
formar parte de la vida cotidiana de su hija. Se la imaginaba
derramando la leche del desayuno y leyéndole libros de noche,
sosteniendo su mano cuando se pusiera enferma, admirando las
fotografías que se hacía en el colegio. Contuvo la desilusión.
—Claro. Sólo quería decirle hola.
—Ahora se pone.
El auricular resonó contra la mesa y, en el silencio subsiguiente,
Matthew Cowart releyó las palabras finales: YO NO COMETÍ.
Recordó a su esposa el día en que se conocieron, en la redacción del
periódico de la Universidad de Michigan. Era bajita, pero su fuerza
parecía contrarrestar su talla. Estudiaba diseño gráfico y trabajaba a
media jornada maquetando, preparando titulares y revisando pruebas de
imprenta, apartándose de la cara el ondulado cabello oscuro, tan
concentrada que rara vez oía sonar el teléfono o reaccionaba a los
chistes verdes que inundaban la desenfrenada atmósfera de la
redacción. Era una mujer de orden y precisión, con un enfoque de la
vida propio de un delineante. Hija del jefe de bomberos local,
fallecido en acto de servicio, y de una maestra de primaria, su mayor
deseo era acumular bienes y disfrutar de todas las comodidades. Él la
consideraba guapa, y lo asustaba lo mucho que la deseaba; se
sorprendió de que accediera a salir con él, pero aún más de que,
después de una docena de citas, ya se hubieran acostado.
Por aquel entonces Cowart era redactor jefe de deportes, y eso a ella
le parecía una pérdida de tiempo; de hecho, solía mofarse de esos
hombres supermusculados con extravagantes atuendos que corren detrás
de balones de formas diversas. Él había procurado instruirla en las
distintas modalidades deportivas, pero ella se mostró intransigente.
Al cabo de un tiempo, con la relación ya consolidada, Cowart empezó a
cubrir auténticas noticias y a salir a la calle en busca de material
para sus artículos. Disfrutaba con las interminables horas de trabajo,
la persecución de la noticia y la tentación de escribir. Ella pensaba
que llegaría a ser famoso, o al menos importante. Lo acompañó cuando
él consiguió la primera oferta de trabajo en un pequeño diario del
centro del país. Seis años más tarde seguían juntos. El día que Sandy
le anunció su embarazo, Cowart recibió una oferta del Journal. Él iba
a cubrir los tribunales penales; ella iba a tener a Becky.
—¿Papi?
—Hola, cariño.
—Hola, papi. Mamá dice que sólo puedo hablar un minuto. Tengo que ir
al colegio.
—¿También hace frío ahí, cielo? Deberías ponerte un abrigo.
—Vale. Tom me compró uno con un pirata que es todo naranja, como los
Bucs. Voy a ponerme ése. También conocí a algunos jugadores. Fueron a
una merendola con la que ayudábamos a reunir dinero para los pobres.
—Estupendo —respondió Matthew. «Maldita sea», pensó.
—Papi, ¿los jugadores son importantes?
Cowart soltó una risita.
—Más o menos.
—Papi, ¿te pasa algo?
—No, cariño, ¿por qué?
—Es que nunca me llamas por la mañana.
—Es sólo que al levantarme te he echado de menos y quería oír tu voz.
—Yo también te echo de menos. ¿Volverás a llevarme a Disney World?
—Esta primavera. Te lo prometo.
—Vale. Ahora tengo que irme. Tom me está haciendo señas. ¡Ah!, ¿sabes
qué? Los de segundo tenemos un club especial que se llama el Club de
los Cien Libros. Hay un premio por leer cien libros y ¡me lo han dado
a mí!
—¡Fantástico! ¿Y qué es?
—Una placa especial y una fiesta de final de curso.
—Genial. ¿Y cuál es tu libro preferido?
—El que tú me enviaste: El dragón chiflado. —Rió—. Me recuerda a ti.
Él compartió su risa.
—Tengo que irme —repitió la niña.
—Vale. Te quiero y te echo muchísimo de menos.
—Yo también. Adiós.
—Adiós —dijo, pero ella ya había dejado el teléfono.
Se hizo otro silencio hasta que su ex esposa cogió el auricular. Él
habló primero.
—¿Una merendola con futbolistas?
Siempre había querido odiar al hombre que lo había suplantado, odiarle
por su profesión de abogado especializado en derecho de sociedades,
por su aspecto, bajo y fornido, con la constitución de quien a la hora
de comer levanta pesas en un gimnasio de los caros; quería imaginar
que era cruel, un amante desconsiderado, un pésimo padre adoptivo, un
inepto cabeza de familia; pero no era nada de eso. Poco después de que
su ex esposa le anunciara su inminente boda, Tom voló a Miami (sin
decírselo a ella) para encontrarse con él. Tomaron unas copas y
comieron juntos. El propósito era turbio, pero, al acabar la segunda
botella de vino, el abogado le dijo con franqueza que no estaba
intentando ocupar su lugar de padre y que, como tenía que vivir con su
hija, haría todo lo posible porque ella correspondiera a su padre con
cariño. Cowart le creyó, sintió una extraña especie de alivio y
satisfacción, luego pidió otra botella de vino y se convenció de que
su sucesor le caía más o menos bien.
—Es por el bufete de abogados. Son copatrocinadores del United Way de
Tampa; por eso vinieron los jugadores. Becky se quedó bastante
impresionada, claro que Tom no le dijo cuántos partidos ganaron los
Bucs el año pasado.
—Ahora lo entiendo.
—Ya. La verdad es que son los hombres más grandes que he visto en mi
vida —dijo Sandy, riendo.
Se produjo una pausa.
—¿Y tú cómo estás? ¿Qué tal Miami? —preguntó ella al cabo.
—Hace frío, y eso vuelve loco a todo el mundo. Ya sabes cómo es, nadie
tiene un abrigo de invierno ni calefacción en casa. Todos tiritan y
enloquecen hasta que vuelve el calor. Yo estoy bien, encajo bien aquí.
