Despierta en el suelo, boca arriba y desorientado, sin saber exactamente cómo o por qué estaba allí tendido cuan largo era, de hecho apenas podía recordar nada. Mira hacia los lados y luego hacia arriba, más allá una enorme casa parece estar viniéndose abajo desde el techo hasta los cimientos, una casa de diseño retorcido en la que él hasta hacía poco habitaba. Se incorpora y observa el lugar que parece quebrarse, romperse en pedazos con brutales crujidos que provienen de la enorme estructura, como si en cualquier momento simplemente fuera a volar por los aires y se convertirá en polvo en el aire.
La visión le arranca una risa, la cual se convierte en risotada y antes que se dé cuenta se ha convertido en una carcajada, una carcajada que resuena distante incluso para sus propios oídos. En el campo, donde él se encuentra tumbado, hay más de los suyos o gente que simplemente estaban con él sin pertenecer a los suyos, gente que simplemente soporta y les da espacio entre los suyos por la fuerza imperiosa de estar en la misma situación que ellos. Todos parecen tan confundidos al principio y perciben la risotada, girando la vista hacia la casa se dan cuenta de por qué ríe y se unen a las carcajadas con las suyas propias. En aquel campo resuena un aterrador coro de voces que ríen (risas vacías, distantes, frías a pesar del aparente júbilo) mientras observan el infortunio de la casa que alguna vez los habitó.
De repente él deja de reír abruptamente, los demás también guardan silencio de inmediato, se observan mientras lo ven de soslayo, él es un hombre cuyo rostro está tan pálido como el de los presentes, los cuales son tan blancos como un cadáver, pero el mismo es severo, robusto e imponente. Sus ropas se ven claramente elaboradas y cuidadamente bordadas, pero sin embargo viste muy distinto a varios de los que le observan y que son ajenos a su gente (su gente viste de manera similar), siendo esta consistente de una camisa de piel con el cuello bordado con cuadrados de color marrón que formaban una especie de collar, en el borde inferior se repite el patrón y en su pecho aparecen los cuadrados marrones juntados para formar una especie de media luna. Su cabeza está protegida por un penacho de plumas que desciende hasta debajo de los omóplatos y su cuerpo entero está repleto de amuletos que en su vida había coleccionado. Es un indio.
Este indio se levanta del suelo y observa en la distancia, desde allí se ve a un grupo de personas corriendo de un lado a otro o tambaleándose, es entonces cuando se da cuenta que la tierra parece sacudirse a sus pies. Un movimiento de la Madre Tierra que no esperaba pero si agradecía, fue gracias a aquella movida que ellos estaban fuera. Los de allá, los que corren, no eran como ellos, de rostro sonrosados, apenas pálidos del susto que estaban recibiendo, vestidos con ropas cuidadas y quién en su mayoría no parecían vivir mayores dificultades. Ellos son distintos a la multitud invisible que el indio parece presidir y que ahora se estaba poniendo de pie, desafiando con su osadía las sacudidas de la tierra.
De pronto la tierra deja de temblar, los otros, que se encuentran cerca de la entrada a la mansión parecen aliviados y comienzan a revisarse a ver si no tienen mayores daños, tal parece que por fin el temblor se ha detenido y que pueden respirar tranquilos. Pero de repente la atmósfera se vuelve en nada más fría, al principio es apenas perceptible, pero con el tiempo se vuelve más helada hasta el punto que los presentes comienzan a tiritar de frío, comienzan a sobarse las manos para darse algo de calor, aunque no consiguen demasiado alivio incluso con el esfuerzo que hacen. Algunos comienzan a estremecerse por escalofríos, debe de ser el frío, después de todo parecía que había mucho, ya vendría después la ayuda y podrían pedir mantas para resguardarse del mismo. Pero si bien los escalofríos podían explicarse, los extraños susurros al oído y la sensación de estar siendo tocados por unas manos invisibles no podían tener como motivo el frío.
Lo que no ven es que la multitud invisible ahora caminaba entre ellos y los rondan cual tiburones a un naufragio, dejando su fría esencia entre ellos mientras se acercan a sus oídos a susurrarles y les rozan con sus fríos dedos en los brazos, en los rostros o en la espalda, se limitaban a hacer esto e incluso algunas veces van más lejos al tocar en otros lugares y hablando más alto a sus oídos. Lentamente el grupo de los vivos, movidos por el pánico del momento, se acabaron por desmayar o a salir corriendo como almas en pena hacia la salida, atravesando la calle como almas en pena que las persigue el diablo.
La multitud invisible la intenta seguir, pero el indio los manda detener y les hace gestos para que le observen, cosa que ellos hacen, se fijan atentamente a lo que él está por hacer. Él, con gesto magnánimo pero firme, señala hacia el portón de la entrada, el cual ponía, moldeado en hierro fundido, el nombre de los que habían erigido aquella mansión de la que habían huido, el nombre de sus carceleros que los habían tenido encerrados allí dentro.
–¡Winchester! – Les gritó, citando el nombre que ponía la reja. Nombre que recordaba tras haber aprendido la lengua de los blancos y con el cual comprendió quién creaba sus armas.
La multitud invisible miró hacia la reja y luego al indio, sus rostros parecieron encenderse con un extraño y siniestro júbilo, el cual no venía directamente de la alegría, sino de una furia contenida y nunca aplacada que no había hecho otra cosa que crecer.
–¡WINCHESTER! – El grito resonó lejana y se disolvió en el aire, pero estaba tan cargado de furia que podría haber puesto los pelos de punta a cualquiera que lo escuchara.
El indio caminó en dirección de la multitud y esta se apartaron de su paso, dejando que éste se pusiera en cabeza de todo el mundo, todos los demás que conformaban la multitud invisible, tanto de su gente como aquellos que nada tenían que ver, lo siguieron. Iban ahora a buscar a Winchester.
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