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Una carta de su abuela lleva a Martín a visitar la casa de esta tras su muerte, sin sospechar la sorpresa que lo espera en el interior de la vivienda.


Horror Alles öffentlich.

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Un último recuerdo

La misiva firmada por mi abuela me citaba allí, en ese preciso lugar. Lo extraño era que había sido en su testamento donde había ordenado que se me hiciera llegar. ¿Para qué querría que acudiera a la casa de su infancia, perdida en las profundidades de un remoto bosque de Europa del Este, después de haber muerto?

Querido Martín:

Sé que nuestra relación no es tan fuerte como cuando eras un niño, que se ha enfriado y nos hemos distanciado, pero ahora que se aproxima el último obstáculo en mi horizonte, aquel que quedó fijado en el mismo momento en que respiré por primera vez, temo no poder arreglarla a tiempo. Te pido disculpas por ello y que, en cuanto yo haya desaparecido, vuelvas a la casa del bosque sin demora. Allí encontrarás todas las respuestas.

Las apenas seis líneas no explicaban detalladamente el motivo, pero dejaban patente la necesidad de que acudiera allí. Tras casi diez horas de avión y otras tres a bordo de un coche de alquiler, por fin estaba ante la desvencijada vivienda, localización de la mayoría de las historias de infancia de mi abuela, esas que solía relatarnos a mis hermanos y a mí sentados alrededor de la chimenea.

Todavía no me hacía a la idea de su ausencia. Esperanza, mujer fuerte y emprendedora donde las hubiera, propietaria de la cadena de hoteles más importante del país, había querido a todos sus nietos por igual. Casi por igual. A nosotros dos nos unía una relación especial. La diferencia solo podía apreciarse si uno se fijaba en pequeños detalles, como esas discretas miradas más allá de la conversación en curso, esa galleta con extra de chocolate en la masa reservada para el final, ese beso de buenas noches en la frente acompañado de un puñado de palabras susurradas. Y, por último, esa carta.

Con cuidado, volví a doblar el pliego de papel y lo introduje en el bolsillo interior de mi cazadora. Contemplé la edificación, más mansión que casa, y reparé en que era todavía más grande de lo que recordaba, lo que resultaba extraño, dado que no había vuelto allí desde los cinco años. La madera de las paredes estaba agrietada y enmohecida, y un par de ventanas de la fachada tenían los cristales rotos. En el techo, algunas tejas reposaban volteadas sobre las demás, seguramente a causa del inclemente clima de la montañosa región.

Presentaba un aspecto descuidado y de abandono, lo cual no era de extrañar si, tal como me habían dicho, mi abuela había dedicado sus últimos años a viajar por el mundo, anclando en la casa de su familia únicamente de vez en cuando, para dormir un par de noches antes de partir de nuevo. Desde su muerte hacía unos días, solo sus abogados habían osado aproximarse a la aislada propiedad, movidos por su obligación profesional.

Dejando a un lado los sentimientos y divagaciones, ascendí con moderada decisión los escalones del porche. Atravesé este con cuidado de no hacer crujir las tablas de madera del suelo, como si pudiera hacer despertar a alguien, y rodeé con la mano el pomo de la puerta. Lo noté frío al tacto, demasiado incluso para el frío otoño de la región. Giré la muñeca y, como había previsto, el mecanismo cedió. No se habían molestado siquiera en cerrarla con llave.

Mascando mi indignación, comencé a avanzar por el pasillo principal, al fondo del cual se alzaban las escaleras hacia el piso superior. Pasé por al lado del salón, de tostados sofás adornados por mugrientas telarañas. Llamó mi atención un objeto sobre la mesa de centro, cuya superficie de cristal permanecía oculta bajo una gruesa capa de polvo. Se trataba de un álbum de viejas fotografías, con tapas duras de ajado cuero marrón.

Me sorprendió descubrir que lo recordaba. En algún momento de los dos o tres veranos en que, con mi familia, había acudido a visitar a la abuela, esta me lo había enseñado. En su interior conservaba las fotos de su boda, a mediados de siglo en la catedral de la capital. Una colección de retratos en sepia que mostraban a los novios con distintos grupos de invitados, todos ellos mostrando sus mejores sonrisas a la cámara.

Movido por la nostalgia, deslicé un dedo sobre su superficie y lo abrí por una página al azar. Di un paso atrás al contemplar aquella primera fotografía. Desconcertado, pasé las páginas hacia delante y atrás, recorriendo varias veces todo el volumen, sin comprender lo que mis ojos veían. No había más que fotos de familias enteras, que me eran por completo desconocidas, y que miraban fijamente a cámara, ataviadas con vestimentas propias de otra época. Cerré el libro y comprobé de nuevo la portada. No, no me había equivocado; ahí estaba la mancha de café. No había duda de que ese era el álbum que recordaba. Pero no las fotografías que albergaba en su interior.

