I
EL MUNDO ANTIGUO
Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?; Ya había supermercados
pero no televisión, radio tan sólo: Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero
Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las
calles de México, Panseco, El Doctor I.Q., La Doctora Corazón desde su Clínica de
Almas. Paco Malgesto narraba las corridas de toros, Carlos Albert era el cronista de
futbol, el Mago Septién trasmitía el beisbol. Circulaban los primeros coches producidos
después de la guerra: Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac,
Dodge, Plymouth, De Soto. Íbamos a ver películas de Errol Flynn y Tyrone Power, a
matinés con una de episodios completa: La invasión de Mongo era mi predilecta.
Estaban de moda Sin ti, La rondalla, La burrita, La múcura, Amorcito Corazón. Volvía a
sonar en todas partes un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el
mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi
amor profundo no rompa por ti.
Fue el año de la poliomielitis: escuelas llenas de niños con aparatos
ortopédicos; de la fiebre aftosa: en todo el país fusilaban por decenas de miles reses
enfermas; de las inundaciones: el centro de la ciudad se convertía otra vez en laguna,
la gente iba por las calles en lancha. Dicen que con la próxima tormenta estallará el
Canal del Desagüe y anegará la capital. Qué importa, contestaba mi hermano, si bajo
el régimen de Miguel Alemán ya vivimos hundidos en la mierda.
La cara del Señorpresidente en dondequiera: dibujos inmensos, retratos
idealizados, fotos ubicuas, alegorías del progreso con Miguel Alemán como Dios Padre,
caricaturas laudatorias, monumentos. Adulación pública, insaciable maledicencia
privada. Escribíamos mil veces en el cuaderno de castigos: Debo ser obediente, debo
ser obediente, debo ser obediente con mis padres y con mis maestros. Nos enseñaban
historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los ríos (aún quedaban ríos), las
montañas (se veían las montañas). Era el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de
la inflación, los cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso
de gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el enriquecimiento sin límite de
unos cuantos y la miseria de casi todos.
Decían los periódicos: El mundo atraviesa por un momento angustioso. El
espectro de la guerra final se proyecta en el horizonte. El símbolo sombrío de nuestro
tiempo es el hongo atómico. Sin embargo había esperanza. Nuestros libros de texto
afirmaban: Visto en el mapa México tiene forma de cornucopia o cuerno de la
abundancia. Para el impensable año dos mil se auguraba -sin especificar cómo íbamos
a lograrlo- un porvenir de plenitud y bienestar universales. Ciudades limpias, sin
injusticia, sin pobres, sin violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una
casa ultramoderna y aerodinámica (palabras de la época). A nadie le faltaría nada. Las
máquinas harían todo el trabajo. Calles repletas de árboles y fuentes, cruzadas por
vehículos sin humo ni estruendo ni posibilidad de colisiones. El paraíso en la tierra. La
utopía al fin conquistada.
Mientras tanto nos modernizábamos, incorporábamos a nuestra habla términos
que primero habían sonado como pochismos en las películas de Tin Tan y luego
insensiblemente se mexicanizaban: tenquíu, oquéi, uasamara, sherap, sorry, uan
móment pliis. Empezábamos a comer hamburguesas, pays, donas, jotdogs, malteadas,
áiscrim, margarina, mantequilla de cacahuate. La cocacola sepultaba las aguas frescas
de jamaica, chía, limón. Los pobres seguían tomando tepache. Nuestros padres se
habituaban al jaibol que en principio les supo a medicina. En mi casa está prohibido el
tequila, le escuché decir a mi tío Julián. Yo nada más sirvo whisky a mis invitados: hay
que blanquear el gusto de los mexicanos.
II
LOS DESASTRES DE LA GUERRA
En los recreos comíamos tortas de nata que no se volverán a ver jamás.
Jugábamos en dos bandos: árabes y judíos. Acababa de establecerse Israel y había
guerra contra la Liga Árabe. Los niños que de verdad eran árabes y judíos sólo se
hablaban para insultarse y pelear. Bernardo Mondragón, nuestro profesor, les decía:
Ustedes nacieron aquí. Son tan mexicanos como sus compañeros. No hereden el odio.