—¿Sigues teniendo aquellas pesadillas?
—No tanto. Alguna de vez en cuando. Pero está todo bajo control.
Era una verdad a medias, algo que sabía que ella no creería pero
aceptaría sin hacerle demasiadas preguntas. Se encogió de hombros,
pensando en lo mucho que odiaba la noche.
—Podrías pedir ayuda. El periódico correría con los gastos.
—Sería una pérdida de tiempo. Hace meses que no tengo pesadillas —
mintió de manera más flagrante. La oyó suspirar—. ¿Qué ocurre? —le
preguntó.
—Bueno —contestó—, supongo que debería decírtelo.
—¿Decirme el qué?
—Tom y yo vamos a tener un bebé. Becky ya no estará sola.
Cowart se mareó un poco, y a su mente acudieron un miliar de ideas y
sentimientos.
—Vaya, vaya. Enhorabuena.
—Gracias. Pero tú no lo entiendes.
—¿El qué?
—Que Becky va a formar parte de una familia. Aún más que antes.
—¿Ah sí?
—¿Es que no ves lo que ocurrirá? Que tú te quedarás al margen. Al
menos eso es lo que me asusta. Ya bastante duro es para ella que tú
estés en la otra punta del estado.
Para él fue como una bofetada en la cara.
—No soy yo el que está en la otra punta del estado. Eres tú. Tú eres
la que se fue.
—Eso es agua pasada —replicó Sandy—. De todos modos, las cosas van a
cambiar.
—No veo por qué…
—Hazme caso —dijo ella. Por su tono, había elegido cuidadosamente las
palabras con mucha antelación—. Te dedicará menos tiempo. Estoy
segura. Le he estado dando muchas vueltas.
—Pero ése no era el acuerdo.
—El acuerdo puede cambiar. Y los dos lo sabemos.
—No lo creo —respondió Cowart, y su voz delató un primer atisbo de
ira.
—Vale. No voy a permitir que esta conversación me provoque un
disgusto. Así que ya veremos.
—Pero…
—Matt, tengo que irme. Sólo quería que lo supieras.
—Estupendo —dijo él—. Muy amable de tu parte.
—Podemos discutirlo más tarde, si es que hay algo que discutir.
«Claro —pensó Cowart—. Después de que hayas hablado con abogados y
asistentes sociales y de que me hayas alejado completamente de vuestra
vida.» Sabía que era una idea absurda, pero se resistía a salir de su
cabeza.
—No es de tu vida de lo que estamos hablando —añadió Sandy—. Ya no. Es
de la mía.
Y colgó.
«Estás equivocada», pensó Cowart. Miró en torno a su cubículo. A
través de un ventanuco vio cómo el cielo se encapotaba en el centro de
la ciudad con un tono gris pizarra. Luego miró las palabras que tenía
justo delante: YO NO COMETÍ. «Todos somos inocentes —pensó—.
Demostrarlo es lo difícil.»
Acto seguido, para apartar la conversación de su mente, retomó la
carta y siguió leyendo:
El 4 de mayo de 1987 acababa de regresar a casa de mi abuela en
Pachoula (condado de Escambia). Por aquel entonces estudiaba en la
Universidad de Rutgers, en New Brunswick (Nueva Jersey), y estaba a
punto de acabar el tercer año. Llevaba varios días de visita cuando la
policía me detuvo para interrogarme sobre un asesinato con violación
ocurrido a escasos kilómetros de casa de mi abuela. La víctima era
blanca. Yo soy negro. Un testigo ocular había visto cómo un Ford sedán
verde parecido al que yo tenía abandonaba el lugar donde la niña había
desaparecido. Me tuvieron en comisaría treinta y seis horas,
despierto, sin comida, sin agua y sin dejarme hablar con un abogado.
Los agentes me golpearon en varias ocasiones. Usaban guías de
teléfonos dobladas para aporrearme, porque no dejan marca. Me
amenazaron de muerte y uno de ellos llegó a apuntarme a la cabeza con
una pistola y apretó varias veces el gatillo. Cada vez que lo hacía,
el percutor chasqueaba en un tambor vacío. Al final, me dijeron que si
confesaba todo iría bien. Estaba tan exhausto y aterrado que lo hice.
Confesé sin conocer los detalles, y dejándome implicar en el crimen.
Después de todo lo que me hicieron pasar, habría confesado cualquier
cosa.
¡PERO YO NO LO HICE!
Al cabo de unas horas intenté retractarme de mi confesión, en vano. El
abogado de oficio sólo vino a verme tres veces antes del juicio;
tampoco llevó a cabo ninguna investigación, ni llamó a testigos que me
habrían situado en algún otro lugar cuando se cometió el crimen. Un
jurado integrado por blancos oyó los testimonios y me condenó tras una
hora de deliberación. Les llevó otra hora proponer la pena de muerte.
El juez blanco dictó sentencia y me calificó de animal al que habría
que sacar de la sala y matar a tiros.
Ahora llevo tres años en el corredor de la muerte. Tengo la esperanza
de que los tribunales anulen la sentencia, pero puede que tarden
muchos años. ¿Puede usted ayudarme? Otros presos me han dicho que ha
escrito editoriales condenando la pena de muerte. Yo soy un hombre
inocente que se enfrenta a la pena máxima a causa de un sistema
racista que ha conspirado contra mí. Prejuicio, ignorancia y maldad me
han puesto en esta situación. Por favor, ayúdeme.
He escrito más abajo los nombres de mi nuevo abogado y de los
testigos. También he puesto su nombre en mi lista de visitas
autorizadas, por si decide venir a hablar conmigo.
Una cosa más. No sólo soy inocente de los cargos que se me imputan,
sino que además le puedo dar el nombre del asesino.
