artguim Artguim

Un aterrorizado devoto acude a una aislada iglesia para ser oído en confesión. Es recibido por un sacerdote, pero pronto comienzan a acontecer inexplicables sucesos, y se ve obligado a huir en busca de auxilio.


Horror Nicht für Kinder unter 13 Jahren.

#terror
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Cruz de plata

—Ave María purísima.

—Sin pecado concebida, hijo mío —contestó el cura, dando paso a la confesión de aquel pobre hombre, cuya voz al pronunciar aquellas rituales palabras denotaba una gran inquietud, probablemente debida a lo que se disponía a confesar.

Se encontraban en un confesionario situado en la nave lateral de una pequeña iglesia, de sencillo pero a la vez cautivador estilo, compuesta por una nave central y una lateral más pequeña, coronadas por unas arcadas que se extendían de un extremo al otro de la edificación, sosteniendo los altos techos, que hacían posible la existencia de grandes y coloridas vidrieras que durante el día bañaban de luz el interior de la capilla.

Pero en aquel momento era noche cerrada, una noche especialmente oscura, y si el penitente pudo distinguir algo en el interior de la iglesia fue gracias a las velas que el sacerdote, ya dispuesto a cerrar la iglesia y retirarse a dormir a la habitación que tenía alquilada en la pensión del pueblo, no había tenido tiempo de apagar debido a la repentina aparición de aquel hombre en el umbral de la puerta.

Gracias a esta luz, el confesado pudo distinguir las ocho o nueve filas de bancos que se extendían a lo largo de la nave central, así como el ábside situado al fondo de la misma, presidido por un altar de mármol de un blanco casi perfecto, y con los ornamentos tradicionales, necesarios para la celebración de la eucaristía. La luz de aquellas velas le permitió también reconocer a aquel que le escucharía en confesión, un clérigo de avanzada edad, cuyo rostro estaba surcado por multitud de arrugas, así como diversas manchas que le daban la apariencia de estar sufriendo algún tipo de enfermedad considerablemente grave, a pesar de que al penitente le constaba que el padre tenía una salud de hierro.

—Padre, ha de escucharme en confesión, pues temo que sea mi última oportunidad de purgar mis pecados.

La voz del confesado mostraba una profunda desesperación. El clérigo se sintió realmente preocupado por la posibilidad de que, en efecto, el hombre situado al otro lado de la rejilla del confesionario estuviera en grave peligro por algún motivo desconocido para él.

—Te escucho. —La respuesta del sacerdote se hizo esperar un momento, por lo que el confesado dedujo que había conseguido inquietarlo. Supo que le escucharía.

La confesión se desarrollaba en la única nave lateral del edificio, en un pequeño confesionario de madera de roble, cuyo barniz se había desgastado por el uso que de él habían hecho los fieles del pueblo durante los muchos años que allí llevaba.

—Padre, ¿me creería si le digo que tengo la sensación de que alguien… o algo, me ha estado vigilando desde que llegué al pueblo?

La pregunta gravitó en el aire durante unos segundos. Al no obtener respuesta, el confesado insistió.

—Padre, ¿sigue ahí dentro?

Nada. Tampoco para esa pregunta se emitió respuesta alguna. El hombre, extrañado ante la falta de respuesta por parte del sacerdote, decidió levantarse del saliente de madera en el que estaba arrodillado, se situó frente a la puerta del confesionario, tomó aire para afrontar la reprimenda que seguro recibiría, y la abrió.

El confesionario estaba completamente vacío. Tan solo había transcurrido una veintena de segundos desde que el sacerdote había contestado por última vez, por lo que le pareció improbable que pudiera haber abandonado el confesionario, no habiendo escuchado él ruido alguno. Decidió acercarse a los bancos centrales, para poder echar un vistazo al altar, pero tampoco vio allí al cura, por lo que volvió al confesionario.

En el momento en que volvió a observar el interior de este, su mirada captó un objeto brillante. Se fijó en él y descubrió que sobre el asiento acolchado en el que se había sentado el clérigo para la confesión, se sostenía por sí sola en el aire una cruz de plata perfectamente reluciente, con el extremo más corto de la parte vertical hacia abajo, al contrario del símbolo del cristianismo.

El hombre, con una patente expresión de incertidumbre en el rostro, se tapó la boca con una mano, al tiempo que retrocedía con pequeños pasos, hasta que tropezó y se precipitó al suelo, entre dos bancos. Rápidamente, se impulsó en uno de ellos con una mano para levantarse mientras con la otra se santiguaba, sin poder creer lo que estaba ocurriendo.