Después de cuanto acaba de pasar (las infinitas matanzas, los campos de exterminio,
la bomba atómica, los millones y millones de muertos), el mundo de mañana, el
mundo en el que ustedes serán hombres, debe ser un sitio de paz, un lugar sin
crímenes y sin infamias. En las filas de atrás sonaba una risita. Mondragón nos
observaba tristísimo, se preguntaba qué iba a ser de nosotros con los años, cuántos
males y cuántas catástrofes aún estarían por delante.
Hasta entonces el imperio otomano perduraba como la luz de una estrella
muerta: Para mí, niño de la colonia Roma, árabes y judíos eran "turcos". Los "turcos"
no me resultaban extraños como Jim, que nació en San Francisco y hablaba sin acento
los dos idiomas; o Toru, crecido en un campo de concentración para japoneses; o
Peralta y Rosales. Ellos no pagaban colegiatura, estaban becados, vivían en las
vecindades ruinosas de la colonia de los Doctores. La calzada de La Piedad, todavía no
llamada avenida Cuauhtémoc, y el parque Urueta formaban la línea divisoria entre
Roma y Doctores. Romita era un pueblo aparte. Allí acecha el Hombre del Costal, el
gran Robachicos. Si vas a Romita, niño, te secuestran, te sacan los ojos, te cortan las
manos y la lengua, te ponen a pedir caridad y el Hombre del Costal se queda con todo.
De día es un mendigo; de noche un millonario elegantísimo gracias a la explotación de
sus víctimas. El miedo de estar cerca de Romita. El miedo de pasar en tranvía por el
puente de avenida Coyoacán: sólo rieles y durmientes; abajo el río sucio de La Piedad
que a veces con las lluvias se desborda.
Antes de la guerra en el Medioriente el principal deporte de nuestra clase
consistía en molestar a Toru. Chino chino japonés: come caca y no me des. Aja, Toru,
embiste: voy a clavarte un par de
banderillas. Nunca me sumé a las burlas. Pensaba en lo que sentiría yo, único
mexicano en una escuela de Tokio; y lo que sufriría Toru con aquellas películas en que
los japoneses eran representados como simios gesticulantes y morían por millares.
Toru, el mejor del grupo, sobresaliente en todas las materias. Siempre estudiando con
su libro en la mano. Sabía jiu-jit-su. Una vez se cansó y por poco hace pedazos a
Domínguez. Lo obligó a pedirle perdón de rodillas. Nadie volvió a meterse con Toru.
Hoy dirige una industria japonesa con cuatro mil esclavos mexicanos.
Soy de la Irgún. Te mato: Soy de la Legión Árabe. Comenzaban las batallas en
el desierto. Le decíamos así porque era un patio de tierra colorada, polvo de tezontle o
ladrillo, sin árboles ni plantas, sólo una caja de cemento al fondo. Ocultaba un pasadizo
hecho en tiempos de la persecución religiosa para llegar a la casa de la esquina y huir
por la otra calle. Considerábamos el subterráneo un vestigio de épocas prehistóricas.
Sin embargo, en aquel momento la guerra cristera se hallaba menos lejana de lo que
nuestra infancia está de ahora. La guerra en que la familia de mi madre participó con
algo más que simpatía. Veinte años después continuaba venerando a los mártires
como el padre Pro y Anacleto González Flores. En cambio nadie recordaba a los miles
de campesinos muertos, los agraristas, los profesores rurales, los soldados de leva.
Yo no entendía nada: la guerra, cualquier guerra, me resultaba algo con lo que
se hacen películas. En ella tarde o temprano ganan los buenos (¿quiénes son los
buenos?). Por fortuna en México no había guerra desde que el general Cárdenas venció
la sublevación de Saturnino Cedillo. Mis padres no podían creerlo porque su niñez,
adolescencia y juventud pasaron sobre un fondo continuo de batallas y fusilamientos.
Pero aquel año, al parecer, las cosas andaban muy bien: a cada rato suspendían las
clases para llevarnos a la inauguración de carreteras, avenidas, presas, parques
deportivos, hospitales, ministerios, edificios inmensos.
Por regla general eran nada más un montón de piedras. El presidente
inauguraba enormes monumentos inconclusos a sí mismo. Horas y horas bajo el sol sin
movernos ni tomar agua -Rosales trae limones; son muy buenos para la sed; pásate
uno- esperando la llegada de Miguel Alemán. Joven, sonriente, simpático, brillante,
saludando a bordo de un camión de redilas con su comitiva.