En ese momento, el eco de una risa me hizo dar un respingo. Giré sobre mí mismo y contemplé el desierto pasillo, apenas iluminado por la luz crepuscular que se filtraba entre las contraventanas de madera. Me acerqué a la pared y sujeté entre dos dedos el interruptor de la luz. Traté de accionarlo, sin resultado. Seguramente hacía tiempo que la compañía eléctrica había cortado el suministro de toda la casa. Introduje una mano en otro bolsillo de mi cazadora y saqué el móvil. Encendí la linterna y apunté con el haz de luz hacia el fondo del pasillo, llegando a intuir los primeros pasos de la escalera.

De nuevo, pude oír la voz, que parecía provenir claramente del piso superior. Ignorando la alerta de mi sentido común, que me indicaba que lo más sensato sería subirme al coche y alejarme lo más rápido posible, llegué a la conclusión de que mi abuela quería, por alguna razón, que yo fuera a esa casa: y no estaba dispuesto a ignorar su última voluntad.

Avancé hacia las escaleras y, al apoyar el pie sobre el primer escalón, un mensaje saltó en la pantalla del dispositivo en mi mano: batería restante, 5%. Maldije para mis adentros haber olvidado el cargador en el hotel y continué ascendiendo, paso a paso, sin dejar de iluminar hacia el frente.

Accedí a un piso superior aparentemente menos descuidado que el principal. Casi parecía que alguien lo estuviera habitando todavía. La imagen de toda clase de fantasmas y espíritus ocupando las distintas estancias pasó por mi mente, pero la descarté al oír de nuevo aquella risa. Parecía la voz de una niña que corriera a buscar un lugar donde ocultarse, jugando al escondite.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté al aire, sin mucha esperanza de obtener respuesta alguna—. Voy armado y esta es una propiedad privada. No dude que dispararé si es necesario.

A pesar de no estar armado más que con una tonelada de insensatez y un teléfono próximo a convertirse en un inútil pisapapeles, continué avanzando por el pasillo, que conducía hacia la fachada principal, orientada hacia el norte. Dirigí el haz de la linterna hacia el suelo, donde me pareció descubrir que el musgo comenzaba a nacer sobre el suelo de la madera, asomando por debajo de las alfombras.

Un crujido me sobresaltó. Una de las puertas que había dejado atrás, ahora a mi izquierda, se abría lentamente, probablemente a causa de una corriente de aire que entrara por una de las ventanas rotas. Me aproximé para comprobarlo, por si acaso.

Al otro lado de la puerta, reconocí el cuarto de juego donde mis dos hermanos y yo habíamos pasado tardes enteras durante esos veranos en la casa. Pero sus paredes ya no estaban adornadas por el colorido papel de payasos, sino que permanecía desnudas. Tampoco había rastro de mueble alguno, salvo un silla, próxima a la pared del fondo. Sobre ella parecía que había otro tomo, abierto por la mitad.

Sin reparar en nada más, avancé hacia allí. De nuevo, las páginas estaban ocupadas por fotografías de familias posando ante la cámara, con actitud extrañamente seria e imperturbable. Mantenían los ojos ligeramente entrecerrados y la vista fija en algún punto perdido al frente, más allá del objetivo de la cámara. Había decenas de retratos como el primero, representando a los integrantes de diferentes familias de toda condición. En el rostro de algunas de esas personas, encontraba rasgos que me resultaban relativamente familiares, como si en algún momento de mi vida los hubiera conocido. O, al menos, a sus descendientes, dada la remota época en que parecían haber sido capturadas aquellas instantáneas. Lograba desconcertarme.

De nuevo, volví a escuchar la voz aniñada, que parecía encontrarse dentro de esa misma habitación. Súbitamente, la luz del flash led se extinguió, agotando el último suspiro de batería y dejándome completamente a oscuras. Traté de adaptar la vista a la penumbra que me rodeaba, pero resultaba inútil. Comencé a avanzar a ciegas, sin rumbo, con los brazos extendidos hacia el frente para prevenir obstáculos. La risa comenzó a escucharse una y otra vez, a repetirse en bucle a mi alrededor. Cada vez más cerca, hasta casi poder acariciarla.

Tras dar varias vueltas, tropecé con la silla abandonada. El pesado tomo cayó y aterrizó sobre mi pie, arrancándome un alarido de dolor. En ese momento, una luz se encendió a mi espalda. Parecía proceder de un potente foco, pues mi sombra se dibujaba con nítida precisión sobre la pared de enfrente. Esperé unos instantes hasta adaptarme a la nueva claridad y me di la vuelta, utilizando una mano a modo de visera para evitar resultar cegado. Antes de descubrir lo que se encontraba en aquel rincón de la estancia, que en la penumbra me había pasado desapercibido, capté un olor afrutado con toques de vainilla.

Un claro recuerdo se apoderó de mi mente. Me transporté al dormitorio de mi abuela, donde de niño contemplaba el peculiar frasco de cristal con forma de lágrima sobre el tocador.

—Abuela, ¿me dejarás usar algún día tu perfume? —le había preguntado en una ocasión.

