mazzaro José Mazzaro

Una historia en tres historias. Un nudo corredizo, quizás, de realidades históricas que no son menos ficticias que la realidad.


Historische Romane Nicht für Kinder unter 13 Jahren.

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Corazón delator


Ricardo salió del Cardiológico sintiéndose aliviado. El Instituto de Cardiología de Corrientes “Juana Francisca Cabral”, era uno de los nosocomios más importantes del país en cuanto a aspectos preventivos, diagnósticos, terapéuticos y de rehabilitación cardiovascular. Su diseño, amplio y moderno, estaba enteramente pensado para los pacientes, algo realmente innovador. Claro está, que, además de esta particularidad, el instituto tenía algunos de los mejores profesionales del país, tanto en las ciencias médicas como en sus accesorias y anexas.

No era la primera vez que consultaba. Su corazón, ligeramente disfuncional, era como una especie de termómetro emocional que danzaba descompaginado cada vez que algo lo estresaba con poder. Su presión arterial, por otro lado, iba de un polo al otro cuando estaba en situaciones de tensión. Ricardo no era un hombre mayor, de hecho, apenas si rozaba los cuarenta. No obstante, era una de esas almas viejas que parecen estar ya cansadas de reencarnar. Tenía una visión particular del mundo, y en especial, de su ciudad. Imaginaba distintas escenas, del pasado, del presente y del futuro. Cuando iba caminando hacia el trabajo, cuando volvía del trabajo, cuando salía a pasear en auto con su esposa y sus dos hijos: Esteban y Martín. Incluso cuando dormía, Ricardo fantaseaba con sucesos que no sabría determinación con precisión su veracidad. Y era algo que hacía desde que tenía memoria. Cuando consultó a un psicólogo, impulsado por uno de sus amigos de la secundaria, le habían realizados unas pruebas a bases de distintos test junto con unas rondas de entrevistas.

Lo que Ricardo tenía, a su pesar, lo llamaron imaginación. Y desde entonces dejó de preocuparse y se abocó con mayor énfasis a ello. Siempre y cuando tuviese tiempo libre, Ricardo era contador en una empresa yerbatera que exportaba sus productos a algunos de los países limítrofes como Brasil, Paraguay, Chile, e incluso Paraguay. La empresa, llamada “Yerba buena”, centraba su atención comercial en el exterior. En del país, centralizaba en Corrientes todo lo que tuviese que ver con la administración general y algunas tareas de recursos humanos. Ricardo era un buen profesional. Temprano, por las mañanas, preparaba el desayuno de su esposa y de sus hijos y partía al trabajo. Él prefería desayunar en la oficina. Una habitación amplia, con un escritorio descomunal de madera de pino que soportaba altas torres de documentación, era su escondite del mundo terrenal. Su esposa, Irma, trabajaba a tiempo completo en una aseguradora de riesgos de del trabajo, la cual tenía como principales clientes a varias de las empresas autóctonas de la provincia. Sus hijos, por otro lado, asistían ambos a la Universidad Nacional del Nordeste, uno de los centros públicos educativos más significantes de la zona. Esteban se encontraba realizando el cursillo de ingreso a la carrera de medicina, y Martín seguía los pasos de su padre tomando clases de segundo y tercer año de la carrera de Contador Público Nacional. Eran una familia funcional, un tanto hermética y de pocas palabras, pero unidos, como el filo de las hachas a sus mangos.

Esa mañana, luego de su consulta anual, se sentó en uno de los bancos de afuera y respiró el aire puro de Corrientes. Escuchaba el tránsito, dejaba que el sonido de la urbe le erizara los bellos del cuerpo, sintiéndose parte de algo más grande y profundo, más antiguo. La dicha, entre otros sentimientos que difícilmente podía determinar, lo tomó por sorpresa. No tenía horario para entrar o salir del trabajo, era uno de los principales contadores de la empresa, de modo tal que sabía perfectamente sus responsabilidades. De todas maneras, si bien se extasiaba de ver más allá de lo cotidiano, creando escenas y personajes fuera de lo normal y habitual del mundo, Ricardo sabía cuando era momento de retornar hacia el trabajo, en su casa, según correspondiese.