A la espera de su respuesta,
ROBERT EARL FERGUSON
N° 212009
Prisión estatal de Florida
Starke, Florida
Cowart tardó unos instantes en asimilar el contenido de la carta. La
releyó varias veces, intentando ordenar sus impresiones. Era evidente
que el hombre sabía expresarse, que era culto y educado, pero los
presos que se declaraban inocentes, en especial los del corredor de la
muerte, eran la norma más que la excepción. Siempre se había
preguntado por qué la mayoría de los hombres, incluso en la hora de su
muerte, se aferran a un halo de inocencia. Era comprensible en el caso
de los peores psicópatas, asesinos en serie que respetan tan poco la
vida humana que matarían a alguien antes de hablar con él, pero que,
en un careo, mantendrían ese halo si no se les convence de que más les
vale confesar. Era como si la palabra tuviera un significado diferente
para ellos, como si de la lista de horrores que habían provocado
hicieran borrón y cuenta nueva.
La idea le hizo recordar los ojos de un muchacho. Los ojos habían sido
parte importante en muchas de sus pesadillas.
Se había hecho tarde, y en Miami la noche daba lentamente paso a una
sofocante madrugada de verano, cuando había recibido aquella llamada
que lo hizo ir a una casa a sólo diez o doce manzanas de la suya. El
redactor jefe, ronco por la hora intempestiva y harto del trabajo, lo
enviaba a presenciar un espectáculo aterrador.
Aquello sucedió cuando todavía trabajaba en la sección local como
periodista de sucesos, lo cual implicaba cubrir sobre todo noticias de
asesinatos. Había llegado al lugar de los hechos y se había pasado una
hora merodeando fuera del cordón policial, esperando a que algo
ocurriera, escrutando en la oscuridad un cuidado chalet de una sola
planta con el césped bien cortado y un BMW nuevo aparcado a la entrada
del garaje. Era una casa de clase media, propiedad de un joven
ejecutivo y su esposa. Veía a la policía científica, a varios
detectives y personal médico forense dentro de la casa, pero no
lograba dilucidar qué había ocurrido. Toda la zona estaba iluminada
por las luces de la policía, que disparaban haces de rojo y azul en
todas direcciones y parecían hacerse más densas con la humedad. Los
pocos vecinos que habían salido de sus casas coincidían al describir a
la pareja que vivía en la casa: amables y simpáticos, pero reservados.
Se trataba de una letanía con la que todos los periodistas estaban
familiarizados; de las víctimas de asesinato siempre se decía que eran
personas reservadas, lo fueran o no. Era como si los vecinos
necesitaran desvincularse rápidamente de cualquier horror caído del
cielo.
Por fin, vio que Vernon Hawkins abandonaba la casa por una puerta
lateral. El viejo detective fue esquivando las luces de la policía y
las cámaras de televisión hasta arrimarse a un árbol, como si
estuviera agotado.
Conocía a Hawkins desde hacía años, gracias a docenas de noticias. El
veterano detective siempre había sentido especial simpatía por Cowart;
le había dado chivatazos en repetidas ocasiones, le había revelado
información confidencial y explicado detalles secretos, y también le
había dejado entrar en la vida inexorablemente peligrosa de un
detective de homicidios. Cowart consiguió colarse por debajo de la
cinta amarilla que acordonaba la zona y se acercó al detective. El
hombre frunció el entrecejo, luego se encogió de hombros y le indicó
que se sentara.
El detective encendió un cigarrillo. Después, por un instante, clavó
la mirada en el resplandeciente cielo.
—Esto es un crimen —dijo con una risa compungida—. Me están matando.
Solían hacerlo poco a poco, pero me hago viejo y el ritmo se va
acelerando.
—¿Y por qué no lo dejas? —preguntó Cowart.
—Porque es lo único de este mundo que me saca el olor a decrepitud de
las narices. —Dio una larga calada y la brasa iluminó las arrugas en
su rostro. Tras un momento de silencio, se volvió hacia Cowart—:
Bueno, Matty, ¿qué te trae por aquí una noche como ésta? Deberías
estar en casa con tu encantadora mujer.
—Vamos, Vernon.
El detective sonrió y recostó la cabeza en el árbol.
—Acabarás como yo, sin otra cosa que hacer por la noche que acudir a
la escena del crimen.
—Vete al infierno, Vernon. ¿Qué puedes decirme del interior de la
casa?
El detective soltó una lacónica risa.
—Un tipo desnudo y con el cuello cortado. Una mujer desnuda y con el
cuello cortado. Ambos en la cama. Y sangre por toda la jodida casa.
—¿Y?
—Tenemos al sospechoso.
—¿Quién es?
—Un adolescente. Un fugitivo de Des Moines al que las víctimas
recogieron esta misma noche. Habían ido a dar una vuelta en coche
hasta Fort Lauderdale, y allí lo encontraron. Luego se montaron un
trío. El único inconveniente fue que, después de pasar un buen rato,
el chico decidió que no tendría suficiente con sus cien pavos. Ya
sabes, vio el coche, un buen vecindario y todo lo demás. Discutieron.
El muchacho sacó una navaja, un arma estupenda. El primer tajo
atravesó la yugular del hombre… —De repente rasgó la oscuridad con un
rápido movimiento—. Caes fulminado. La sangre borbotea un par de veces
y ya está; te mantienes vivo lo suficiente para ser consciente de que
te mueres. Una manera cruel de morir. La mujer empezó a chillar,
claro, y echó a correr. Pero el chico la agarró del pelo, la tumbó
hacia atrás, y ¡bingo! Algo rápido, sólo le dio tiempo a gritar una
vez más. Pero, mira por dónde, esta vez alertó al vecino que nos
llamó; un tipo con insomnio que había salido a pasear con su perro.
Detuvimos al chico cuando se disponía a marchar. Estaba cargando el
coche con el equipo de música, la televisión, ropa y todo lo que
podía. Iba todo ensangrentado.
Echó un vistazo al otro lado del patio y añadió con expresión ausente:
—Matty, según Hawkins, ¿cuál es el primer mandamiento de la calle?
Cowart sonrió en la oscuridad. A Hawkins le gustaba hablar con
máximas.