Acto seguido, captó su atención un ligero destello proveniente del interior del confesionario, del mismo lugar en que se encontraba la cruz. Cautelosamente, se aproximó arrastrando los pies en silencio sobre las frías losas de piedra que componían el suelo de la iglesia, tratando de dar al mismo tiempo con cualquier explicación lógica para aquella extraña situación.

Cuando se encontraba a tan solo unos centímetros de la entrada al confesionario, percibió otro destello surgido del lugar en que se hallaba la cruz. Pero esta vez fue un destello más intenso, como el de una chispa que saltara debido al golpeo entre dos piedras.

El hombre decidió mantenerse a una distancia prudencial durante unos segundos, pero pasaron cerca de un minuto sin que sucediera nada más. Comenzó a pensar que todo había sido objeto de su imaginación, una simple ilusión provocada por el estado de ansiedad en el que se encontraba debido a los temores que le azotaban en ese momento y que no había tenido ocasión de confesar al clérigo. Al pensar en esto, se dio cuenta de que todavía no había averiguado qué le había sucedido a su confesor. Decidió acercarse a la nave central para echar otro vistazo al resto del edificio, así como a la sacristía anexa.

Pero en el mismo momento en que comenzaba a darse la vuelta para alejarse del confesionario, percibió cómo otro chispazo se producía en el interior, seguido de otro, y otro más. Cuando se quiso dar cuenta de que éstos tenían que tener algún significado, la cruz, todavía suspendida sobre el asiento, comenzó a arder. Las llamas rodearon los bordes de la pieza ornamental, sin llegar a desintegrarla como hubiera sido lógico, rozando la fría superficie de esta sin llegar a entrar en contacto con ella.

El hombre, sobresaltado por aquel repentino suceso, dio un paso atrás. Sin previo aviso, todas las velas que todavía no había apagado el clérigo antes de la llegada del penitente se apagaron sin que se notase ninguna corriente de aire. Se sorprendió de nuevo, pues no serían menos de cuarenta los cirios que habían permanecido encendidos hasta ese momento, y que súbitamente se acababan de extinguir.

Pero la mayor sorpresa vino justo después, cuando aquel hombre se recuperaba de la impresión. De pronto, todas las enormes vidrieras estallaron al unísono, provocando un insoportable estruendo y proyectando los restos de vidrio hacia el interior del edificio. El penitente corrió hacia la nave central, cubriéndose la cabeza con los brazos para protegerse de los coloridos fragmentos de cristal que le alcanzaban todo el cuerpo, como si de balas se tratase, y le provocaban pequeñas heridas en las zonas de su piel que llevaba descubiertas.

Una vez en el centro de la nave principal, continuó corriendo hacia la gran puerta de roble que comunicaba el edificio con el exterior, pretendiendo huir de aquellos inexplicables sucesos y así poder dirigirse al pueblo, cercano a aquel templo situado en lo alto de una pequeña loma, en el que había estado viviendo durante las últimas semanas desde que había llegado allí con la intención de recabar algo de información acerca de aquella comarca. Dicho pueblo se encontraba a un par de kilómetros, en las entrañas del profundo bosque que comenzaba unos metros por detrás del cementerio.

El hombre, que se había parado por un instante nada más salir al exterior para pensar qué debía hacer a continuación, tomó rumbo a la carrera hacia el cementerio, para atravesarlo y así llegar hasta el linde del bosque.

Tras saltar la pequeña verja de hierro que cerraba el camposanto, continuó su carrera esquivando las múltiples lápidas que marcaban los lugares de enterramiento, pero al solo contar con la tenue luz de la luna creciente para orientarse y ver por dónde iba, tropezó en dos ocasiones, aterrizando aparatosamente contra el suelo y provocándose así más heridas en los brazos y en el rostro, al estrellarse contra alguna piedra o alguna losa ligeramente levantada.

Cuando ya se aproximaba a la verja trasera del cementerio, que daba directamente al pequeño sendero que se internaba en el bosque, llamó su atención una de las esculturas de piedra que ornamentaban una tumba, situada contra la pared, en el suelo. Representaba a un pequeño ángel, con una aureola de oro sobre la cabeza, que portaba un libro en una de sus manos.

Pero lo que provocó que aquel hombre detuviese su frenética carrera fue lo que vio en la otra mano, alzada hacia el cielo. Entre sus pequeños dedos, el ángel sostenía una cruz también de oro, pero la sujetaba por su parte de menor longitud, presentando así la misma forma que la que se había encontrado en el interior del confesionario.

El hombre, conmocionado, desvió la mirada hacia la lápida de una de las tumbas más cercanas, donde descubrió que la cruz grabada que acompañaba al nombre y fecha de fallecimiento del que allí se encontraba enterrado también había sido grabada al revés del símbolo cristiano. Presa de un temor repentinamente acrecentado, aquel hombre revisó algunas de las lápidas cercanas, descubriendo para su sorpresa que en todas ellas se daba la misma anomalía.