Se incorporó y miró por última vez el cielo azul, profundo y despejado como una especie de mar invertido. Se acomodó las gafas y comenzó a caminar hacia la empresa.

A los pocos pasos lo llamó Irma, preguntándole cómo le había ido. Ricardo contestó lo habitual, para su suerte, que todo estaba bien, que las arritmias no eran pronunciadas y que los resultados del electrocardiograma habían dado coincidentes con su controlada patología. Irma le dijo lo mismo que todos los años y cortaron la comunicación. Luego de tantos años de relación, el fuego se había apagado, aunque no por completo. Se recostaban el uno contra el otro, compartiendo los golpes de la vida. Cuando alguna ocasión fortuita reavivaba las llamas, Ricardo llevaba al lavadero el automóvil, se vestía con jean y camisa de estreno y la invitaba a dar unas vueltas por la costanera correntina. La Avenida Costanera General San Martín, fundada en 1929, tenía una extensión de casi tres kilómetros de paso tanto peatonal como vehicular. Al oeste, costanera bordeaba todo el serpenteante Río Paraná, una majestuosidad natural que conocía como el 14º río más largo del mundo con sus imponentes 4880 kilómetros de longitud. Ver el brillo de las luces de la costanera reflejas sobre el lomo del tranquilo y profundo Paraná, era una vista que provocaba admiración sin importar cuantas veces ya se hubiese observado. Quizás, más allá del trabajo, los hijos, y la digestión del destino como tal, el amor entre ambos eran esos fugaces momentos. Esas oportunidades donde estacionaban el vehículo, llevaban una conversadora con bebidas frescas y se tomaban de la mano como la primera vez que se conocieron. Por lo menos para ellos, esos instantes eran más que suficientes.

Al llegar a la esquina del cardiológico, Ricardo miró hacia atrás y se preguntó cuántas personas entrarían por esas puertas para no volver a salir. Aunque intuía como certeza que, en algún momento, él también traspasaría una puerta por última vez. No importase cual fuera: la de ese hospital, la de otro, o incluso la de su propia casa. Y dentro de esta, quizás la del cuarto, o la del baño. Siempre había, en efecto, una última puerta. Miró hacia ambos lados antes de cruzar la calle Córdoba y notó que no había autos circulando, no estaban rodando bicicletas y no lograba ver a ninguna persona. Una de sus escenas de irrealidad lo terminó atrapando al llegar a la vereda contigua.

Lo que Ricardo veía, o imaginaba según los especialistas, era una ciudad de edificios terriblemente imponentes, cuyas cúspides no llegaban a observarse desde donde él estaba.

—Es el futuro —se dijo—, y cómo nunca antes lo vi.

Ricardo ya había visto imágenes del futuro, pero no como ese. En esta oportunidad, estaba totalmente sumergido en su fantasía. Además, todos sus sentidos se encontraban involucrados, a diferencia de otras oportunidades donde lo sorprendían olores, o texturas, o simplemente imágenes. Ahora, estaba de lleno inserto en aquel lugar que reconocía, pues se trataba de Corrientes, pero era un Corrientes diferente. Muy, muy distante.

Ricardo observó como grandes rectángulos plateados, se desplazaban de un lugar al otro por lo que parecían ser las calles de ese lugar. Emitiendo unos pitidos similares a los sonidos de conexión de los primeros módems que conoció de adolescente. Estas estructuras de casi tres metros de alto, iban en parejas. «¿Serán las personas del futuro?» pensó.

Un olor metálico se apoderó de sus pulmones, y creyó masticar en el aire polvo de aluminio. Su padre, ya difunto, era un obrero metalúrgico que lo había formado con conocimientos muy básicos sobre algunas de sus prácticas. Ricardo, con excelente certeza, podía considerar los metales involucrados en algunas aleaciones, mirando su forma, su brillo, considerando el peso… Era la herencia más importante que su padre le había dejado. Y una de las pocas formas que tenía de recordarlo, ya que todas sus fotografías familiares se habían quemado en un incendio de la casa familiar.

