alejandro-fernandez1605485730 Alejandro Fernández

La demencia es un duro camino que a muchos le toca atravesar, y más cuando se está solo. El abandono en el que vivía Albert lo hacía presa fácil de la bestia que masticaba su mente. Sin embargo, la demencia no era el único mal en acecho.


Horror Nur für über 18-Jährige.

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Dementia

Se levantó, sin saber si era de día o de noche. Toda la casa estaba en silencio. Palpó en la mesita de luz en busca del interruptor de la lámpara pero allí ni siquiera había lámpara. Se puso a recordar qué había hecho con ella, si la había movido de lugar o la había tirado, pero lo último que recordaba era que la noche anterior había dormido con la luz que emitía esa lámpara de color verde que había comprado en un shopping de «Todo por cinco dólares». Se enfadó y masculló unas palabras que ni él mismo comprendía. Pensó en seguir durmiendo pero su cuerpo parecía no estar de acuerdo porque se puso de pie, con dificultad. Hacía tiempo que cada flexión de sus huesos le costaba el triple que antes. Caminó hasta el baño, excepto que la puerta corrediza que abrió daba al guardarropa. Vio algunas de sus camisas a cuadros colgadas y se preguntó si debería vestirse para ir a trabajar. Sacó una atravesada por dos líneas blanca y roja que formaban cuadros de dos tamaños diferentes distribuidos por toda la tela. Se puso la camisa pero no se la abotonó. De repente creyó que lo que llevaba puesto era una remera, y las remeras, por lo menos las que él usaba, no necesitaban abotonarse. Sintió cómo su vejiga le pedía a gritos descargar. Por un momento no supo qué hacer. Quería orinar, con urgencia, pero no entendía bien qué debía hacer para calmar esa sensación proveniente de sus genitales. Decidió ir a la cocina a prepararse un sándwich. Le parecía raro sentir crujir su estómago sin estar masticando nada para apaciguarlo. De camino, un líquido tibio descendió por sus piernas desnudas y cuando miró hacia abajo, el calzoncillo estaba empapado. Se alegró porque entendió que el líquido que luchaba por salir de su pene, por fin lo había dejado en paz. En la cocina apenas había luz, proveniente de un tenue resplandor que entraba por los agujeros de la persiana. Se vio a si mismo buscar algo en la pared, no sabía muy bien qué, pero suponía que si lo encontraba el lugar se vería más claro. Uno de sus dedos tocó un interruptor y una luz naranja intensa inundó el lugar. Había pilas de ollas y platos en el lavadero de la cocina. La mayoría sucios, con las costras de una comida que él no recordaba haber probado. Se le pasó la idea de que esos platos no deberían estar así, sucios, sino relucientes de limpio y guardados en otro sitio. ¿Cómo se llamaba? Bah, no importaba. Abrió la heladera. Adentro sólo había un frasco de mayonesa a medio usar, otro de pepinillos con tres de ellos dispuestos uno encima de otro, como tablitas de jenga que alguien había dejado tiradas en el piso luego de perder. Él jugaba al jenga, con Louis, claro. Louis, que vivía en Murray alley, en… maldita sea, ya había olvidado la ciudad. ¿Qué estaría haciendo Louis ahora? Seguro su madre no dejaría que saliera con él si llamaba a su puerta. Louis le había contado que su madre lo había llamado a él, «un engendro de satanás», y que le tenía prohibido tenerlo como amigo. Tenía hambre. Buscó en el cajón de frutas y encontró tres manzanas, dos de ellas negras como si las hubiera tostado en la parrilla pero la otra tenía las tres cuartas partes sanas, así que la sacó y le dio un débil mordisco. Sintió la textura arenosa y dulce de la fruta, aunque el jugo se había extinguido en ella. Cuando terminó de comer, su estómago le avisó que todavía no estaba saciado. Sacó el frasco de pepinillos y lo empinó como si fuera un vaso de agua. Todavía era poco, así que decidió terminar con la mitad del frasco de mayonesa también. Se sentó en la mesa con la boca cubierta con una mezcla de manzana, vinagre y mayonesa. Permaneció pensativo por un tiempo. Se acordó de sus padres y se preguntó si no tardarían en volver. Seguro que habían ido al supermercado en busca de viandas. No había hecho los deberes del colegio pero tampoco recordaba dónde había dejado sus útiles. Sintió sueño y dio algunas cabeceadas que estuvieron a punto de hacerlo caer de la silla.