—El primer mandamiento, Vernon, es nunca te busques problemas, porque
los problemas llegan cuando quieren.
El detective asintió.
—Un muchacho encantador. Un muchacho psicópata realmente encantador.
Él dice que no tiene nada que ver.
—Joder.
—No es tan extraño —prosiguió el detective—. Quiero decir, que a lo
mejor el chico culpa al señor ejecutivo y a su esposa por lo ocurrido.
Si ellos no hubieran intentado engañarle, ya sabes a qué me refiero.
—Pero…
—Ningún remordimiento. Ni una pizca de compasión, ni un atisbo de
humanidad. Es sólo un chico. Me ha contado lo ocurrido. Y añadió: «Yo
no hice nada. Soy inocente. Quiero un abogado.» Estábamos allí de pie,
con sangre por todas partes, y dice que no ha hecho nada. Supongo que
es porque le trae sin cuidado, vaya. Por el amor de Dios…
Se echó hacia atrás, abatido y exhausto.
—¿Sabes cuántos años tiene el muchacho? —agregó—. Quince. Los cumplió
hace un mes. Debería estar en casa, pensando en el acné, las chicas y
los deberes del cole. Seguro que también es un delincuente juvenil; me
apuesto la casa. —Cerró los ojos y suspiró—. Yo no hice nada. Yo no
hice nada… Mierda. —Le enseñó la mano—. Mira esto. Tengo cincuenta y
nueve putos años, estoy a punto de jubilarme, y creía que ya había
visto y oído de todo.
La mano le temblaba. Cowart vio cómo se movía a la luz de las
intermitentes luces de la policía.
—¿Sabes? —dijo Hawkins mientras se miraba la mano—, me estoy
endureciendo tanto que ya no quiero oír nada más. Casi preferiría
emprenderla a tiros con un maldito chalado que oír a un solo tipo más
hablando de algo terrible como si no tuviera importancia. Como si no
fuera una vida lo que ha segado, sino el envoltorio de un caramelo que
ha arrugado y tirado al suelo. Como si en vez de culpable de asesinato
en primer grado, lo fuera de arrojar basura. —Se volvió hacia Cowart—.
¿Quieres verlo?
—Claro. Vamos.
Hawkins lo miró de hito en hito.
—No estés tan seguro. Siempre quieres verlo todo demasiado rápido.
Esta vez no es nada agradable.
—También es mi trabajo —replicó Cowart.
El detective se encogió de hombros.
—Vale, pero tienes que prometerme una cosa.
—¿Qué cosa?
—Verás lo que hizo y luego te llevaré ante él. No le hagas preguntas,
sólo échale un vistazo, está en la cocina. Pero asegúrate de escribir
en tu artículo que no es un muchacho cualquiera. ¿Queda claro? Que no
es un pobre chico desfavorecido. Eso es lo que su abogado empezará a
decir en cuanto llegue. Quiero que hagas lo contrario, que digas que
se trata de un asesinato a sangre fría, ¿vale? A sangre fría. No
quiero que nadie coja el periódico, vea una fotografía suya y se
pregunte: «¿Cómo podría este buen chico haber hecho algo así?»
—Descuida, lo haré —dijo Cowart.
—De acuerdo.
El detective se encogió de hombros y luego se irguió. Echaron a andar
hacia la puerta principal, pero cuando estaban a punto de entrar
Hawkins insistió.
—¿Estás seguro? Son gente como tú y como yo. No lo olvidarás jamás.
—Vamos.
—Matty, por una vez escucha el consejo de un viejo.
—Venga ya, Vernon.
—Entonces, allá tú y tus pesadillas —dijo el detective, y en eso tenía
toda la razón.
Cowart recordó haber mirado fijamente al ejecutivo y su esposa. Había
tanta sangre que era casi como si estuvieran vestidos. Cada vez que se
disparaba el flash del fotógrafo de la policía los cuerpos destellaban
por un instante.
Sin mediar palabra, siguió al detective hasta la cocina. El muchacho
estaba allí sentado; llevaba zapatillas de deporte y vaqueros, el
delgado torso desnudo, y tenía un brazo esposado a una silla. Vetas de
sangre tatuaban su cuerpo, pero a él no le importaba y con la mano
libre fumaba un cigarrillo sin inmutarse. Eso le daba aspecto de más
joven aún, un niño que quiere pasar por mayor y más duro para
impresionar a la policía cuando, en realidad, lo único que logra es
parecer un poco más imbécil. Cowart vio en su cabello rubio una
salpicadura de sangre que le enmarañaba los rizos, y una mancha de
sangre reseca en su mejilla. Ni siquiera le crecía barba.
Levantó la mirada cuando Cowart y el detective entraron en la cocina.
—¿Quién es ése? —preguntó, señalando a Cowart con la cabeza.
Por un momento, Matthew clavó sus ojos en los del muchacho. Eran
azules e infinitamente malvados, y parecían mirar el filo acerado del
hacha de un verdugo.
—Un periodista del Journal —dijo Hawkins.
—¡Eh, periodista! —exclamó el muchacho con una repentina sonrisa.
—¿Qué?
—Escribe que yo no hice nada —dijo, y soltó una carcajada hasta
quedarse casi sin aliento, tan estrepitosa que hizo eco detrás de
Cowart.
Aquella risa quedó congelada en su memoria mientras Hawkins lo
conducía al exterior, de vuelta al ajetreado amanecer.
Después de lo ocurrido, Cowart se había ido a su despacho a escribir
la historia del joven ejecutivo, su esposa y el adolescente. Había
descrito las sábanas blancas arrugadas y ensangrentadas, y las rojas
salpicaduras que hacían de las paredes un espectáculo dantesco. Había
escrito sobre el vecindario y la elegante casa, sobre un diploma que
colgaba enmarcado en la pared acreditando la pertenencia de la víctima
a un club de subastas de categoría, sobre sueños aburguesados y la
tentación del sexo prohibido. Había descrito el extrarradio de Fort
Lauderdale, donde los niños hacían excursiones nocturnas de placer
para alejarse cada minuto más y más de su juventud, y había descrito
los ojos del muchacho, para fulminarlos en su artículo como su amigo
le había pedido que hiciera.