—Y eso es azufre —expresó, mirando hacia arriba.

Debajo de sus pies, una superficie platinada y resbaladiza cubría todo el territorio hasta el horizonte. Había poca luz, todo el lugar, de estructuras repetidas hasta el hartazgo, se encontraba prácticamente en la penumbra, aunque lograba ver con claridad el brillo de esos objetos y edificios.

No había carteles, no había señalizaciones, no existía nada más que esas dos cosas. Los entes móviles y las inmensas torres tubulares que parecían ser el mismo material.

Ricardo quiso acercarse a una de esas cosas, pero lo consideró poco seguro. Además, su corazón, por el cual trataba de evitar sensaciones extremas, como aquella, por ejemplo, era un factor que no podía desatender.

—Tengo que irme —dijo. Y se concentró lo más fuerte que pudo, apretando los dientes con tanta energía, que un de los arreglos explotó dentro de su boca.

Cuando abrió los ojos, Ricardo estaba nuevamente en la esquina de las calles Córdoba y Bolívar.

Entró al kiosco que se encontraba justo delante de sí y pidió un agua mineral de medio litro.

—¿Estás bien, che? —le preguntó el comerciante.

Era un joven de veintidós años, llevaba puesta una remera del Club Boca Unidos y un jean gastado en las rodillas. Ricardo lo había visto en varias ocasiones, e incluso lo había saludado en más de una oportunidad. Consideró que, de alguna forma quizás implícita, tenían la confianza suficiente como para que el chico se tomase la confianza de preguntarle tuteándolo.

—Sí, chamigo —dijo, queriendo él también expresar cercanía en la conversación—, me pareció ver un fantasma nomás.

—Uhhh, no jefe, no me diga eso que yo hago el turno de la noche también.

—Te cargo nomás. Pero no creo que seas de tener miedo —expresó Ricardo, apoyándose sobre el mostrador mientras destapaba el agua.

—¿Por qué?

El joven se acomodó el cabello y con el control remoto en la mano, bajo el volumen del televisor. En la pantalla se encontraba el gobernador hablando sobre los avances en la contención del dengue, y cómo las patrullas de fumigación vecinal representaban una excelente herramienta para la lucha contra los mosquitos.

—Y porque trabajás justo frente al hospital, me imagino que habrás visto cada cosa.

—Sí, bueno, puede ser. No sé, uno se termina acostumbrando.

Ricardo fue calmándose lentamente, tratando de no avispar al joven sobre su nerviosismo. Saboreó el agua fresca, dejando a su lengua remojarse con placer al recordar el lugar en el cual estuvo minutos atrás.

—Qué problema esto del mosquito —dijo el joven, luego de atender otro cliente mientras Ricardo bebía. Era un empleado sociable, a quien no le disgustaba las conversaciones diarias. De todas formas, algunas eran complejas, y muchas veces se veía inmerso en situaciones que para las cuales no estaba preparado. En eso Ricardo tenía razón, trabajaba frente a un hospital y en cualquier lugar de Argentina, eso tenía sus pros y sus contras. La semana pasada, por ejemplo, había estado con un sujeto al cual habían colocado tres stent esa misma tarde, y maldecía a todo cuanto se cruzase por su camino por el hecho de que ya no podría fumar. Tuvo que soportar al cliente irritado, y esperar que se decidiese a no comprar los cigarrillos que había ido a buscar.

—Che, parece serio esto del dengue. —Dijo Ricardo, a poco de acabarse toda el agua.

Por su condición de zona tropical, durante el verano, -principalmente, aunque no de forma exclusiva -, Corrientes sufría de forma esporádica de brotes de dengue, una enfermedad viral transmitida por mosquitos. La enfermedad se caracterizaba por síntomas tales como: fiebre, dolor muscular y sarpullido. Siendo que, si la persona era contagiada por segunda vez, corría el peligro de desarrollar una variación más compleja de la enfermedad que consistía en hemorragias generalizadas. Sin embargo, en los últimos años las campañas de prevención y tratamiento habían avanzado muchísimo en términos sanitarios.