—No te duermas, Albert —dijo alguien enfrente a él. Era Dana Scott, con su coleta sujetada con un moño rojo que coronaba la cima de su cabeza. El cabello atado se agitaba con cada movimiento que ella diera, por más mínimo que fuese—. Me has dicho que me ayudarías con este trabajo de matemáticas y veo que no tienes ganas. No sé para qué me has hecho venir.


Albert, ése era su nombre, sí. Quería decirle algo pero las palabras se perdían de camino hacia su boca. Su lengua solamente se movía con torpeza, como tironeada por la ráfaga de ideas que no podían transformarse en vocablos.


—Claro, Albert. No te preocupes, mis padres creen que estoy en casa de mi amiga Camy. Si le dijera que estaría en casa del padre de mi exnovio, seguro me meterían en un loquero y a ti te pondrían una orden de restricción. —Dana se rió de su comentario, llevando su cabeza hacia atrás, entrecerrando sus ojos e inclinándose hacia abajo en dirección diagonal a medida que expresaba su diversión. Esa forma de reírse que le otorgaba a sus palabras cierta malicia la hacía más deseable para Albert y lo llenaba de pavor a la vez, como si ella siempre estuviese jugando a algo peligroso con él.


Tampoco dijo nada, sin embargo creía que Dana lo entendía muy bien. De a rato podía escuchar sus propias palabras aunque su boca permaneciese cerrada en todo momento o sus labios se despegaran apenas para dejar salir nada más que leves disparos de aliento.


—No puedo entender estos ejercicios de circunferencia trigonométrica si estoy pensando cada segundo en ese bulto que siento en mi pie.


Dana se había descalzado una zapatilla y también la media y ahora su pie le masajeaba las bolas y el pene con suavidad pero presionando lo suficiente como para que a Albert se le endureciera allí abajo, tanto, que la eyaculación llegó como una sustancia caliente que aterrizó en gotas amarillentas sobre la cerámica negra del piso.


—Qué rápido eres, a pesar de tener cuarenta años —otra vez esa risa colmada de sensualidad, acompañada por un dedo índice que se había llevado a sus labios. La lengua, roja y húmeda, empezó a hacer círculos entre la yema y la uña.