—Cada perfume debe ser único en el mundo y diferente a los demás, Martín, como las personas. —Había cogido el frasco y apretado la perilla de flecos, para que las partículas de perfume se impregnaran en la tersa piel de su cuello. Luego lo había dejado de nuevo sobre el tocador, antes de ofrecerme un último consejo—. No lo olvides, Martín, aunque la mayoría de la gente lo ignore, la persona y su perfume son solo uno: recuerda este y jamás olvidarás a aquella.

De vuelta a la realidad, enfoqué mi vista hacia el frente y descubrí una desconcertante escena. Alrededor de una vieja mecedora vacía, cuatro personas posaban hacia el frente donde, sobre un enclenque trípode de madera, descansaba una cámara fotográfica de fuelle. Vestían como los retratados en las fotografías del álbum, con trajes y vestidos repletos de flecos, chorreras y demás adornos propios de otra época, y sus rostros estaban cubiertos por densas capas de maquillaje.

Al frente, dos niños permanecían sentados en el suelo. Tendrían unos seis y ocho años cada uno, y el pelo rubio como el heno. A los lados de la mecedora, un hombre y una mujer se mantenían en pie, apoyando una mano sobre el respaldo del mueble. El rostro de esta última captó mi atención. Tenía un parecido muy grande con alguien, pero en un primer momento no logré averiguar de quién se trataba. Cuando por fin lo hice, el corazón me dio un vuelco.

Se parecía a mi abuela tal y como la recordaba de mi infancia, hasta el punto de casi parecer la misma persona. Y tenía sentido, pues aquella que se mantenía en pie frente a mí era mi madre, su hija. Turbado, recorrí los otros tres rostros, para reconocer bajo el maquillaje a mi padre y mis dos hermanos. Parecía imposible, pero ahí estaban sus cuerpos, después de varios años, pulcramente colocados en una composición escénica ante la cámara. Una náusea ascendió por mi garganta al comprender realmente qué era aquello que contemplaban mis ojos. Alguien había conservado los cuerpos de mi familia desde el accidente de coche y los había colocado para retratarlos una última vez, siguiendo la tradición de las familias del siglo XIX de retratarse con sus fallecidos, para dejar constancia de la omnipresente e ineludible muerte: memento mori. Pero en ese escenario, había un aspecto que rompía con la armonía general, un vacío que silenciosamente reclamaba ser llenado.

La mecedora. Aquel asiento basculante era el espacio que me había sido reservado en la fotografía, y esta el motivo de mi convocatoria en la casa, después de tantos años alejado de ella. Ya estaba convencido de ello, pero todo rastro de duda se evaporó cuando una nueva ráfaga de aire me trajo de nuevo ese olor, ese perfume inconfundible. En el preciso instante en que la mano de largos dedos se posó sobre mi hombro, perdí la consciencia y jamás volví a despertar. Pero antes, llegué a oírla decir:

—Por fin has vuelto.

Las primeras luces del amanecer acariciaban las copas de los árboles cuando el vehículo del abogado se detuvo junto al coche alquilado, frente a la vivienda. El hombre, elegantemente trajeado, cogió su maletín y se bajó de la berlina, en dirección a la casa. Cruzó el largo pasillo de la planta baja y ascendió hasta la segunda habitación a la derecha, en el piso superior. Estaba vacía, a excepción de una silla en la que, conforme a lo acordado, encontró un álbum de fotografías.

De entre sus hojas afloraba un sobre blanco. Abrió el tomo por la hoja marcada y comprobó su contenido. Su cliente había cumplido: ahí estaban todos sus honorarios. Antes de marcharse y concluir su encargo, sin embargo, cedió ante la curiosidad. Extrajo de su maletín una pequeña linterna e iluminó con ella la fotografía que ocupaba aquella página. Una familia posaba alrededor de una mecedora de madera. Dos niños estaban sentados al frente, en el suelo, y los que parecían ser los padres ocupaban ambos flancos del asiento. Entre ellos, una mujer de radiante belleza a pesar de su avanzada edad sonreía a la cámara, contrastando con el rictus serio de los demás retratados. Especialmente con el del joven sentado en la mecedora, en cuyo cuello se podía apreciar una línea horizontal mal disimulada con maquillaje, justo por debajo de la nuez.

Siguiendo las precisas instrucciones, cerró el tomo y lo guardó en el maletín. Se lo llevó con él, salió de nuevo al vehículo y extrajo del maletero un bidón de combustible. Instantes después, permanecía apoyado sobre el capó del coche, contemplando cómo las llamas se extendían por la casa, lamiendo las paredes de madera y calcinando todos los recuerdos ocultos en sus estancias. Abrió la puerta del coche, dispuesto a abandonar el lugar para comenzar a disfrutar de la pequeña fortuna que se acababa de ganar, cuando captó algo inusual. Una corriente de aire procedente del bosque que rodeaba la vivienda le llevó un intenso olor que se impuso al de las llamas: una particular mezcla de frutas, aderezada con un toque de vainilla.

Conocía ese olor y lo que significaba, por lo que no pudo más que sonreír antes de entrar en el coche y dejar atrás definitivamente aquella historia, que guardaría en secreto hasta que, algún día, él tuviera el mismo e inevitable final que los protagonistas de aquella fotografía.

30. September 2020 16:20 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Das Ende

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