Aplausos, confeti, serpentinas, flores, muchachas, soldados (todavía con sus
cascos franceses), pistoleros (aún nadie los llamaba guaruras), la eterna viejecita que
rompe la valla militar y es fotografiada cuando entrega al Señorpresidente un ramo de
rosas.
Había tenido varios amigos pero ninguno les cayó bien a mis padres: Jorge por
ser hijo de un general que combatió a los cristeros; Arturo por venir de una pareja
divorciada y estar a cargo de una tía que cobraba por echar las cartas; Alberto porque
su madre viuda trabajaba en una agencia de viajes, y una mujer decente no debía salir
de su casa. Aquel año yo era amigo de Jim. En las inauguraciones, que ya formaban
parte natural de la vida, Jim decía: Hoy va a venir mi papá. Y luego: ¿Lo ven? Es el de
la corbata azulmarina. Allí está junto al presidente Alemán. Pero nadie podía
distinguirlo entre las cabecitas bien peinadas con linaza o Glostora. Eso sí: a menudo
se publicaban sus fotos. Jim cargaba los recortes en su mochila. ¿Ya viste a mi papá en
el Excélsior? Qué raro: no se parecen en nada. Bueno, dicen que salí a mi mamá. Voy a
parecerme a él cuando crezca.
III
ALÍ BABÁ Y LOS CUARENTA LADRONES
Era extraño que si su padre tenía un puesto tan importante en el gobierno y
una influencia decisiva en los negocios, Jim estudiara en un colegio de mediopelo,
propio para quienes vivíamos en la misma colonia Roma venida a menos, no para el
hijo del poderosísimo amigo íntimo y compañero de banca de Miguel Alemán; el
ganador de millones y millones a cada iniciativa del presidente: contratos por todas
partes, terrenos en Acapulco, permisos de importación, constructoras, autorizaciones
para establecer filiales de compañías norteamericanas; asbestos, leyes para cubrir
todas las azoteas con tinacos de asbesto cancerígeno; reventa de leche en polvo
hurtada a los desayunos gratuitos en las escuelas populares, falsificación de vacunas y
medicinas, enormes contrabandos de oro y plata, inmensas extensiones compradas a
centavos por metro, semanas antes de que se anunciaran la carretera o las obras de
urbanización que elevarían diez mil veces el valor de aquel suelo; cien millones de
pesos cambiados en dólares y depositados en Suiza el día anterior a la devaluación.
Aún más indescifrable resultaba que Jim viviera con su madre no en una casa
de Las Lomas, o cuando menos Polanco, sino en un departamento en un tercer piso
cerca de la escuela. Qué raro. No tanto, se decía en los recreos: la mamá de Jim es la
querida de ese tipo. La esposa es una vieja horrible que sale mucho en sociales. Fíjate
cuando haya algo para los niños pobres (je je, mi papá dice que primero los hacen
pobres y luego les dan limosna) y la verás retratada: espantosa, gordísima. Parece
guacamaya o mamut. En cambio la mamá de Jim es muy joven, muy guapa, algunos
creen que es su hermana. Y él, terciaba Ayala, no es hijo de ese cabrón ratero que
está chingando a México, sino de un periodista gringo que se llevó a la mamá a San
Francisco y nunca se casó con ella. El Señor no trata muy bien al pobre de Jim. Dicen
que tiene mujeres por todas partes. Hasta estrellas de cine y toda la cosa. La mamá de
Jim sólo es una entre muchas.
No es cierto, les contestaba yo. No sean así. ¿Les gustaría que se hablara de
sus madres en esa forma? Nadie se atrevió a decirle estas cosas a Jim pero él, como si
adivinara la murmuración, insistía: Veo poco a mi papá porque siempre está fuera,
trabajando al servicio de México. Sí cómo no, replicaba Alcaraz: "trabajando al servicio
de México": Alí Baba y los cuarenta ladrones. Dicen en mi casa que están robando
hasta lo que no hay. Todos en el gobierno de Alemán son una bola de ladrones. Ya que
te compre otro suetercito con lo que nos roba.
Jim se pelea y no quiere hablar con nadie. No me imagino qué pasaría si se
enterase de los rumores acerca de su madre. (Cuando él está presente los ataques de
nuestros compañeros se limitan al Señor.) Jim se ha hecho mi amigo porque no soy su
juez. En resumidas cuentas, él qué culpa tiene. Nadie escoge cómo nace, en dónde
nace, cuándo nace, de quiénes nace. Y ya no vamos a entrar en la guerra de los
recreos. Hoy los judíos tomaron Jerusalén pero mañana será la venganza de los
árabes.