No, pensaba Albert. Si sigues así, no podré contenerme. Tengo miedo. Se llevó las manos al rostro y ahogó un sollozo mientras la risa de Dana rebotaba en su cabeza como un murciélago atrapado en el desván. Cuando volvió a mirar, Dana tenía la cabeza echada hacia atrás, colgando del respaldar de la silla. En su cuello se había formado un collar de color morado con dos huellas de dedos en el centro. Albert no se preguntó de quiénes eran esos dedos porque sabía que correspondían a sus dos pulgares. De pronto Dana tenía los pechos al aire, dos duraznos maduros, igual de suaves y blandos. Albert gimió y se levantó de un salto. Toda la cocina olía a orín, y el calzoncillo dejaba un camino de gotas siguiendo a Albert hasta la habitación. Se acostó en la cama y se cubrió con la sábana. No sabía por qué había decidido acostarse si no tenía sueño. Además sentía que el colchón estaba mojado. Irritado, se puso de pie y caminó hasta el baño. Encendió la luz y lanzó un grito de horror cuando vio el rostro que apareció en el espejo, encima del lavabo. Un anciano, con jirones de cabello blanco revuelto sobre una cabeza surcada de manchas marrones y puntos negros lo miraba con el espanto dominando sus facciones. Las arrugas le colgaban de sus ojos, piel moribunda que no se desprendía todavía, por el simple hecho de que continuaba respirando. La boca era un rictus que temblaba y parecía estar hablando pero un jadeo muy profundo, como un animal chillando a miles de metros debajo de la tierra, era lo único que salía por ella. Apagó la luz para no tener que ver más a aquel desconocido que vivía en el espejo de su baño y volvió a la habitación. Cerró la puerta del baño, pensando que algo podía salir por ella y volverse un problema para él. No podía decir qué era exactamente lo que quería mantener encerrado y estuvo a punto de volver a abrirla, pero le entró el sueño y volvió a la cama. La sentía húmeda. Alguien había derramado agua en ella. Si su madre se enteraba, seguro que le echaría la culpa a él. Le haría lavar las sábanas y el colchón. Su madre había dejado a su padre. Después su padre fue de prostituta en prostituta que desfilaban por la casa y se sentían las grandes señoras, hasta que su padre las echaba a patadas, generalmente para reemplazarlas por otra prostituta. Pronto regresarían del supermercado. Albert se hundió en el sueño entre susurros de recuerdos que saltaban ante sus ojos sin poder reconocer ninguno. Se levantó y su corazón se encabritó como un potro salvaje al no saber dónde se encontraba. Se quedó temblando en la cama por varios minutos y las lágrimas le lamían sus mejillas, empapando luego la funda de su almohada. Quería pedir ayuda pero un grito gutural le hizo arder la garganta y le provocó temor a la vez. Era el grito por un dolor que ha estado por un buen tiempo enmudecido y que por primera vez había encontrado un modo de expresarse. Fue un sonido cargado de oscuridad, de un horror que proyectaba una sombra en su mente, de algo que él sabía que nunca vería manifestado porque su forma le estaba vedada. No volvió a intentar pedir ayuda. ¿Por qué no había nadie con él? ¿Dónde estaban los demás? Lo habían abandonado en aquel lugar desconocido, en una cama que estaba mojada. Sólo llevaba puesto unos calzoncillos empapados de, lo reconoció, su propia orina. Se levantó y oyó el chasquido que daban sus huesos. Le dolía todo el cuerpo pero no podía quedarse allí. Caminó, temblando de pies a cabeza, sabiendo que cada paso que daba lo podía estar tanto acercando como alejando de algún peligro. Encendió la luz de la otra sala, fue un movimiento automático, como si su cuerpo prescindiera de su control para realizar tareas simples. Contempló toda la cocina y a la derecha el pequeño living con un sillón reclinable sobre una alfombra gastada y cubierta de polvo. Más allá podía distinguir la silueta de un televisor. Se dirigió al sillón, con el hambre golpeándole la boca del estómago. Ojalá supiera qué hacer para apagar ese antojo. Encendió el televisor de catorce pulgadas y se acomodó en el sillón. Un hombre de bigote, vestido de traje y corbata estaba moviendo la boca pero Albert no escuchaba nada. Le hubiese gustado saber cómo hacer para que el televisor tuviese sonido. Gruñó y se enfadó. El hombre de bigote tenía un… uno de esos cilindros terminados en una esfera que se arriman a la boca mientras se habla. No recordaba el nombre. Detrás del hombre, una pizarra mostraba unas líneas que subían y bajaban. Ese sujeto, de vez en cuando, señalaba la pizarra mientras continuaba moviendo los labios.


Se levantó babeando. En el televisor, una mujer de cabello corto enfundada en un traje de baño con alas de color rojo brillante que le salían de los pechos, estaba bailando y parecía gritar unas palabras. Detrás, dos mujeres la acompañaban, una con guitarra y la otra con batería. No se oía nada, pero Albert permaneció mirando a esa mujer y pensando en Dana. Las piernas de la mujer tenían ese color bronceado que le quedó a Dana después de haber pasado un fin de semana en la cabaña cerca de la costa. Todavía podía recordar los rayos de sol, que se clavaban en la piel como fierros incandescentes. El olor salobre del mar y la espuma cubriendo las huellas de Dana en la arena. Las manos de Dana sobre su cuerpo y unas palabras que él le decía, las cuales ahora habían perdido su forma pero no su contenido. Feliz. Él estaba feliz.


—Vamos a bailar —le pidió Dana. Estaba detrás de él y se movía al ritmo de una canción que de a poco empezó a escuchar.


Allí estaba, con aquel bikini azul que era la piedra de toque para cualquier imaginación nocturna. Bailaba y le hacía señas para que fuese. Pero él se quedó porque quería verla bailar al ritmo de ese tema cuyo nombre lo esquivaba. Verla moverse como aquella vez, que ya no guardaba en la ínfima memoria que le había quedado, pero sentía que el recuerdo andaba dentro del abismo negro de su cabeza, perdido. Luego, como si alguien pasara a la siguiente vía positiva, Dana, con una remera blanca salpicada de corazones, ceñida con una pollera trazada de pliegues verticales que terminaba arriba de sus rodillas.


