masalinascebo Miguel Angel Salinas

Hasán, inmigrante marroquí que recala en España en busca de prósperos vientos y mejores augurios, pronto es consciente de que en ningún sitio atan los perros con longanizas. Debe de interrumpir su habitual “línea de trabajo”, con la cual lograban ir tirando, por otra más prosaica. El núcleo familiar se tambalea y no le queda otra que anteponer una supervivencia moral y espiritual a una material.


Drama Alles öffentlich.

#relato #drama #social #inmigración
Kurzgeschichte
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672 ABRUFE
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Hasan

Hasán bomboloneaba* sin demasiado interés por una céntrica calle, muy apetecible en verano, merced a su frondoso arbolado y a sus sombríos soportales. En esas semanas de estío, criminales sin piedad, las mejores opciones consistían, si es que uno se las podía permitir, en tumbarse al amparo de un árbol, recostarse sobre una confortable cama, o zambullirse en una piscina. Hasán se lo podía conceder atendiendo a su ociosidad, que no a su economía. Por esas fechas, casi había agotado el paro que disfrutó durante ocho meses. Septiembre pintaba feo, a no ser que el panorama cambiara de modo notable. Y para ser honestos a la verdad, Hasán no movía un dedo para buscar y posteriormente hallar un trabajo, digno o no, bien o mal remunerado. No era momento de mostrarse remilgados, necesitaba de manera imperiosa un mínimo de liquidez. De no ser así, el casero, con el cual acumulaba ya dos meses de retraso, los vería montar el petate y perderse en la jungla de las calles.

Hasán optó por una siesta y como el arrendador ocupaba el principal derecha, subió sigilosamente las escaleras, como solo los gatos y los morosos acostumbran. Al acceder al pisito saludó al niño, que jugaba en el suelo del salón con una especie de puzle, le dio un beso y le dijo que se acostaba un rato.

La ventana daba a un silencioso y fresco patio interior. Entrelazando las manos tras la nuca, se dejó llevar por sus pensamientos, quizás el único bálsamo a su malestar y la única poción que conseguía apartarlo, no ya del presente, sino de un eventual futuro.


El pasado de Hasán no había sido un camino de rosas; sin embargo, hábilmente lograba separar, entre la maraña de sus recuerdos, algún episodio de felicidad; un determinado momento del cual sentirse orgulloso, que lo animaba y lo apartaba de la depresión. Casi sin excepción, el primer lugar que visitaba en su memoria era el Bar Isidoro.

En ese local, pocos eran los que no bebían, entre ellos, Manolo. Nadie conocía el origen del nombre Bar Isidoro, ni siquiera Manolo, que ratificaba que el traspaso no lo pagó a ningún Isidoro. Hasta los más vetustos parroquianos aseguraban haberlo llamado así toda la vida y no conocer a Isidoro alguno.

Recién llegado de Marruecos, Hasán vivía bajo unas costumbres muy otras a las de su presente. Reunía un amplio ramillete de estereotipos negativos, que se lanzan sin clemencia ni compasión sobre los inmigrantes de esas latitudes. Su única fuente de ingresos por aquel entonces se la proporcionaba el “trapicheo”. A su mujer le contaba que salía en busca de trabajo, y a la mañana siguiente, que la fortuna no le había sonreído. Las disputas diarias de los padres mellaban y moldeaban sin clemencia el carácter del hijo de ocho años. La criatura experimentaba en sus tiernas carnes la pobreza que los envolvía y el ambiente de crispación que se respiraba a diario en ese piso, que por otro lado, distaba muchas leguas de ser un hogar.

Hasán no había trabajado jamás y la única vía rápida y cómoda que conocía para obtener dinero provenía de la venta de estupefacientes. Esa dinámica lo avocaba sin remisión a la nocturnidad y al alcoholismo. Hasán frecuentaba bares, locales nocturnos y discotecas. Acudía a los bingos, a domicilios particulares y a fiestas privadas. Cualquier vicioso de la zona centro conocía a Hasán.

Pero de repente cambió. De la noche a la mañana se apartó de esa espiral de auto destrucción que ocasionaba unos daños colaterales tan irreparables. No sólo su vida caía en picado, sino también la de su familia.

Sin nada mejor que hacer, se deleitaba pasando las horas en el Bar Isidoro. Acostumbraba a tomar café o té verde, acodado en la barra, escuchando alguna conversación o participando de ella. Los habituales del local, que al principio lo trataron con recelo y desconfianza, enseguida se habituaron a su presencia.