—Sí, como cualquier otra enfermedad. Pero bueno, estamos haciendo bien las cosas. Hay que seguir cuidándose nomás.

«Cuidándose nomás» repitió en su mente Ricardo, mientras volvía a repetir la imagen de los bloques metálicos que parecían levitar al ras del suelo.

—¿Che, estás bien? —volvió a preguntar el muchacho.

Ricardo volvió en sí.

—¿Por qué? —preguntó, tratando de hacerse el desentendido.

—Porque estás pálido. ¿No querés sentarte?

Ricardo sonrió.

—No, estoy bien, no te preocupes. Me sacaron sangre recién y seguro es algo de eso. No me gusta la sangre.

—¡Qué bueno que no es médico entonces! —le dijo el joven en tono de broma, mientras iba a la despensa del local en búsqueda de otro pack de agua mineral. La que Ricardo se había tomado, era una de las pocas que quedaban en la heladera exhibidora. Era uno de los productos que más se consumían en el verano, y los dueños le recalcaron siempre al joven la importancia de tener las bebidas frías para quienes las pedían. En cierta forma, era un alivio esperado para cualquier paciente, o conocido. Corrientes era una ciudad hermosa, terriblemente cultural y de avanzada tecnología médica, pero sus altas temperaturas, siempre probaban a los más avezados peatones.

Cuando salió de la despensa, Ricardo se había marchado, llevándose consigo el envase vació.

«Qué piola», pensó el joven. Y volvió a subir el volumen del televisor.

Las noticias hablaban ahora de una especie de gripe que tenía en vilo a los ciudadanos de Wuham, capital de la provincia de Hubei, en China. La noticia de la enfermedad, que recién comenzaba a conocerse, era transmitida por una cadena de transmisión internacional, las demás continuaban hablando de lo cotidiano.

Ricardo, a pocos metros de la empresa, arrojó la botella plástica en un basurero en una de las esquinas de la calle. Era un ciudadano responsable con el cuidado de su lugar de origen.

Las veredas de Corrientes eran muy estrechas, al igual que sus calles. Por las aceras apenas si podían caminar dos transeúntes a la vez. Fundada en 1588, era la provincia más antigua del nordeste argentino y eso explicaba en gran parte su arquitectura general, especialmente en el casco céntrico.

Cuando tomó el picaporte de entrada de la empresa, listo para introducir la llave en su lugar, volvió a golpearlo esa visión de un futuro extremadamente lejano. Tan lejano, que incluso los seres humanos no eran conocidos, mas que como parte de un antiguo folclore.

Esta vez fue breve e incompleto. Escuchó unas voces provenientes del cielo que emitían un mensaje repetido y monocorde. El lenguaje era el mismo que el de los grandes bloques de metal. Se preguntó si en algún momento esas fantasías se irían, si tenía algo que ver con las arritmias que lo aquejaban. O si acaso era parte de un proceso psicopatológico que apenas estaba comenzando.

Sacudió su cabeza, como quien busca sacarte de encima un mal recuerdo, y entró a la empresa suspirando. Aceleró el paso hasta su oficina, tratando de no observar a nadie en el camino. Por algún motivo, mientras atravesaba los cubículos de trabajo, escuchó un sonido agudo, como si algo se hubiese desplazado a gran velocidad encima de él. Levantó la mirada y creyó ver volando, de un extremo al otro, unas flechas de caña con puntas de madera en forma de arpón.

«Bueno, basta Ricardo» se dijo «hay mucho trabajo y no es momento de mezclar una ciudad futurista con una tribu de indios».

Al sentarse por fin en su sillón, prendió la computadora y abrió los archivos de trabajo del día. Esa noche, le diría a Irma para salir a pasear, después de todo, su corazón seguía funcionando dentro de lo esperable y eso no merecía nada menos que una celebración.

—Vy´a —dijo, sin ningún motivo. Y sonrió.

10. Oktober 2020 22:34 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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