—Tengo un bebé, aquí adentro —se pasó la mano por la barriga, mientras una sonrisa pugnaba por trazarse a la derecha de su rostro, formando esos arcos entre sus mejillas y sus labios que tantas veces él había besado.


Entonces se levantó, apurado por una sensación de pánico que le hizo perder el ritmo de la respiración. Caminó, cayéndose una vez sobre un suelo con manchas de suciedad adherida a los mosaicos, y se apresuró hasta ese enorme espejo que estaba entre la puerta de salida y la ventana cerrada. El cristal era tan grande que tomaba una foto de toda la sala. Tuvo la idea de que si extendía la mano para tocar el espejo, ésta pasaría de largo. Tardó en darse cuenta de que otra vez estaba viendo a ese viejo que alguna vez había visto. Era el vivo retrato de la tristeza y el dolor humano. Se apartó, cerrando los ojos pero la imagen lo siguió por un rato, hasta que llegó a la cocina y lo único que permaneció de ese viejo, era una débil reminiscencia de un contorno humano que se diluía en las profundidades de su mente. Tenía hambre, así que abrió la heladera. Estuvo forcejando un rato con la puerta, pensando que ésta se abría al empujarla, pero luego tomó la manija y tiró. Se enfadó porque adentro sólo encontró un frasco vacío con una etiqueta de PEPINILLOS GILLESPIE y un tarro de mayonesa volcado, pero sin nada adentro ni afuera. Cerró la puerta después de que entendió que no iba a sacar nada de allí. El hambre comenzó a reptar por sus miembros como un caracol que no tuviera prisa pero que quisiera hacer notar su presencia.


—Me mataste porque no querías que nadie se enterara, ¿verdad? —se dio vuelta tan rápido que la visión siguió moviéndose luego de que su cabeza se detuviera. Dana, con el rostro pálido y grandes ojeras. Su cuello era una franja de carne roja y sus dos manos estaban apoyadas en su barriga.


—No —dijo Albert—. No, no, no. No fue eso. Te amaba.


—Pero no lo amabas a él, verdad. No amabas que el mundo supiera que un hombre de cuarenta años se acostaba con su alumna de primer año de la universidad.


—Te amuaaaa —farfulló Albert y escupió o quiso soltar alguna injuria pero su lengua se resistía—. Te amaba —dijo o creyó decir.


—Y esto —repuso Dana señalando su barriga— sería prueba suficiente para que el mundo supiera lo que algunos sospechaban.


Dana cayó, de la misma forma que cae un traje que resbala del perchero. Albert no quiso acercarse. Sentía lástima por ella pero también un miedo indecible a que todavía siguiera con vida y de que un corazón aún más chico latiera dentro de su panza. Abrió la boca de par en par y las lágrimas se arremolinaron en sus ojos. Un ruido de ahogado surgió de su garganta seguido de tres aspiraciones y por fin salió el grito de un hombre que está cayendo al vacío y nadie puede oír. Corrió hacia el gran espejo de la antesala del living y continuó gritando, dirigiéndose al viejo del reflejo, pero el otro sólo abría la boca, imitándolo para burlarse de él.