Los viernes, a la salida de la escuela, iba con Jim al Roma, el Royal, el Balmori,
cines que ya no existen. Películas de Lassie o Elizabeth Taylor adolescente. Y nuestro
predilecto: programa triple visto mil veces: Frankenstein, Drácula, El Hombre Lobo. O
programa doble: Aventuras en Birmania y Dios es mi copiloto. O bien, una que al padre
Pérez del Valle le encantaba proyectar los domingos en su Club Vanguardias: Adiós,
míster Chips. Me dio tanta tristeza como Bambi. Cuando a los tres o cuatro años vi
esta película de Walt Disney, tuvieron que sacarme del cine llorando porque los
cazadores mataban a la mamá de Bambi. En la guerra asesinaban a millones de
madres. Pero no lo sabía, no lloraba por ellas ni por sus hijos; aunque en el Cinelandia
-junto a las caricaturas del Pato Donald, el Ratón Mickey, Popeye el Marino, el Pájaro
Loco y Bugs Bunny-pasaban los noticieros: bombas cayendo a plomo sobre las
ciudades, cañones, batallas, incendios, ruinas, cadáveres.
IV
LUGAR DE ENMEDIO
Éramos tantos hermanos que no podía invitar a Jim a mi casa. Mi madre
siempre arreglando lo que dejábamos tirado, cocinando, lavando ropa; ansiosa de
comprar lavadora, aspiradora, licuadora, olla express, refrigerador eléctrico. (El nuestro
era de los últimos que funcionaban con un bloque de hielo cambiado todas las
mañanas.) En esa época mi madre no veía sino el estrecho horizonte que le mostraron
en su casa. Detestaba a quienes no eran de Jalisco. Juzgaba extranjeros al resto de los
mexicanos y aborrecía en especial a los capitalinos. Odiaba la colonia Roma porque
empezaban a desertarla las buenas familias y en aquellos años la habitaban árabes y
judíos y gente del sur: campechanos, chiapanecos, tabasqueños, yucatecos. Regañaba
a Héctor que ya tenía veinte años y en vez de asistir a la Universidad Nacional en
donde estaba inscrito, pasaba las semanas en el Swing Club y en billares, cantinas,
burdeles. Su pasión era hablar de mujeres, política, automóviles. Tanto quejarse de los
militares, decía, y ya ven cómo anda el país cuando imponen en la presidencia a un
civil. Con mi general Henríquez Guzmán, México estaría tan bien como Argentina con el
general Perón. Ya verán, ya verán cómo se van a poner aquí las cosas en 1952. Me
canso que, con el PRI o contra el PRI, Henríquez Guzmán va a ser presidente.
Mi padre no salía de su fábrica de jabones que se ahogaba ante la competencia
y la publicidad de las marcas norteamericanas. Anunciaban por radio los nuevos
detergentes: Ace, Fab, Vel, y sentenciaban: El jabón pasó a la historia. Aquella espuma
que para todos (aún ignorantes de sus daños) significaba limpieza, comodidad,
bienestar y, para las mujeres, liberación de horas sin término ante el lavadero, para
nosotros representaba la cresta de la ola que se llevaba nuestros privilegios.
Monseñor Martínez, arzobispo de México, decretó un día de oración y penitencia
contra el avance del comunismo. No olvido aquella mañana: en el recreo le mostraba a
Jim uno de mis Pequeños Grandes Libros, novelas ilustradas que en el extremo
superior de la página tenían cinito (las figuras parecían moverse si uno dejaba correr
las hojas con el dedo pulgar), cuando Rosales, que nunca antes se había metido
conmigo, gritó: Hey, miren: esos dos son putos. Vamos a darles pamba a los putos. Me
le fui encima a golpes. Pásame a tu madre, pinche buey, y verás qué tan puto, indio
pendejo. El profesor nos separó. Yo con un labio roto, él con sangre de la nariz que le
manchaba la camisa.
Gracias a la pelea mi padre me enseñó a no despreciar. Me preguntó con quién
me había enfrentado. Llamé "indio" a Rosales. Mi padre dijo que en México todos
éramos indios, aun sin saberlo ni quererlo. Si los indios no fueran al mismo tiempo los
pobres nadie usaría esa palabra a modo de insulto. Me referí a Rosales como "pelado".