Giró la cabeza hacia la iglesia, cuya fachada trasera se podía ver desde allí, y pudo vislumbrar las llamas saliendo por los huecos del campanario destinados a permitir el balanceo de la campana, así como por las ventanas que anteriormente habían albergado las vidrieras. Supuso que el fuego que había envuelto aquella cruz había alcanzado igualmente al confesionario y se había extendido al resto del edificio.

Aquello lo sacó del estado de shock en el que se encontraba y le recordó cuál era la razón que lo había llevado hasta ese punto: internarse en el bosque para buscar ayuda en el pueblo. Se dirigió hacia la verja trasera del cementerio y, cuando se disponía a saltarla, descubrió que no se encontraba cerrada. La abrió y salió sin prestarle más atención. Siguió corriendo hacia el bosque, adentrándose en él tras una decena de zancadas.

Una vez dentro del bosque, la oscuridad se hizo total, así que tuvo que reducir el ritmo de su carrera y seguir caminando a tientas. Por lo que pudo percibir a través del tacto, el sentido que más útil le resultaba dadas las circunstancias, el bosque estaba compuesto por árboles de anchos troncos muy cercanos entre sí, que provocaban que el follaje fuese tan denso que apenas se pudiera pasar entre ellos. En el suelo, las silvas se enganchaban a sus pantalones, ralentizando todavía más su avance.

Mediando más tropiezos, golpes y caídas, el hombre recorrió lo que le pareció una distancia suficiente como para estar ya cerca del pueblo. Apresuró lo que pudo el paso, aprovechando que el bosque ya no era tan frondoso a partir de aquel punto.

Unos pasos más adelante comenzó a vislumbrar algunas luces que supuso provendrían de las casas, en las que a esa hora las familias estarían reunidas en torno a sus mesas, cenando apaciblemente, mientras él se encontraba desamparado en medio de aquel bosque, a oscuras, intentando huir de sucesos a los que no conseguía encontrar explicación; cansado, además, pues llevaba ya un buen rato abriéndose paso entre la maleza, después de haber corrido para escapar de aquella infernal iglesia.

«Infernal»

El hombre se paró en seco, se apoyó en el tronco del primer árbol que dio localizado e intentó tomar aire para reponerse.

«¿Cómo no habría pensado en eso antes?»
La idea que cruzaba su mente en aquel momento le hizo comprender cuál podría ser la explicación a todo lo sucedido en la última hora: la desaparición del clérigo, la cruz en el confesionario, la explosión de las vidrieras, las cruces del cementerio… Todo, aquello podría explicarlo todo.

Sin embargo, comprender a qué se debía lo sucedido no lo tranquilizó más. De hecho, pensó que tal vez sería mejor no haber dado con aquella idea, pues superaba cualquier lógica y le producía un temor mayor que el de la ignorancia anterior.

«Ayuda, tengo que pedir ayuda» De nuevo, el hombre reemprendió la carrera, aprovechando el mínimo de fuerzas que había recuperado en la última parada, y continuó cruzando el tramo de bosque que le restaba. Cuando los árboles se espaciaron, revelando que se acercaba al enorme claro en el que se asentaba el pequeño pueblo de apenas una veintena de casas, el hombre aumentó todavía más el ritmo de su marcha.

Entonces sintió que algo no iba bien; sintió que no estaba solo, que alguien lo estaba siguiendo. Alguien, o mejor dicho… algo.

—Socorro… ¡por favor! —gritó el hombre mientras seguía corriendo desesperadamente, agotando el poco aire que le quedaba en los pulmones, con la esperanza de que algún vecino se encontrase en las calles del pueblo y le pudiera ayudar.

Aquello que lo perseguía se aproximó más en ese momento a su presa, aunque sin resultar visible para esta debido a la oscuridad reinante en el bosque. Sin embargo, el hombre sí que pudo sentir el temblor de la tierra provocado por los pasos de su perseguidor, así como su profunda respiración, como si este tuviera el tamaño de un oso o algún animal semejante. Sintió también el estruendo que provocaba el ser al chocar en su persecución contra los troncos de los árboles, que se quejaban con sonoros crujidos. Igualmente pudo percibir la velocidad que llevaba su perseguidor, que en apenas unos segundos le alcanzaría. Impulsado por el temor y la adrenalina, continuó aumentando el ritmo de su carrera hasta un punto que no se habría creído capaz de alcanzar en condiciones normales, mientras continuaba pidiendo a gritos auxilio.