Había terminado la noticia con las palabras del muchacho.
Aquella misma noche, de regreso a casa con una copia de la primera
edición bajo el brazo y su historia ocupando la portada, había notado
un agotamiento que iba más allá de la falta de sueño. Luego se había
metido en la cama, para acurrucarse tiritando junto a su esposa a
sabiendas de que ella planeaba dejarle, incapaz de hallar calor en el
mundo.
Cowart sacudió la cabeza tratando de disipar el recuerdo de aquella
mañana, y miró en torno a su cubículo.
Ahora Hawkins estaba muerto. Lo jubilaron con una pequeña ceremonia,
le dieron una pensión, y dejaron que pusiera fin a su vida con un
enfisema. Cowart había asistido a la ceremonia y aplaudido cuando el
jefe de policía había mencionado la elogiable trayectoria del
detective. Siempre que podía, iba a verlo a su pequeño apartamento de
Miami Beach. Era un lugar frío, decorado con viejos recortes de
artículos escritos por Cowart y otros. Al final de cada visita,
Hawkins siempre le decía: «Recuerda las normas, y si olvidas lo que te
he dicho sobre la calle, entonces invéntate tus propias normas y vive
en función de ellas.» Cowart también había ido al hospital siempre que
podía: salía temprano y a escondidas de su despacho para visitar al
detective y contarle historias, hasta aquel último día, en que había
llegado y encontrado a Hawkins inconsciente y entubado, sin saber si
lo oía cuando susurraba su nombre o si lo sentía cuando estrechaba su
mano. Había pasado una larga noche sentado junto a la cama, y ni
siquiera supo en qué instante la vida del detective se había apagado.
Asistió al funeral junto con unos pocos policías veteranos: una
bandera, un féretro, las palabras de un sacerdote; ni esposa, ni
hijos, ni lágrimas. Tan sólo una pesadilla de recuerdos que iba
quedando lentamente bajo tierra. Se preguntaba si sería lo mismo
cuando él muriera.
«¿Qué habrá sido del muchacho? —se preguntó ahora—. Puede que haya
salido del reformatorio y esté en la calle. O en el corredor de la
muerte, junto al autor de esta carta. O muerto.» Echó un vistazo a la
carta. «Esto debería ser una noticia —pensó—, no un editorial. Debería
entregarla a alguien de locales y dejar que lo compruebe. Yo ya no
llevo eso. Soy un hombre de opiniones. Escribo desde la distancia,
formo parte de un equipo que vota y decide y adopta posturas, no
pasiones. He renunciado a mi fama.»
Eso era exactamente lo que se disponía a hacer, pero entonces se
detuvo.
Un hombre inocente.
Procuraba recordar si en alguno de los juicios y delitos que había
cubierto había visto alguna vez a un hombre realmente inocente. Habían
desfilado ante sus ojos multitud de veredictos de inocencia, cargos
retirados por falta de pruebas, casos perdidos por pura habilidad de
la defensa o torpeza de la acusación. Pero no lograba recordar a
alguien verdaderamente inocente. En cierta ocasión había preguntado a
Hawkins si alguna vez había detenido a alguien así, y él había
replicado: «¿Un hombre de verdad inocente? Uno se equivoca muchas
veces, y hay muchos cabrones en libertad que deberían estar entre
rejas. Pero ¿trincar a alguien realmente inocente? Eso es lo peor. No
sé si podría vivir con ello. No, señor. Eso es lo único en la vida que
no me dejaría dormir.»
Sostuvo la carta en sus manos. «Yo no cometí.» Se preguntó: «¿A
alguien le quita el sueño el caso Robert Earl Ferguson?» Sintió un
ramalazo de agitación. «Si es verdad…», pensó. No completó la idea,
pero tragó saliva para dominar un arrebato de ambición.
Recordó una entrevista que había leído años atrás sobre un hábil y
veterano jugador de baloncesto que ponía punto final a una larga
carrera deportiva. Aquel hombre hablaba de sus triunfos y sus fracasos
con una especie de moderada y equitativa dignidad. Le preguntaban por
qué se retiraba, y él hablaba de su familia e hijos, de la necesidad
de abandonar un juego de infancia para seguir adelante con la vida.
Luego hablaba de sus piernas, no como si fueran parte de su cuerpo,
sino viejas y buenas amigas. Admitía que ya no saltaba como antes, que
cuando se disponía a elevarse hacia el aro, los músculos que una vez
parecían haberlo propulsado con tanta facilidad protestaban a causa de
los años y el dolor, e insistían en su retirada. Y añadía que, sin
ayuda de sus piernas, no tenía sentido continuar. Después de aquella
entrevista había salido a jugar su último partido y había acabado
marcando treinta y ocho puntos sin esfuerzo: corriendo, rotando y
rebasando el tablero como antes. Era como si su cuerpo hubiera dado a
aquel hombre la última oportunidad de imponer en los espectadores un
recuerdo imborrable. Cowart había pensado entonces que lo mismo podía
aplicarse al periodismo: requería cierta juventud que no conociera el
descanso, un empuje que desplazara sueño, hambre y amor; y todo para
salir en busca de la noticia. Los mejores periodistas tenían piernas
que les llevaban más alto y más lejos, mientras que otros quedaban
rezagados descansando.
Sin querer, flexionó los músculos de las piernas.
«Hubo un tiempo en que yo también las tuve —pensó—. Antes de retirarme
a tener pesadillas, llevar traje, actuar con responsabilidad y
envejecer con dignidad. Ahora estoy divorciado y mi ex esposa va a
robarme lo único que he amado sin reservas; y yo estoy aquí sentado,
huyendo de la realidad, opinando sobre sucesos que no afectan a
nadie.»