Se despertó. Lo primero que vio fueron las patas de las sillas del comedor. Desde el suelo se le antojaban barrocas torres de madera que habían quedado de una civilización muerta. Lo acució el hambre pero no se pudo incorporar. Se arrastró un trecho hasta llegar a las sillas pero enseguida sus hombros se quejaron y se quedó allí sin saber muy bien si estaba en la cama o en el hospital. Volvió a sumirse en el sueño. Cuando volvió, tenía la garganta seca y el estómago estaba enloquecido por probar algún bocado. Usó todas sus fuerzas hasta que después de varios intentos se puso de pie. Una oleada de dolor amenazó con tirarlo de nuevo como si un luchador de yudo lo incapacitara con un movimiento dirigido a las piernas. Finalmente caminó, inclinándose hacia uno y otro lado, como árbol que no se decide hacia qué dirección caer. La heladera vacía lo hizo mirar en las alacenas para no hallar más que polvo, migas resecas y un par de cucarachas que debían estar tan hambrientas como él. Gimió por no tener siquiera una manzana podrida con la que calmar su ansia. Abrió la canilla para recibir el agua pero del interior se escuchó un crujido y el ruido de unas burbujas atrapadas. ¡MIERDA!, pudo articular sin problemas. Cansado, fue hacia su dormitorio pero la puerta estaba cerrada con llave. No recordaba qué había hecho con la llave. No la cargaba consigo, pues sólo contaba con un calzoncillo mojado y apestoso sin ningún bolsillo. Tampoco la camisa tenía uno. Se dejó caer en el suelo. No le importó el sonido que hicieron sus huesos al recibir todo el golpe de la gravedad. Se durmió. Cuando abrió los ojos, dos tapas de alcantarillas pesadas que dejaron un rastro de lagañas en su visión, el hambre rugía y se removía en su interior. Sintió una molestia en sus posaderas. Sus calzoncillos contenían el excremento que había salido sin darle aviso. Una pasta amarillenta se había escapado por debajo del elástico del calzoncillo y había formado un pequeño promontorio en el suelo. Quiso levantarse pero ninguno de sus huesos le respondió. Lloró, porque era lo único que su voluntad era capaz de hacer sin inconvenientes. Luego de minutos u horas, no podía estar seguro porque el interior de la casa siempre contenía la misma iluminación, el hambre volvió a primer plano. Pensaba en carne al horno, en papas crujientes y bañadas en aceite, en hamburguesas y atún. La saliva se derramaba por el pecho que la camisa dejaba al descubierto. Contempló lo que su trasero había expulsado en aquel mundo desolado y no podía entender cómo había ido a parar eso allí. Llevó una mano dentro de sus calzoncillos y juntó una buena tajada de esa pasta. Se la llevó con premura a la boca como si temiera que ese alimento desapareciera por arte de magia. Masticó con fruición y tragó. Enseguida repitió el plato, tres, cuatro veces, hasta que quedaron las sobras pegadas a la tela del calzoncillo y algunos rastros en su camisa, en su pecho y en las piernas, sin contar el suelo. No quería desperdiciar nada así que lamió los restos, como un gato que se baña con suma delicadeza usando su lengua. Cuando terminó, el sueño llegó para cerrarle los párpados y aunque él no quisiera, la visión se le volvió negra. Cuando abrió los ojos, la casa parecía estar envuelta en brumas blancas. Los objetos de la casa le parecían inalcanzables, como si fueran de otro mundo. No podía saber si estaba respirando. Había perdido el dominio de su cuerpo. Nada le respondía. Pero eso no tenía ningún significado para él. De repente, del otro lado del comedor, pasando por el living, un resplandor apareció en el enorme espejo junto a la puerta de salida. Desde su posición sólo veía una pequeña parte del cristal pero de algún modo entendía que pertenecía a un espejo. Alguien había encendido una bombilla de luz detrás de él o una vela o lo que fuese. No importaba. Porque el sueño había llegado de nuevo. La neblina dio lugar a la oscuridad.


—¿Está muerto? —preguntó Evan Scott pegando la cara al vidrio de visión unilateral.


—Me temo que sí —respondió Aila Scott, su hermana menor con la foto de Dana en sus manos ahuecadas. Se la notaba cansada y sus ojos hinchados indicaban que ya no tenía más lugar para el llanto.


—Su hermana tiene razón —dijo Don Spectre con las manos enfundadas en los bolsillos de un pantalón azul marino—. Mire por este monitor, se puede observar mejor.


El monitor mostraba a Albert Cavilich, con los ojos entreabiertos y los labios un tanto separados. Cualquiera de los tres podría apostar que ese hombre no seguía con vida.


—Bueno, se merecía ese final —manifestó Evan Scott mirando a Aila para esperar una aprobación.


Ella no hizo nada más que asentir, con la mirada ausente puesta en el monitor.


—Me alegro de que hayan disfrutado de nuestro programa para reos con demencia senil —dijo Don Spectre con la sonrisa de alguien que ha podido finalizar una venta muy provechosa—. Hemos seguido el deterioro final de Albert, lo hemos visto sufrir y morir de inanición. ¡Incluso lo vimos tragar su propia mierda! Con perdón de la expresión.


—Se lo merecía —señaló Evan, casi en un susurro—. Ahora podemos irnos, Aila.


—Muy bien, síganme por favor —indicó Don, caminando hacia una de las dos puertas que había en ese cuarto que además del vidrio, contaba con una serie de monitores distribuidos en las cuatro paredes—. Tenemos que preparar la casa para el siguiente viejo loco.

20. November 2020 02:09 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Fortsetzung folgt…

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