Mi padre señaló que nadie tiene la culpa de estar en la miseria, y antes de juzgar mal a
alguien debía pensar si tuvo las mismas oportunidades que yo.
Millonario frente a Rosales, frente a Harry Atherton yo era un mendigo. El año
anterior, cuando aún estudiábamos en el Colegio México, Harry Atherton me invitó una
sola vez a su casa en Las Lomas: billar subterráneo, piscina, biblioteca con miles de
tomos encuadernados en piel, despensa, cava, gimnasio, vapor, cancha de tenis, seis
baños. (¿Por qué tendrán tantos baños las casas ricas mexicanas?) Su cuarto daba a
un jardín en declive con árboles antiguos y una cascada artificial. A Harry no lo habían
puesto en el Americano sino en el México para que conociera un medio de lengua
española y desde temprano se familiarizara con quienes iban a ser sus ayudantes, sus
prestanombres, sus eternos aprendices, sus criados.
Cenamos. Sus padres no me dirigieron la palabra y hablaron todo el tiempo en
inglés. Honey, how do you like the little Spic? He's a midget, isn't he? Oh Jack, please.
Maybe the poor kid is catching on. Don't worry, dear, he wouldn't understand a thing.
Al día siguiente Harry me dijo: Voy a darte un consejo: aprende a usar los cubiertos.
Anoche comiste filete con el tenedor del pescado. Y no hagas ruido al tomar la sopa,
no hables con la boca llena, mastica despacio trozos pequeños.
Lo contrario me pasó con Rosales cuando acababa de entrar en esta escuela, ya
que ante la crisis de su fábrica mi padre no pudo seguir pagando las colegiaturas del
México. Fui a copiar unos apuntes de civismo a casa de Rosales. Era un excelente
alumno, el de mejor letra y ortografía, y todos lo utilizábamos para estos favores. Vivía
en una vecindad apuntalada con vigas. Los caños inservibles anegaban el patio. En el
agua verdosa flotaba mierda.
A los veintisiete años su madre parecía de cincuenta. Me recibió muy amable y,
aunque no estaba invitado, me hizo compartir la cena. Quesadillas de sesos. Me dieron
asco. Chorreaban una grasa extrañísima semejante al aceite para coches. Rosales
dormía sobre un petate en la sala. El nuevo hombre de su madre lo había expulsado
del único cuarto.
V
POR HONDO QUE SEA EL MAR PROFUNDO
El pleito convenció a Jim de que yo era su amigo. Un viernes hizo lo que nunca
había hecho: me invitó a merendar en su casa. Qué pena no poder llevarlo a la mía.
Subimos al tercer piso y abrió la puerta. Traigo llave porque a mi mamá no le gusta
tener sirvienta. El departamento olía a perfume, estaba ordenado y muy limpio.
Muebles flamantes de Sears Roebuck. Una foto de la señora por Semo, otra de Jim
cuando cumplió un año (al fondo el Golden Gate), varias del Señor con el presidente en
ceremonias, en inauguraciones, en el Tren Olivo, en el avión El Mexicano, en fotos de
conjunto. "El Cachorro de la Revolución" y su equipo: los primeros universitarios que
gobernaban el país. Técnicos, no políticos. Personalidades morales intachables, insistía
la propaganda.
Nunca pensé que la madre de Jim fuera tan joven, tan elegante y sobre todo
tan hermosa. No supe qué decirle. No puedo describir lo que sentí cuando ella me dio
la mano. Me hubiera gustado quedarme allí mirándola. Pasen por favor al cuarto de
Jim. Voy a terminar de prepararles la merienda. Jim me enseñó su colección de plumas
atómicas (los bolígrafos apestaban, derramaban tinta viscosa; eran la novedad
absoluta aquel año en que por última vez usábamos tintero, manguillo, secante), los
juguetes que el Señor le compró en Estados Unidos: cañón que disparaba cohetes de
salva, cazabombardero de propulsión a chorro, soldados con lanzallamas, tanques de
cuerda, ametralladoras de plástico (apenas comenzaban los plásticos), tren eléctrico
Lionel, radio portátil. No llevo nada de esto a la escuela porque nadie tiene juguetes así
en México. No, claro, los niños de la Segunda Guerra Mundial no tuvimos juguetes.