Sostuvo la carta firmemente en su mano.
«Inocente —pensó—. Ya veremos.»
La hemeroteca del Journal era una extraña mezcla de lo antiguo y lo
moderno. Estaba situada a continuación de la redacción, al otro lado
de las mesas en que trabajaban los articulistas de noticias blandas.
En la parte trasera de la hemeroteca había hileras de grandes
archivadores metalizados que contenían recortes que se remontaban a
décadas atrás. En el pasado, el periódico había diseccionado cada día
por persona, tema, lugar y suceso, y cada recorte había sido
adecuadamente archivado. Ahora todo eso se hacía con ordenadores
último modelo, potentes terminales con enormes pantallas. Los
bibliotecarios se limitaban a repasar cada artículo, marcar las
personas y palabras clave, y pasarlos luego a archivos electrónicos.
Cowart prefería el viejo método. Le gustaba arreglárselas con un
puñado de recortes emborronados, para elegir bien lo que necesitaba.
Era como tener un pedazo de historia entre las manos. El de ahora era
un método rápido, eficaz e impersonal. Y él nunca perdía la ocasión de
fastidiar a los bibliotecarios al respecto cada vez que acudía a la
hemeroteca.
Nada más entrar, una joven se fijó en él. Era rubia, con una llamativa
melena, alta y esbelta. Llevaba gafas de montura metálica, y a veces
miraba por encima de ellas.
—No lo digas, Matt.
—¿Que no diga el qué?
—No digas lo de siempre. Que te gustaba más el viejo método.
—No lo diré.
—Bien.
—Pero porque tú me lo has pedido.
—Eso no vale —rió la joven. Se levantó y se acercó hasta el lugar del
mostrador donde él esperaba de pie—. ¿En qué puedo ayudarte?
—Laura, la bibliotecaria. ¿Alguien te ha dicho alguna vez que te
dejarás los ojos mirando todo el día esa pantalla de ordenador?
—Todo el mundo.
—Imagina que te doy un nombre…
—Y yo haré el viejo truco informático.
—Robert Earl Ferguson.
—¿Qué más?
—Corredor de la muerte. Condenado hace tres años en el condado de
Escambia.
—Veamos…
La joven se sentó remilgadamente ante un ordenador y después de
introducir el nombre pulsó una tecla. La pantalla se quedó en blanco,
salvo por una única palabra que parpadeaba en una esquina: «Buscando.»
Luego la máquina pareció hipar y escupió unas palabras.
—¿Qué dice? —preguntó.
—Hay un par de entradas. Déjame comprobarlo. —Pulsó otra tecla y otro
grupo de palabras apareció en pantalla. Leyó los titulares—: «Ex
universitario condenado a muerte por el asesinato de una niña»;
«Apelación denegada en el caso de asesinato en Pachoula»; «El Tribunal
Supremo de Florida admitirá causas del corredor de la muerte». Eso es
todo. Tres noticias. Todas publicadas en la edición de la costa del
Golfo; ninguna en la edición nacional, salvo la última, que se podría
considerar un resumen.
—No es demasiado para tratarse de un asesinato y una pena de muerte —
dijo Cowart—. ¿Sabes?, en los viejos tiempos parecía que cubríamos
todos los juicios por asesinato…
—Ya no.
—Entonces se le daba más importancia a la vida.
La chica se encogió de hombros.
—La muerte violenta solía causar más sensación que ahora, y tú eres
demasiado joven para hablar de los viejos tiempos. Quizá te refieras a
los setenta… —Sonrió y Cowart rió con ella—. De todas maneras,
últimamente la pena de muerte no es ninguna novedad en Florida. Ahora
mismo tenemos… —reclinó la cabeza y miró al techo un momento— más de
doscientos hombres en el corredor de la muerte. El gobernador firma un
par de órdenes de ejecución al mes. Eso no quiere decir que se lleguen
a consumar, pero… —Lo miró y sonrió—. Pero bueno, tú ya sabes todo
esto; escribiste esos editoriales el año pasado sobre el hecho de ser
una nación civilizada, ¿correcto?
—Correcto. Recuerdo el principio básico: no permanecer impasible ante
la pena capital. Tres editoriales, a toda página. Y luego publicamos
más de cincuenta cartas de los lectores que eran, ¿cómo diría yo?,
contrarias a mi postura. Publicamos cincuenta, pero recibimos unos
cinco millones de trillones. Las más agradables insinuaban que
deberían decapitarme en la plaza pública. Las desagradables eran más
ocurrentes.
La chica sonrió.
—La popularidad no es lo tuyo. ¿Quieres que te lo imprima?
—Si eres tan amable. Pero preferiría que me quisieran…
Ella le sonrió y volvió a su ordenador. Tecleó una vez más y la veloz
impresora del rincón empezó a zumbar mientras iban saliendo las hojas.
—Aquí tienes. ¿Te traes algo entre manos?
—Puede —respondió Cowart—. Uno que dice que no ha hecho nada.
La joven rió.
—Suena interesante, e insólito. —Se volvió hacia la pantalla del
ordenador y Cowart se encaminó de regreso a su despacho.
Los hechos que habían llevado a Robert Earl Ferguson al corredor de la
muerte empezaban a tomar forma a medida que Cowart iba leyendo las
noticias. La información de la hemeroteca era mínima, pero suficiente
para hacerse una idea. La víctima del caso era una niña de once años
cuyo cuerpo había aparecido entre un matorral a orillas de un pantano.
Le resultaba fácil imaginar el sucio follaje que camuflaba el cuerpo.
Era una ciénaga nauseabunda, el lugar indicado para hallar la muerte.