De vez en cuando, alguien le invitaba a una caña o a una copita y él respondía que no, gracias. Que ya no bebía. Aceptaba un cafelito o cualquier otra bebida no alcohólica.

En una ocasión contó a los asiduos lo que tanto ansiaban oír desde hacía largo tiempo: porqué abandonó la bebida. Él, sencillo de natural, les confesó que su mujer andaba muy disgustada, que lloraba cada vez que lo veía y en definitiva, que padecía depresiones y problemas psicológicos graves por la situación familiar. Decidió así, después de muchos años, dejar de beber. Por prudencia no mencionó su otro “trabajo”, y mintió al dejar caer que había desempeñado una labor de reponedor en un supermercado.

Esta confesión pareció satisfacer a la concurrencia, y a partir de ese momento se ganó el respeto de los presentes.

Que la vida da muchas vueltas, es una verdad incontestable. Representa un axioma que carece, por no ser necesaria, de demostración.

Cierta tarde, al llegar del trabajo, presenció un panorama desolador. Su mujer en el suelo como un pajarito y su hijo, gimoteando a su vera. La madre había fallecido de pena. Seguramente se deshidrató llorando. Un pellejo de unos veinte quilos sobre la alfombra daba fe de ello.

Pensó para sus adentros, «mi pasado y mi mala vida nos han estado persiguiendo y al final, nos han dado caza».

El paso del tiempo no ayudó a olvidar. Hasán se sentía desesperado de verse sólo con su hijo, siempre sólo, recordando. Se sentía desgraciado, ruin y miserable. De repente, sin premeditarlo, salió a la calle y se emborrachó en el primer bar que halló a su paso. Dejó de frecuentar el Bar Isidoro. En una vieja bodega dos calles más allá, compraba litros de vino que luego trasegaba en casa. Llegado un momento, empezaba a ver a su mujer y esta le hablaba; lo complacía con palabras muy cariñosas, como si estuviera viva y nunca se hubiera marchado. Su hijo lo observaba y se le abrazaba asustado, preguntándole, «¿Dónde está mamá? Dime donde está ¿Por qué yo no la veo?» Hasán, fuera de sí, le respondía abruptamente, empujándolo, «¿Cómo es que no la ves, mendrugo? ¡Ve y que te de un beso!».

Y el pobrecillo lloraba y lloraba, pelándose sus ojitos, buscando con insistencia a su madre, aquella a la que tanto añoraba.

Tanto la echaba de menos que se las compuso para vigilar a su padre, agazapado tras el sofá. Su joven mentalidad no establecía una conveniente relación entre eso que bebía y el estado al que mutaba unos minutos después. Su atento espionaje tan sólo evidenciaba que su padre se comunicaba con su madre. Hasán, único y triste actor de ese reparto, actuaba en el comedor. Nadie más entraba en escena. Aun así el niño, no se perdía la representación todas las tardes, con la vana esperanza de que la verdadera protagonista hiciera acto de presencia.

Fue inevitable que Hasán, entre vaporadas etílicas y algún sorprendente momento de lucidez, lo descubriera tirado en el suelo, entre un sillón y las cortinas. El niño se las compuso para procurarse cierta cantidad de vino, que iba bebiendo dando pequeños sorbos. Convencido de que su padre bebía una poción mágica, quiso emularlo. Necesitaba a su madre, aunque para conseguirlo tuviera que recurrir a la brujería y al hechizo.

Desde entonces Hasán no ha probado una gota, y han pasado ya muchos años. Cuando tiene debilidad, evoca a su hijo, y eso le trae tales recuerdos, que haría cualquier cosa antes que tomar un trago de alcohol.


Quizás por escapar de esa rutina de asfixia, quizás porque consideró que un cambio de escenario les propiciaría un marco más adecuado para salir adelante, Hasán tomó la decisión más importante de su existencia, hacer las maletas y huir. Sí, no se engañaba, abandonar la ciudad no significaba más que una huida. Cada noche se despertaba con la misma pesadilla, con la posibilidad de que su hijo también muriera de pena. Un niño de tan corta edad no llora si no sufre una caída o un golpe. Pero su hijo lloraba día tras día. Tumbado en la cama, escuchaba con meridiana claridad sus sollozos y la piel se le erizaba. No acudía a consolarlo por miedo a alterarlo más todavía. Así es que los llantos de su hijo prendían la mecha para iniciar los suyos. Esa situación se tornó en insostenible.