Todo fue producción militar. Hasta la Parker y la Esterbrook, leí en Selecciones,
fabricaron en vez de plumas materiales de guerra. Pero no me importaban los
juguetes. Oye ¿cómo dijiste que se llama tu mamá? Mariana. Le digo así, no le digo
mamá. ¿Y tú? No, pues no, a la mía le hablo de usted; ella también les habla de usted
a mis abuelitos. No te burles Jim, no te rías.
Pasen a merendar, dijo Mariana. Y nos sentamos. Yo frente a ella, mirándola. No
sabía qué hacer: no probar bocado o devorarlo todo para halagarla. Si como, pensará
que estoy hambriento; si no como, creerá que no me gusta lo que hizo. Mastica
despacio, no hables con la boca llena. ¿De qué podemos conversar? Por fortuna
Mariana rompe el silencio. ¿Qué te parecen? Les dicen Flying Saucers: platos
voladores, sándwiches asados en este aparato. Me encantan, señora, nunca había
comido nada tan delicioso. Pan Bimbo, jamón, queso Kraft, tocino, mantequilla,
ketchup, mayonesa, mostaza. Eran todo lo contrario del pozole, la birria, las tostadas
de pata, el chicharrón en salsa verde que hacía mi madre. ¿Quieres más platos
voladores? Con mucho gusto te los preparo. No, mil gracias, señora. Están riquísimos
pero de verdad no se moleste.
Ella no tocó nada. Habló, me habló todo el tiempo. Jim callado, comiendo uno
tras otro platos voladores. Mariana me preguntó: ¿A qué se dedica tu papá? Qué pena
contestarle: es dueño de una fábrica, hace jabones de tocador y de lavadero. Lo están
arruinando los detergentes. ¿Ah sí? Nunca lo había pensado. Pausas, silencios.
¿Cuántos hermanos tienes? Tres hermanas y un hermano. ¿Son de aquí de la capital?
Sólo la más chica y yo, los demás nacieron en Guadalajara. Teníamos una casa muy
grande en la calle de San Francisco. Ya la tumbaron. ¿Te gusta la escuela? La escuela
no está mal aunque -¿verdad Jim?- nuestros compañeros son muy latosos.
Bueno, señora, con su permiso, ya me voy. (¿Cómo aclararle: me matan si
regreso después de las ocho?) Un millón de gracias, señora. Todo estuvo muy rico. Voy
a decirle a mi mamá que compre el asador y me haga platos voladores. No hay en
México, intervino por primera vez Jim. Si quieres te lo traigo ahora que vaya a los
Estados Unidos.
Aquí tienes tu casa. Vuelve pronto. Muchas gracias de nuevo, señora. Gracias
Jim. Nos vemos el lunes. Cómo me hubiera gustado permanecer allí para siempre o
cuando menos llevarme la foto de Mariana que estaba en la sala. Caminé por Tabasco,
di vuelta en Córdoba para llegar a mi casa en Zacatecas. Los faroles plateados daban
muy poca luz. Ciudad en penumbra, misteriosa colonia Roma de entonces. Átomo del
inmenso mundo, dispuesto muchos años antes de mi nacimiento como una
escenografía para mi representación. Una sinfonola tocaba el bolero. Hasta ese
momento la música había sido nada más el Himno Nacional, los cánticos de mayo en la
iglesia, Cri Cri, sus canciones infantiles -Los caballitos, Marcha de las letras, Negrito
sandía, El ratón vaquero, Juan Pestañas- y la melodía circular, envolvente, húmeda de
Ravel con que la XEQ iniciaba sus transmisiones a las seis y media, cuando mi padre
encendía el radio para despertarme con el estruendo de La Legión de los
Madrugadores. Al escuchar el otro bolero que nada tenía que ver con el de Ravel, me
llamó la atención la letra. Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar
profundo.
Miré la avenida Álvaro Obregón y me dije: Voy a guardar intacto el recuerdo de
este instante porque todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual. Un día
lo veré como la más remota prehistoria. Voy a conservarlo entero porque hoy me
enamoré de Mariana. ¿Qué va a pasar? No pasará nada. Es imposible que algo suceda.
¿Qué haré? ¿Cambiarme de escuela para no ver a Jim y por tanto no ver a Mariana?
¿Buscar a una niña de mi edad? Pero a mi edad nadie puede buscar a ninguna niña. Lo
único que puede es enamorarse en secreto, en silencio, como yo de Mariana.
Enamorarse sabiendo que todo está perdido y no hay ninguna esperanza.
Vielen Dank für das Lesen!
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