Siguió leyendo. La víctima, hija de un funcionario municipal, fue
vista por última vez cuando volvía a casa del colegio. Cowart se
imaginó un solitario y espacioso edificio, de hormigón y planta baja,
construido en un terreno polvoriento. Pintado de un rosa descolorido o
un verde institucional, colores que difícilmente lograrían iluminar el
alborozo de los niños celebrando el final de la jornada escolar. Allí
era donde una de las maestras la había visto subirse a un Ford verde
con matrícula de otro estado. ¿Por qué? ¿Qué la llevaría a subir al
coche de un extraño? La idea le produjo escalofríos y de repente
sintió miedo por su propia hija. «Ella no lo haría», pensó para
tranquilizarse. Al ver que la pequeña tardaba en llegar a casa, se
había dado la voz de alarma. Cowart sabía que aquel mismo día la
televisión local había divulgado una fotografía suya en las noticias
de la noche. Debía de ser la fotografía de una niña con el pelo
recogido en una coleta, cuya sonrisa revelaba un aparato de
ortodoncia; una foto de familia, hecha con esperanza e ilusión, y
utilizada para llenar de desesperación la pequeña pantalla.
Más de veinticuatro horas después de la desaparición, los agentes que
peinaban la zona habían descubierto su cadáver. La noticia estaba
llena de expresiones como «brutal asesinato», «ataque salvaje»,
«cuerpo destrozado», mera jerga periodística; reacio a describir con
lujo de detalles el auténtico calvario que había padecido la niña, el
periodista había recurrido a una serie de clichés.
«Debió de ser una muerte terrible —pensó—. La gente quería saber qué
había ocurrido; bueno, no del todo, porque si lo supieran tampoco
podrían dormir.»
Siguió leyendo. Ferguson había sido el primer y único sospechoso. La
policía lo había detenido poco después de levantar el cuerpo de la
víctima, por el parecido de su coche. Fue interrogado (en las noticias
no se mencionaban la incomunicación ni las palizas) hasta confesar. La
confesión, seguida de un análisis de las muestras de sangre y la
identificación del vehículo, parecía haber sido la única prueba
incriminatoria, pero Cowart se mostraba cauto. Las vistas habían
cobrado cierta impetuosidad, como en el buen teatro, y un detalle que
parecía insignificante o cuestionable cuando se mencionaba en las
noticias se volvía inmenso a ojos del jurado.
Ferguson había dicho la verdad respecto al dictamen del juez. La frase
«un animal al que habría que sacar de la sala y matar a tiros»
aparecía destacada en las noticias. «Seguramente se jugaba la
reelección aquel año», pensó.
Las demás noticias le proporcionaron información adicional; sobre
todo, que la primera apelación de Ferguson, basada en la fragilidad de
las pruebas presentadas, había sido desestimada por el tribunal de
apelaciones del primer distrito. Era de esperar. Todavía estaba
pendiente de la resolución del Tribunal Supremo de Florida. Así pues,
Ferguson aún no había agotado la vía de los tribunales.
Se reclinó en la silla e intentó imaginar lo ocurrido.
Vio un condado rural en los bosques de Florida. Aquélla era una parte
del estado muy distinta de las populares imágenes de Florida: nada que
ver con los rostros sonrientes e impecables de la clase media que
acudía, en masa a Orlando y Disney World, ni con los colegiales
gamberros que iban a pasar las vacaciones de Semana Santa a las
playas, ni con los turistas que viajaban en sus caravanas a Cabo
Cañaveral para presenciar el lanzamiento de naves espaciales. Y esa
Florida tampoco tenía nada que ver con la imagen cosmopolita y liberal
de Miami, que se consideraba a sí misma una especie de Casablanca
norteamericana.
«En Pachoula —pensó—, incluso en los ochenta, cuando una niña blanca
es violada y asesinada por un negro, aflora una América más primitiva;
una América que todo el mundo preferiría olvidar. Probablemente ése
haya sido el caso de Ferguson.»
Cogió el teléfono para llamar al abogado que llevaba la apelación de
Ferguson.
Tardó más de lo que quedaba de mañana en localizar al letrado. Cuando
por fin se puso en contacto con él, le llamó la atención su mentolado
acento sureño.
—Señor Cowart, soy Roy Black. ¿Qué lleva a un periodista de Miami a
interesarse por lo que ocurre acá, en el condado de Escambia? —
Pronunció «acá» con un dejo sureño.
—Gracias por devolverme la llamada, señor Black. Siento curiosidad por
uno de sus clientes. Un tal Robert Earl Ferguson.
El abogado rió lacónicamente.
—Bueno, cuando la secretaria me pasó su mensaje imaginé que querría
hablar sobre el señor Ferguson. ¿Qué quiere saber?
—Todo lo que sepa sobre su caso.
—Bueno, ahora está en manos del Tribunal Supremo de Florida.
Sostenemos que las pruebas contra el señor Ferguson no eran
suficientes para condenarle. Y también solicitamos que el juez
competente desestime su confesión. Debería usted leerla; tal vez sea
el documento de este tipo más amañado que haya visto en mi vida. Como
si la propia policía lo hubiera redactado en comisaría. Y sin esa
confesión no hay base legal. Si Robert Earl no dice lo que ellos
quieren que diga, no dura ni dos minutos ante el tribunal. Ni siquiera
en el peor tribunal, el más sudista y racista del mundo.
—¿Y qué pasa con la muestra de sangre?
—El laboratorio policial del condado de Escambia cuenta con muy pocos
medios, no como los que hay en Miami. Sólo identificaron el grupo
sanguíneo: cero positivo. Es el grupo al que corresponde el semen
hallado en el cadáver; el mismo que tiene Robert Earl. Claro que, en
este condado, unos dos mil hombres tienen el mismo tipo de sangre.
Pero la defensa olvidó contrainterrogar sobre ello al personal médico.
—¿Y el coche?
—Un Ford verde con matrícula de otro estado. Nadie identificó a Robert
Earl, y nadie aseguró con certeza que la niña hubiera subido a su
coche. Coño, que no era lo que ustedes llaman una prueba
circunstancial, sino casual. Su defensa fue de lo más inepta.
—¿Usted no era su abogado entonces?
—No, señor. No tuve el honor.
—¿Ha impugnado la competencia de la defensa?