Pero aquellas circunstancias no eran en absoluto normales, pues presentía que se estaba jugando la vida en esa carrera, lo que probablemente fuera la razón de que estuviese sacando fuerzas de donde era imposible que las hubiera.

Por fin, pudo distinguir el fin del bosque e intuir el camino que llevaba hasta el pueblo. Se dirigió hacia ese punto, pero en el último instante antes de abandonar al fin aquel bosque, tropezó con la raíz de algún árbol que había crecido por encima de la superficie del terreno y que le hizo perder el equilibrio y caer justo entre los dos últimos árboles que componían la espesura.

Aterrizó encima del último metro de camino de tierra proveniente del pueblo, que moría al internarse en la entrada del bosque. Levantó la cabeza y lo vio. Un hombre se acercaba por el camino, empujando una carretilla vacía, probablemente con la intención de llenarla de leña en algún punto cercano al borde del bosque, para alimentar con ella la chimenea de su hogar.

El hombre consiguió emitir un silbido desde el suelo, con el que llamó la atención del campesino, que dejó su carretilla apoyada en el camino y se apresuró en dirección al bosque. Al ver que por fin estaba a punto de encontrarse a salvo, después de toda esa pesadilla, se puso en pie y dio dos pasos hasta apoyarse en el último árbol antes del claro.

Pero en ese momento el campesino se paró en seco. Una expresión de terror incontrolable se apoderó de su rostro, que miraba hacia donde se encontraba aquel agotado hombre. Y en ese preciso instante también, el hombre notó un cálido aliento que le acarició el vello de la nuca, poniéndole toda la piel de gallina y provocando que un incontrolable escalofrío le recorriera todo el cuerpo. Pudo ver cómo el campesino, que lo observaba aún desde una docena de metros, huía despavorido en dirección al pueblo, dando la voz de alarma para alertar a sus habitantes.

En el momento en que perdió de vista al labriego, sintió una ligera punzada en el medio de la espalda, como si le hubieran puesto una inyección, y tuvo la tentación de darse la vuelta para ver por fin a su perseguidor. El temor a que se confirmasen sus sospechas era tal que no lo hizo. Entonces, aquella punzada se convirtió en un dolor progresivamente más intenso. Comenzó a sentir cómo su perseguidor le perforaba la piel de la espalda, a la altura de los riñones, con alguna clase de objeto punzante, pero lo bastante grueso como para estarle provocando tan intenso dolor, y lo introducía lentamente en su cuerpo, provocando que la agonía fuese todavía mayor debido a los lentos desgarros de los músculos y tendones que se encontraba a su paso. Sin embargo, la adrenalina que en aquel momento recorría su cuerpo le impedía ser plenamente consciente del dolor que realmente sentía, por lo que resistió la tentación de volverse en todo momento.

Esta fue la razón por la que aquel hombre no llegó a ver aquello que lo había estado persiguiendo desde que había escapado de aquella pequeña iglesia dejada de la mano de Dios; aquello que lo había estado vigilando desde que había llegado por primera vez a aquel pueblo, que no le había dado la oportunidad de alcanzar para salvar su vida; aquello que iba a acabar con su vida, con el simple propósito de que su secreto no fuese revelado a los demás vecinos, pues aquel habría sido el fin de su existencia.

Ni siquiera tuvo aquel hombre el menor atisbo de esperanza cuando vio a lo lejos un nutrido grupo de campesinos que se aproximaban a la carrera desde el pueblo, armados con toda clase de aperos de labranza y antorchas, ya que sabía que aquel era su fin, que no volvería a ver la luz del día. Su perseguidor había sido más rápido que él.

Finalmente, aquello que le había clavado en su cuerpo alcanzó el otro extremo, aflorando a la altura de los pulmones. Pero el hombre no llegó a descubrir de qué se trataba, pues en ese preciso instante se esfumó la última gota de energía que le quedaba en el cuerpo y perdió el conocimiento.

El perseguidor emitió un ronco gruñido y retiró el objeto de dentro del cuerpo de su presa, que se desplomó en el suelo de tierra y se internó de nuevo en el bosque, antes de que el grupo de campesinos llegase hasta allí para darle caza.

Una vez hubo desaparecido, los aldeanos alcanzaron al hombre abatido y lo rodearon entre murmullos y expresiones de terror, al ver aquel cuerpo en el suelo, boca arriba, con una perforación en el pecho por la que podría caber el brazo de un hombre adulto y con una expresión de satisfacción en el rostro por haber abandonado este mundo sabiendo la verdad.

Pero lo más inquietante de aquella escena fue lo que encontraron en su mano, en el extremo de su brazo extendido sobre el camino…

Una cruz invertida de plata en llamas.

30. September 2020 15:43 0 Bericht Einbetten Follow einer Story
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Das Ende

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