Hasán barajó la posibilidad de volver a Marruecos, opción que descartó casi de inmediato, por insensata. Cuando abandonaron su país natal, unos pocos años atrás, lo hicieron para cambiar la miseria por dignidad. Y la paradoja que los atenazaba, lo hubiera hecho sonreír con ironía, de no sentir una honda y devastadora desesperación. Su mujer muerta, su hijo a punto de estarlo y él, inestable y con unos recursos económicos más que depauperados.

Cambiar de ciudad le pareció la mejor opción. En Barcelona vivía un marroquí que lo ayudaría a volver a empezar. Hasán se preguntaba cuántas veces un ser humano debe volver a empezar. Estaba harto de empezar y acabar en la «mierda» más absoluta. A Hasán le vino a la mente una frase de Groucho Marx que resumía a la perfección su trayectoria vital. Pero lo que dijo o dejó de decir el cómico ya no le hacía gracia, se la traía al pairo. Su temple no le permitía filosofar, tan sólo acertar con una solución; ser efectivo y no soñador.

Su amigo los alojó en su casa y les aseguró que no tuvieran prisa, que no les molestaba lo más mínimo. Puede que la mujer de este no fuera de la misma opinión, pero nadie le preguntó.

Hasán, muy habilidoso en los trabajos manuales, ayudaba de pequeño a su padre a reparar destrozos en la casa que lo vio nacer. Su padre, lo mismo levantaba una pared, que la pintaba; con la misma facilidad cambiaba una cañería que montaba una estantería. Su anfitrión le propuso trabajar con él, para él. Creó una empresa “multioficios” dos inviernos atrás, empresa que le funcionaba razonablemente bien, a resultas de su pericia y sobre todo, de los precios tan asequibles y competitivos que ofrecía.

A los pocos meses, Hasán ya pudo buscarse un modesto y diminuto apartamento al cual mudarse con su hijo. Allí comenzaron de nuevo. Al paso de los años Hasán comprobaba como esa nueva etapa no se desmoronaba. Le complacía ver crecer a su retoño y disfrutar de su sonrisa. Lo llenó de orgullo cuando ingresó en la universidad y lo sumió en una profunda tristeza verlo partir hacia Madrid; un contrato en prácticas lo aguardaba en la capital.

El tiempo, inexorable y egoísta, no perdona y siempre hace de la suyas. Hasán, se vio en la obligación de confesar a su amigo y patrón que ya no estaba para esos trotes. Que a sus sesenta y ocho años el cuerpo no le respondía. Que iba a dejar el trabajo. Le aconsejó de buena fe que él también se lo planteara. Ese trabajo requería unos cuerpos y unas mentes que ellos ya no poseían.

Al referir a su hijo que se había jubilado, este le propuso que se trasladara a Madrid con él. Hasán aceptó encantado.

A su hijo la vida lo trató bien. La carrera de ingeniería le proporcionó buenos empleos y le reportó unos sustanciosos beneficios. Se pudo permitir, con no poco esfuerzo, una vivienda unifamiliar en las afueras.

Dado su carácter reservado y serio, jamás logró estabilizar una relación de pareja. Se regodeaba en su soledad, pero al paso de los años la encontró tirana y cruel. Se le antojó que la compañía de su padre podría mitigar su indisimulada tristeza, a la vez que proveer a su progenitor de un marco adecuado a su merecida jubilación.

Hasán gusta de sentarse en el sillón, al calor de la chimenea, con un libro (cualquier libro), en su regazo. La mayoría de las veces ni lo abre. Constituye una excusa innecesaria, un motivo irrelevante que justifica las horas que pasa mirando al infinito.

Cuando su hijo llega del trabajo, lo encuentra allí y se le antoja feliz. Le pregunta si ha cenado y la respuesta es siempre afirmativa. Luego, al rato, se acomoda a su lado. Se hacen compañía mutua. En ocasiones hablan, las más de las veces no. Pero eso no importa.

Hasán sigue viendo a su mujer, tomando cuerpo entre las cambiantes y caprichosas formas de las llamas. Entonces ella le habla. Le repite que lo perdona, que se siente orgullosa de cómo han conseguido salir adelante. Él la escucha, pero nunca responde. No sabría que decir.

Tampoco yo, su hijo.


FIN


*Bombolonear: Acción de dar vueltas sin rumbo fijo, como un abejorro, bien por desidia, bien por aburrimiento, bien porque no se tiene nada mejor que hacer. Bombolón significa abejorro en Aragón.

Relato basado en el poema “Por qué me quité del vicio” de Carlos Rivas Larrauri.
24. September 2021 07:06 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Das Ende

Über den Autor

Miguel Angel Salinas Una de cada y otra de arena

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