—Todavía no. Pero lo haremos. Un estudiante de tercero de derecho
podría haberlo hecho mejor, incluso un estudiante de último año de
instituto. Y eso me cabrea. No veo el momento de redactar mi alegato,
pero tampoco quiero quemar toda mi artillería nada más empezar.
—¿A qué se refiere?
—Señor Cowart, ¿conoce el tipo de apelación que se interpone en los
casos de pena máxima? La idea es no dejar de dar pequeños mordiscos a
la manzana. Así podré alargar años y años la vida de ese pobre
imbécil; lograr que la gente olvide y dar al tiempo la oportunidad de
hacer algo bueno. No debes jugar tu mejor baza al principio, porque
eso llevará a tu muchacho derechito a la vieja silla, ya me entiende.
—Pero supongamos que se trata de un hombre inocente…
—¿Eso le ha dicho Robert Earl?
—Sí.
—Pues a mí también.
—Y bien, señor Black, ¿le cree usted?
—¡Umm!, puede. Es una cantinela que he oído demasiadas veces de
alguien que disfruta de la hospitalidad del estado de Florida. Pero
entiéndalo, señor Cowart, no me permito suscribir la culpabilidad o la
inocencia de mis clientes. Tengo que ocuparme del mero hecho de que
han sido condenados en un tribunal y tienen que apelar ante otro
tribunal. Si puedo evitar una injusticia, bueno. Cuando me muera y
vaya al cielo me recibirá un coro de ángeles con trompetas de fondo.
Claro que a veces también puedo meter la pata, y entonces es posible
que me vea en un lugar muy distinto, rodeado de colegas con horcas y
rabitos puntiagudos. Así es la ley, señor. Pero usted trabaja para un
periódico, y los periódicos influyen mucho más que yo en la opinión
pública sobre el bien y el mal, la verdad y la justicia. Además, un
periódico tiene muchísima más influencia sobre el juez competente que
podría emplazar una nueva vista, o sobre el gobernador y el Consejo de
Indultos; ya me entiende. Tal vez usted podría hacer algo por Robert
Earl.
—Podría.
—¿Por qué no lo visita? Es muy inteligente y educado. —Black soltó una
risita—. Habla mucho mejor que yo. Posiblemente sea lo bastante
inteligente para ejercer la abogacía. Desde luego es más inteligente
que ese abogado que lo defendió, que seguro que echa una cabezadita
cada vez que sientan a un cliente suyo en la silla eléctrica.
—Hábleme de ese abogado.
—Un tipo viejo. Debe de llevar cien o doscientos años defendiendo
casos. Pachoula es un lugar pequeño; todo el mundo se conoce. Vienen
al juzgado del condado de Escambia y es como una fiesta, una fiesta
para celebrar el caso de asesinato. Yo no les caigo demasiado bien.
—Ya.
—Claro que Robert Earl tampoco les caía demasiado bien. Ya sabe, un
negro que va a la universidad y todo eso y vuelve a casa en un
cochazo. Puede que la gente sintiera alivio cuando lo arrestaron. No
están acostumbrados a estas cosas, y tampoco a asesinos violadores.
—¿Cómo es el lugar? —preguntó Cowart.
—Como se lo imagina usted, un hombre urbano. Es algo así como lo que
los periódicos y la Cámara de Comercio llaman el Nuevo Sur. Allí
conviven ideas innovadoras y rancias. Aunque, a fin de cuentas, eso
tampoco es tan malo. De hecho, montones de dólares para el desarrollo
van a parar a sus arcas.
—Entiendo.
—Acérquese y eche usted mismo un vistazo —dijo el abogado—. Pero
déjeme darle un consejo: no crea que son tontos sólo porque hablen
como yo y parezcan salidos de un libro de Faulkner o Flannery
O'Connor. No lo son.
—Tomo nota.
El abogado rió.
—Apuesto a que no pensaba que hubiera leído a esos autores.
—Estoy impresionado.
—Más se impresionará con Robert Earl. Y procure recordar una cosa más:
es posible que la gente de aquí esté más que satisfecha con lo que le
ocurrió a Robert Earl; así que no espere hacer demasiados amigos, o
fuentes, como a sus colegas les gusta llamarlos.
—Hay otra cosa que me preocupa —dijo Cowart—. Ferguson dice que sabe
el nombre del verdadero asesino.
—Bueno, yo no sé nada de eso. Puede que él sí lo sepa. Pachoula es un
lugar pequeño. Lo único que sé… —Su voz fue perdiendo jocosidad hasta
adoptar una franqueza que sorprendió a Cowart—. Lo único que sé es que
ese hombre fue condenado en un juicio injusto, y mi intención es
sacarlo del corredor de la muerte, sea culpable o inocente. Tal vez no
sea este año, ni ante este tribunal, pero sí algún día ante otro
tribunal. Me he criado y he pasado la vida entre sudistas y racistas,
y no voy a perder este caso. No me importa si él lo hizo o no.
—Pero si no lo hizo…
—Bueno, alguien asesinó a la niña. Así que alguien tendrá que pagar
por ello.
—Tengo muchas preguntas —dijo Cowart.
—Ya lo creo. Este es un caso con muchos interrogantes. A veces pasa.
Se supone que el juicio debería aclararlo todo, pero en realidad lo
complica aún más. Me parece que eso es lo que le ha ocurrido al pobre
Robert Earl.
—¿De verdad cree que debería pasarme por Pachoula?
—Claro —respondió el abogado. Cowart percibió su sonrisa al otro lado
del teléfono—. Creo que sí. No sé lo que se encontrará, además de un
montón de prejuicios e ideas rancias. A lo mejor usted puede ayudar a
que un inocente salga en libertad.
—Entonces, ¿le parece que es inocente?
—¿He dicho eso? No, sólo me refería a que deberían haberlo declarado
inocente por falta de pruebas; lo cual es muy distinto, ¿no cree?
Vielen Dank für das Lesen!
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